miércoles, 16 de mayo de 2012

En tanta ruina, mayor gloria


Acabo de volver a ver El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard) (1950), muchos años después de haberla visto por primera vez en un ciclo de la Filmoteca dedicado a su director, Billy Wilder. Como entonces, me ha vuelto a entusiasmar la secuencia inicial, que acaba con el cadáver de Joe en la piscina. Como entonces, me ha vuelto a entusiasmar la secuencia final, el descenso estelar por las escaleras imperiales de la vieja estrella Norma Desmond (“Stars are ageless”, había dicho poco antes), y sus palabras a las cámaras, a los espectadores en la oscuridad de la sala, que la estarán viendo, que, en efecto, la están viendo. El cine dentro del cine en una memorable secuencia de una gran intensidad emotiva.
Pero ahora, he reparado en algo que posiblemente me pasó desapercibido la primera vez. La manera sutil como la actriz que interpreta el papel de Norma Desmond confirma y a la vez desmiente el argumento de la película. Gloria Swanson había sido ella misma una gran actriz del cine mudo, como la protagonista. Como ella, había iniciado un imparable declive con la llegada del cine sonoro. Como ella, había acabado por alejarse de las cámaras, y, si no tan olvidada como la actriz de la ficción, era obvio que en 1950, con 51 años de edad y los hábitos interpretativos del viejo celuloide, su momento había pasado. Sólo podía aspirar a vivir dignamente su decadencia.
Y, sin embargo, en Sunset Boulevard está simplemente sublime. Épica, conmovedora, patética, grandiosa, su gestualidad pasada de moda construye a la perfección el personaje, la enorme dimensión de su tragedia. La dignidad alucinada con la que baja las escaleras en esa memorable secuencia es simplemente una lección magistral de sabiduría escénica, de lúcida y profunda autoparodia. La vieja estrella de cine mudo intepreta a una estrella de cine mudo derrotada por la vida y el tiempo. “Yo sigo siendo grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas”, dice en una de las secuencias iniciales. Realmente Gloria Swanson sigue siendo grande. Y esta película lo es, en parte, por su presencia. Como, por cierto, por la del viejo director Erich von Stroheim interpretando a un personaje que también es una versión decadente de sí mismo.
Estas reflexiones me han traído a la memoria un soneto barroco sobre el que he hablado estos días en clase. Se trata de uno de esos que hablan sobre las ruinas. Pero en este caso, la conclusión no es exactamente la esperable, es decir que el tiempo vuela y que arrastra consigo las glorias y las vanidades del mundo. Algo de eso hay, pero introduce un matiz interesante. El texto es obra de Juan de Arguijo, un poeta sevillano que vivi entre ﷽﷽﷽ que viviel mundo. Algmatiz interesante. El texto es obra de Juan de Arguijo, un poeta sevillano que viviel mundo. Algó entre 1567 y 1623. Fue él mismo, un poeta menor. Sin embargo, murió hace nada menos que 389 años, y sus palabras permanecen con asombrosa rotundidad. Y establecen fructífero diálogo con una vieja actriz que desciende majestuosamente una escalera imperial en una calle llamada Sunset Boulevard de una improbable ciudad llamada Los Ángeles. El brillo barroco de las cámaras permanece. El fulgor del simulacro los relaciona. En concreto, la representación de la ruina y su paradójico sentido. El texto, titulado “A las ruinas de Cartago”, según la edición de Elias L. Rivers (Cátedra, 1979), dice así:

“Este soberbio monte y levantada
cumbre, ciudad un tiempo, hoy sepultura
de aquel valor cuya grandeza dura
contra las fuerzas de la suerte airada,

Ejemplo cierto fue en la edad pasada,
y será fiel testigo en la futura
del fin que ha de tener la más segura
pujanza, vanamente confiada.

Mas en tanta rüina mayor gloria
no os pudo fallecer, ¡oh celebrados
de la antigua Cartago ilustres muros!,

Que mucho más creció vuestra memoria
porque fuiste del mundo derribados,
que si permaneciérades seguros”.

Pocas personas recuerdan hoy las películas que convirtieron a Gloria Swanson en una gran estella glamourosa en los años 20. Muchas más recuerdan sin embargo su esplendorosa decadencia, su crepúsculo de los dioses. Los muros de Cartago perviven precisamente por haber sido derribados. Su condición de aviso del fin que aguarda a toda grandeza convierte su destrucción escénica y cargada de sentidos en perdurable. En tanta ruina, a ambos, a Cartago y a Gloria Swanson, mayor gloria no les pudo fallecer.
Ya sé que es un flaco consuelo para estos tiempos de derrotas que estamos viviendo. Pero algo es algo. Una derrota hermosa tiene algo de victoria. Si es irremediable caer, no lo es la manera de hacerlo. La dignidad, la lucidez, la belleza, la grandeza, pueden ser patrimonio de los derrotados. ¡Cuántas estrellas mediocres de 1950 son hoy opacadas por el fulgor de esta estrella declinante! ¡Cuántos vencedores de ayer no tienen al final en la memoria el valor de los muros que echaron abajo! ¿O es que acaso puede compararse en dignidad, o en grandeza, o en belleza, Rita Barberá, la alcaldesa de Valencia, al barrio del Cabañal, aunque consiga al fin echarlo abajo? ¿Podrá compararse José Ignacio Wert, Mariano Rajoy, sus grises ejecutores, a la dignidad de estas personas contra las que lanzan hoy la piqueta neoliberal? ¿Podrán acaso compararse al pueblo que los padece, y que lucha cada día por salir adelante, por seguir soñando futuros, ni aunque lo derroten mil veces?
La foto de Gloria Swanson procede de popsmut.wordpress.com; la de las ruinas de Cartago de es.123rf.com

jueves, 3 de mayo de 2012

La lluvia que te va a calar hasta los huesos


 “Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en mitad del patio. […] Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto”. Esta cita de Rayuela se la debo a una amiga que la recitó, de memoria y más por extenso, antes de dictaminar que Julio Cortázar había envejecido mal. Escenificaba así la condición misma del estaqueamiento, de la mojadura. Una cosa es lo que decía su discurso crítico. Otra, la que mostraba recitando emocionadamente un párrafo completo de una obra supuestamente envejecida. Es lo que tiene Cortázar. A Cortázar se le ama.

Roland Barthes, en sus Fragmentos de un discurso amoroso (Círculo de Lectores, 1997) lo explicaría de manera parecida: “¿Qué pienso del amor? –En resumen, no pienso nada. Querría saber lo que es, pero estando dentro lo veo en existencia, no en esencia. Aquello que yo quiero conocer (el amor) es la materia misma que uso para hablar (el discurso amoroso)”. “Excluido de la lógica –concluye más adelante- no puedo pretender pensar bien”.

Creo que esa es una de las cosas más perturbadoras del amor, del enamoramiento. Que simplemente sucede. Que no hay un acto previo de la voluntad. Ni siquiera un simulacro. Y que sólo se puede hablar de él desde fuera. Desde dentro, hay un incesante decir el amor, habitar sus figuras, desplazarse a través de ellas, reiterarlo. Porque en realidad uno no se enamora, se mira enamorarse, normalmente no sin cierto estupor. Como dicen en inglés, se cae en amor. El amor es un trance. Representar el amor es “representarme a mí mismo mi delirio”, para decirlo otra vez con las palabras de Roland Barthes.

Horacio Quiroga, en uno de sus Cuentos de amor, de locura y de muerte, editados por cierto en España por Menoscuarto en 2004, ejemplifica de manera excelente esta estructura de delirios cruzados.  Se titula “La meningitis y su sombra”, y es uno de mis relatos preferidos del volumen.

Carlos Durán, el protagonista, es requerido por la familia de su amigo Funes para que les ayude a paliar el sufrimiento de su hermana pequeña, Maria Elvira, gravemente enferma de meningitis. Al parecer, en su delirio, expresa un deseo intenso de verlo, precisamente a él. A pesar de sus resistencias y escepticismo, accede, y al entrar en la habitación de la enferma se enfrenta a la mirada deseante de dos ojos luminosos: “el mareado relampagueo de dicha –hasta el estrabismo- cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a treinta y siete grados los volveré a hallar”. ¿Pero es que el amor, por definición, puede calificarse de “normal”? ¿Es la temperatura corporal suficiente indicio de la ausencia de delirio?

En cualquier caso, Carlos cumple con su misión “terapéutica”, como la califican insistentemente el médico y la familia. Pero, por supuesto, no sale indemne de ella: “Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabe quién soy, y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas y a cuarenta grados, se pagan en el día”. Y más, cuando ella, todavía bajo los efectos de la fiebre, le espete a traición la siguiente pregunta desestabilizadora: “¿Y cuando sane y no tenga más delirio, me querrás todavía?”.

El cuento, en efecto, nos plantea muchos interrogantes que no son fáciles de responder. Y que nos remiten a ese peculiar flujo de lenguaje que es el discurso amoroso. Si el amor es un delirio, ¿quién es su sujeto? ¿Dónde estoy yo, cuando mi delirio enuncia sus deseos, y dota, mediante pinceladas sucesivas y logradas (otra vez Barthes), a un objeto concreto de la perfección del fantasma? ¿Cómo nombrar el delirio desde dentro?

Pero también: aun sabiendo que el objeto del amor es tan sólo un fantasma, una sombra, ¿cómo escapar al espejismo de lo perfecto, a la poderosa sensación –estaqueado en el medio del patio- de sentir por un momento colmado el deseo, es decir, de que el objeto –el fantasma- existe, y, contra todo pronóstico, se ha encontrado? ¿Vale la pena, en realidad, intentar escapar, aunque ello fuera posible? Más Barthes: “El encuentro hace pasar sobre el sujeto amoroso (ya raptado) la estupefacción de un azar sobrenatural. El amor pertenece al orden (dionisíaco) del golpe de dados”.

No revelaré el fin del cuento. Sólo diré que acaba bien, pero que, a cambio, muestra en las líneas finales su condición de escritura. La clausura del relato lo blinda contra el desgaste del encuentro inicial. Termina cuando todavía quedan ecos del golpe de los dados contra el tablero.

El amor es un delirio. Alguien que no coincide exactamente con uno –el sujeto delirante- identifica como objeto perfecto de su deseo a una encarnadura –acaso necesariamente temporal- de su fantasma. El momento del encuentro, además –si se produce- concluye un relato, pero está condenado a convertirse en momento mítico de plenitud, tanto más perfecto cuanto que es irrecuperable.

Suena todo bastante embrollado. Y además, parece que no pueda acabar bien. Al menos, bien del todo.

Y, sin embargo, qué propensión a dejarse calar hasta los huesos al salir de un concierto...

La fotografía procede de aseekingspirit.wordpress.com