Acabo de volver a ver El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard) (1950), muchos años
después de haberla visto por primera vez en un ciclo de la Filmoteca dedicado a
su director, Billy Wilder. Como entonces, me ha vuelto a entusiasmar la
secuencia inicial, que acaba con el cadáver de Joe en la piscina. Como
entonces, me ha vuelto a entusiasmar la secuencia final, el descenso estelar
por las escaleras imperiales de la vieja estrella Norma Desmond (“Stars are
ageless”, había dicho poco antes), y sus palabras a las cámaras, a los
espectadores en la oscuridad de la sala, que la estarán viendo, que, en efecto,
la están viendo. El cine dentro del cine en una memorable secuencia de una gran
intensidad emotiva.
Pero ahora, he reparado en algo que
posiblemente me pasó desapercibido la primera vez. La manera sutil como la
actriz que interpreta el papel de Norma Desmond confirma y a la vez desmiente
el argumento de la película. Gloria Swanson había sido ella misma una gran
actriz del cine mudo, como la protagonista. Como ella, había iniciado un
imparable declive con la llegada del cine sonoro. Como ella, había acabado por
alejarse de las cámaras, y, si no tan olvidada como la actriz de la ficción,
era obvio que en 1950, con 51 años de edad y los hábitos interpretativos del
viejo celuloide, su momento había pasado. Sólo podía aspirar a vivir dignamente
su decadencia.
Y, sin embargo, en Sunset Boulevard está simplemente sublime. Épica, conmovedora,
patética, grandiosa, su gestualidad pasada de moda construye a la perfección el
personaje, la enorme dimensión de su tragedia. La dignidad alucinada con la que
baja las escaleras en esa memorable secuencia es simplemente una lección
magistral de sabiduría escénica, de lúcida y profunda autoparodia. La vieja estrella
de cine mudo intepreta a una estrella de cine mudo derrotada por la vida y el
tiempo. “Yo sigo siendo grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas”,
dice en una de las secuencias iniciales. Realmente Gloria Swanson sigue siendo
grande. Y esta película lo es, en parte, por su presencia. Como, por cierto,
por la del viejo director Erich von Stroheim interpretando a un personaje que
también es una versión decadente de sí mismo.
Estas reflexiones me han traído a la
memoria un soneto barroco sobre el que he hablado estos días en clase. Se trata
de uno de esos que hablan sobre las ruinas. Pero en este caso, la conclusión no
es exactamente la esperable, es decir que el tiempo vuela y que arrastra
consigo las glorias y las vanidades del mundo. Algo de eso hay, pero introduce
un matiz interesante. El texto es obra de Juan de Arguijo, un poeta sevillano
que vivi
ó entre 1567 y 1623. Fue él mismo, un poeta menor.
Sin embargo, murió hace nada menos que 389 años, y sus palabras permanecen con
asombrosa rotundidad. Y establecen fructífero diálogo con una vieja actriz que
desciende majestuosamente una escalera imperial en una calle llamada Sunset
Boulevard de una improbable ciudad llamada Los Ángeles. El brillo barroco de
las cámaras permanece. El fulgor del simulacro los relaciona. En
concreto, la representación de la ruina y su paradójico sentido. El texto,
titulado “A las ruinas de Cartago”, según la edición de Elias L. Rivers
(Cátedra, 1979), dice así:
“Este soberbio monte y levantada
cumbre, ciudad un tiempo, hoy sepultura
de aquel valor cuya grandeza dura
contra las fuerzas de la suerte airada,
Ejemplo cierto fue en la edad pasada,
y será fiel testigo en la futura
del fin que ha de tener la más segura
pujanza, vanamente confiada.
Mas en tanta rüina mayor gloria
no os pudo fallecer, ¡oh celebrados
de la antigua Cartago ilustres muros!,
Que mucho más creció vuestra memoria
porque fuiste del mundo derribados,
que si permaneciérades seguros”.
Pocas personas recuerdan hoy las
películas que convirtieron a Gloria Swanson en una gran estella glamourosa en
los años 20. Muchas más recuerdan sin embargo su esplendorosa decadencia, su
crepúsculo de los dioses. Los muros de Cartago perviven precisamente por haber
sido derribados. Su condición de aviso del fin que aguarda a toda grandeza
convierte su destrucción escénica y cargada de sentidos en perdurable. En tanta
ruina, a ambos, a Cartago y a Gloria Swanson, mayor gloria no les pudo
fallecer.
Ya sé que es un flaco consuelo para estos
tiempos de derrotas que estamos viviendo. Pero algo es algo. Una derrota
hermosa tiene algo de victoria. Si es irremediable caer, no lo es la manera de
hacerlo. La dignidad, la lucidez, la belleza, la grandeza, pueden ser
patrimonio de los derrotados. ¡Cuántas estrellas mediocres de 1950 son hoy
opacadas por el fulgor de esta estrella declinante! ¡Cuántos vencedores de ayer
no tienen al final en la memoria el valor de los muros que echaron abajo! ¿O es
que acaso puede compararse en dignidad, o en grandeza, o en belleza, Rita
Barberá, la alcaldesa de Valencia, al barrio del Cabañal, aunque consiga al fin
echarlo abajo? ¿Podrá compararse José Ignacio Wert, Mariano Rajoy, sus grises
ejecutores, a la dignidad de estas personas contra las que lanzan hoy la
piqueta neoliberal? ¿Podrán acaso compararse al pueblo que los padece, y que
lucha cada día por salir adelante, por seguir soñando futuros, ni aunque lo
derroten mil veces?
La foto de Gloria Swanson procede de popsmut.wordpress.com; la de las ruinas de Cartago de es.123rf.com