Según la metereología, el verano todavía no ha acabado, aunque a estas alturas de septiembre las vacaciones de verano parezcan haber sido un sueño agradable y borroso.
Antes que se me pierdan del todo, me he propuesto escribir una notas sobre los libros que he leído este verano. Esa es precisamente una de las cosas mejores del verano: el poder leer libros por placer y prácticamente de un tirón, dejándose envolver por los lugares que nos proponen, por sus atmósferas, empatizando con ellos, viviendo dentro de sus páginas, en su tiempo y en su espacio.
El verano, que no las vacaciones, lo comencé con El maestro Juan Martínez, que estaba allí, de Manuel Chaves Nogales (Libros del Asteroide, 2007). La reconstrucción de la peripecia histórica de este bailador flamenco es deliciosa, y una excelente muestra del mejor periodismo que se haya escrito en España. Al protagonista, la Gran Guerra le sorprende en Turquía en 1914, y no tiene mejor idea que marcharse a Rusia porque está lejos del frente, con lo cual vivirá también la Revolución de 1917 y la posterior guerra civil. Es un texto delicioso, por momentos terrible, que nos ofrece una perspectiva periférica y desideologizada, pero también desprejuiciada, la de un hombre que quería básicamente sobrevivir, y que siempre estaba en el lugar equivocado, en el epicentro del terremoto de la historia. Y confieso que empecé a leerlo un poco escamado por culpa del prólogo de Andrés Trapiello, ocupado siempre en tratar de llevar el agua a su molino. Creo, para bien, que el texto no es exactamente lo que él dice que es. Manuel Chaves Nogales es un buen escritor, y una perspectiva lúcida y personal, importante para entender la España de los años 20 y 30, la que se acercaba ella misma de manera inexorable al cataclismo.
Continué con El miedo, de Gabriel Chevalier (Acantilado, 2009), otra ficción autobiográfica, aunque muy diferente en tono. Con ella me encontré de pronto en las trincheras de la Gran Guerra, esperando a que dieran la señal para cargar a la bayoneta a los enemigos atrincherados, bajo las bombas y los gases. Es un acercamiento a pie de obra a la experiencia individual de la guerra, al estupor que produce, al miedo, a la sordidez, a su carácter inexpresable, y exento de gloria y demás aditamentos de la propaganda y el recuerdo. Magnífica novela, muy recomendable.
Después. Goetz y Meyer, de David Albahari (Funambulista, 2008). Y con ella la primera decepción. Llevo una temporada leyendo magníficas novelas sobre la Segunda Guerra Mundial, renovando esa gigantesca interrogación por el sentido y por la condición humana que plantea. Por ejemplo: Los hundidos, de Daniel Mendelsohn, Las benévolas, de Jonathan Littell, Dora Bruder, de Patrick Modiano, y sobre todo el estremecedor diario de Hélène Berr, que me acompaña todo el tiempo desde que lo leí. Por eso, Goetz y Meyer, me pareció en exceso circular, reiterativa, y con una presencia excesiva del escritor ficcionalizado, excesivamente narcisista. Creo que en realidad es porque es una novela muy basada en la textualidad. Por ello, creo, que habría que ser capaz de leer el original y saborear su materialidad lingüística para opinar plenamente. Lo que puedo confesar es que a veces me estremecí –sobre todo al principio-, pero otras veces me aburrí. Afortunadamente es breve. Es como si una vez planteado el estupor (otra vez esta palabra), la ausencia de sentido que provoca el rutinario trabajo de dos tipos que consiste en conducir un camión modificado para ser cámara de gas, no pudiera más que ser reiterado una y otra vez. Con todo, el libro me permitió pensar un poco en la sociedad serbia, en la genealogía de la violencia étnica, de los genocidios, que volverían a tener lugar en los años 90.
La siguiente fue El camino de la oca, de Jokin Muñoz (Alberdania, 2009). La leí con mucho placer, casi de un tirón, y eso es un valor en sí mismo. Ofrece además una perspectiva interesante sobre la violencia en Euskadi, y sobre los motivos que pueden llevar a un joven idealista a convertirse en un asesino. La descripción de la actual Donosti es muy interesante y vivida, con personajes verosímiles y convincentes. Sin embargo, el paralelismo con la violencia durante la guerra civil que se propone, aunque es muy interesante, creo que tiene tantas aristas, es decir, se descompone en tantos paralelismos diversos, que al final se desdibuja un poco, y cualquier violencia puede ser genealogía de cualquier violencia. En resumen, una novela agradable de leer, bien construida, bien escrita, y cuyos elementos más discutibles invitan a un diálogo posterior.
Después de las novelas anteriores, necesité un respiro, un poco de diversión pura. Escogí para ello El club de los pirómanos para incendiar casas de escritores, de Brock Clarke (Duomo, 2009). Lo pasé bien. Creí que sería más metaliteraria, pero es divertida, y entretenida, y con un narrador metepatas, a mitad de camino entre El guardián entre el centeno y La conjura de los necios. Sin embargo, en ese medio tiempo, a veces me resultaba irritante. Personalmente, cuando el narrador intentaba ponerse transcendente, y hacer observaciones generalizables sobre la vida y la sociedad, la novela se me caía de las manos.
Pues, por ahora esto... Pero aún me falta algún libro más. En la próxima entrega continúo.