Días de nada, vísperas de mucho. Después de meses de abstinencia, la semana pasada fui al cine dos días seguidos. El martes, con Gemma a ver Gigante; el miércoles, con algunos de mis estudiantes de la Universidad de Virginia y una amiga, a ver El secreto de sus ojos. Dos películas latinoamericanas, entonces. Y dos películas sobre miradas.
En el caso de Gigante (Adrián Biniez, 2009), una mirada unidireccional, mediada durante casi todo el tiempo, la del vigilante del turno de noche de unos grandes almacenes, enamorado en secreto de una de las limpiadoras, que prosigue después su vigilancia en un seguimiento obsesivo, que lo condena a ser testigo desde la periferia, espectador y no actor de su propia vida, de su propio deseo. Se trata de una película sencilla y hermosa sobre la soledad, sobre la ciudad, sobre las cámaras de seguridad, sobre las miradas que no encuentran otros ojos que las devuelvan y las sostengan. Pero también, gracias a una luminosa secuencia final, sobre la posibilidad de tender puentes entre soledades.
En cuanto a El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), es una película mucho más ambiciosa, con más medios, y con voluntad de simbolizar muchas cosas a la vez. Pero sobre todo una película sobre miradas que dicen lo que las palabran ocultan o tratan de rodear: la culpa, el deseo, el amor, la perversidad, la pena, el dolor, incluso un prisionero privado en las habitaciones interiores, la quiebra (la traición) del Estado que se convierte en el criminal, la discontinuidad del tiempo, la falta de sentido, los duelos abiertos, el fracaso de una vida o de una generación, la pérdida. Y en el centro mismo del argumento, lo que no se llega a contar, el tabú.
Tal vez porque había recibido recomendaciones demasiado entusiastas, la película me gustó un poco menos de lo que pensé que me iba a gustar. O tal vez porque pretende ser demasiadas cosas a la vez y en demasiados tonos. Pero me quedo con ese poso en las miradas que va dejando la historia personal y la colectiva, esa narrativa de palabras no dichas, en una película llena de palabras. Y, al final, con la posibilidad –con la necesidad- de cerrar por fin la puerta y de decirlo todo, mirándose a los ojos. Siempre, entonces, como dice Max Aub en uno de mis relatos favoritos, se puede renacer.
(El cartel de la película procede de www.filmaffinity.com)
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