Uno de los últimos libros que he leído es El faro por dentro, de Menchu Gutiérrez (Siruela, 2011), y tengo que confesar que me he aburrido bastante. Puesto que es un libro lleno de gestos de alta literatura, sin duda la culpa debe de haber sido mía. En cualquier caso, me interesó más el breve texto inicial que le da título, y que cuenta –o está escrito desde- los últimos días de la autora-narradora en el faro que habitó. De la nouvelle que completa el volumen, “Basenji”, ambientada también en un faro he aprendido básicamente que destilar alcohol para consumo propio es una práctica poco recomendable y que los perros que no ladran dan bastante mal rollo.
Sin embargo, de manera lateral, este libro me recuperó mi propia relación con un faro, el de la playa de Canet d’En Berenguer: algunas tardes de finales de los años 70 y los años 80, en que era el destino de los paseos estivales: con mis padres, primero; sólo con mi madre, después. Más tarde en bicicleta, con mis amigos de verano: al principio una roja, bastante pesada, de la marca G.A.C., con un sillín mullido que recordaba al de un ciclomotor, y que posiblemente es lo que le daba el pomposo nombre de Motoretta; más tarde con una flamante bicicleta de carreras de diez marchas. Aunque entonces el faro era ya apenas una etapa inicial de mis ambiciosas excursiones, en aquellos años felices en que creía –en algún caso contra toda evidencia- que los ciclistas corrían el tour sin doparse.
Recordar aquellos paseos es recordar caminos de huerta entre naranjos, sinuosos y verdes. A veces, parábamos para comer moras. Esa era precisamente la belleza popular de la playa de Canet, que los campos de naranjos se prolongaban prácticamente hasta el mar, hasta aquel mar de clase media, hacia aquellos veranos azules con sintonía televisiva de silbiditos. Y en el medio, como referencia, aquel faro que hablaba de travesías marítimas surcadas por grandes y misteriosos barcos, que nos recordaba que al otro lado de nuestros baños, que más allá de la “playeta” en la que hacíamos pie hasta muy adentro, había otras orillas.
Hoy el faro está en plena zona urbanizada, en el medio de un paseo. Junto a él, uno de los bloques de apartamentos está acabado, aunque vacío. No muy lejos, un par de edificios que se quedaron a medio construir. Sigue lanzando su chorro de luz, como si nada hubiera pasado, pero ya no lo hace por encima de los naranjos, sino de la arquitectura apresurada de nuestra costa, extendida a lo largo de innumerables filas paralelas. El Hostal Chispa, no muy lejos, eso sí, se ha convertido en Hotel.
Pero lo peor de la fealdad de Canet es que, en este caso, la fiebre recalificadora no tuvo su origen en un ayuntamiento del PP. Y ello me pone un poco más difícil creer en la condición humana, o, simplemente, en que este rinconcito del Mediterráneo llamado Valencia pueda tener arreglo.
(La fotografía del faro de Canet d'En Berenguer procede de la página web pictures.todocoleccion.net)