Revisando viejos documentos me encontré
el otro día con este texto escrito ahora hace exactamente un año. Fue un
encargo para un fanzine dirigido con entusiasmo por unos jóvenes amigos.
Desgraciadamente, esa empresa de agitación cultural en tiempos difíciles nunca
llegó a buen puerto, y este texto cayó en el olvido. Releyéndolo hoy, he
pensado en que en realidad parece mentira que haga sólo un año que fue escrito.
Parece que mucho más tiempo nos separa de estos acontecimientos y de estas reflexiones.
Y eso en realidad es muy triste: hace un
año parecía que algo se movía, que se estaban ensayando nuestras estrategias de
resistencia civil. Hoy da la sensación que fueron otros más de esos esfuerzos
inútiles que acarrean melancolía. El SAT sigue luchando, pero nosotros estamos
como acostumbrando el cuerpo a recibir golpes, resignándonos a perder derechos,
a mirar a los ricos de siempre cada vez más desde abajo y desde una posición más
precaria. Siguen paseando a los antidisturbios por las calles, siguen aprobando
leyes injustas, siguen insultándonos con la jactancia de su impunidad. Pero
ahora ya apenas si encuentran resistencia.
En fin: esto es lo que escribía ahora hace
un año. Su conclusión, con más amargura, me sigue pareciendo válida.
Uno de los temas del verano fue el revuelo
alzado por la acción realizada por Juan Manuel Sánchez Gordillo y otros
sindicalistas del SAT, al llevarse por las buenas de dos supermercados
andaluces el día 7 de agosto carros cargados con productos de primera
necesidad. Debates en televisión, revuelo mediático, incomodidad de los
partidos de izquierda, y el Ministro de Interior compareciendo ante los medios
para declarar la busca y captura de los osados bandoleros. Todo tuvo un poco de
aire de serpiente de verano, del tipo de serpiente que el gran verano de la
crisis y las políticas antisociales del gobierno de Mariano Rajoy podía
producir. Y ahora, cuando ya ha pasado tiempo suficiente, y cuando nos
disponemos a internarnos en el otoño de 2012 ha llegado el momento de
reflexionar sobre todo aquello, sobre el gesto, y sobre las reacciones. Y
también tratar de decidir si se puede sacar alguna enseñanza de aquellos días
de agosto.
Confieso que al recibir la noticia mi
reacción inicial fue la perplejidad. Los videos que pude ver en internet
tampoco mostraban nada demasiado heroico. Creo que había como cierta
desproporción, cierto desfase, entre las palabras, las banderas, y aquellos
humildes y cotidianos carros cargados de arroz y aceite amontonados con cierto
descuido. Y también, quizá, con los rostros, con las camisetas, muy poco
parecidos a los héroes de los productos culturales de masas, con su aspecto
inequívoco de pueblo real. “Gli eroi son tutti giovani e belli”, como cantaba
Francesco Guccini. El pueblo alzado, que caminaba decidido hacia adelante en el
cartel de Novecento, no secuestraba
una locomotora de vapor, como en la canción, sino que empujaba carritos de la
compra dispuesto a entrar en Mercadona.
Sin embargo, a medida que iban pasando los
días, cuando escuchaba las reacciones histéricas de la derecha mediática, y los
balbuceos de la izquierda más institucional, me fui formando una opinión. Y sí,
claro que los héroes de 2012 tienen ese aspecto. Y claro que llevan carritos a
Mercadona. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Y lo mejor de todo es que al hacerlo saltan
las representaciones, las inercias políticas, las mascaradas. Acertaron el
resorte exacto, y el monigote saltó de la caja mostrando la precariedad
balanceante de su alambre.
Para empezar, robaban alimentos de primera
necesidad. No es muy glamouroso un paquete de arroz, pero es la base de todo.
Ni siquiera robaban dinero, como los viejos anarquistas, sino comida envasada
por marcas blancas. Y, en efecto, de eso se trata en un país con un 25% de
paro: de comer. Hemos pasado de avergonzarnos de no hacer un viaje estupendo en
vacaciones, a preocuparnos por la comida. Y esa es la realidad de muchos miles
de españoles cada día. Aunque de eso no se habla, o se habla poco, se minimiza,
se reduce a la anécdota. El dinero, parece ser elástico, si escuchamos a
nuestros ministros. Parece que hace falta muy poco para vivir. Y de pronto,
estos hombres y estas mujeres señalan, visibilizan los platos vacíos concretos
detrás de tanto número, de tanto recorte de derechos, que se presentan como
privilegios, o chollos. “Que se jodan”, gritó Andrea Fabra expresando de manera
ejemplar un resentimiento hacia las clases populares propio de señoritos
falangistas. Y ahí estaba Sánchez Gordillo y sus muchachos mostrando con
claridad quiénes eran esas personas anónimas que se tenían que joder según el
pío deseo de la ilustre prócer.
Además, de pronto nos recordaba que
existía el SAT, y los trabajadores del campo andaluz, las peonadas, los andaluces
de Jaen, aceituneros altivos ,que cultivan las tierras del amo, que las riegan
con su sudor, como decía la canción, sin poder salir nunca de la miseria. Nos
recordaba palabras antiguas, fósiles de palabras, como “reforma agraria”, esa
reforma tímida y frustrada que fue una de las razones por las que los oligarcas
sacaron a las tropas a la calle a matar gente en el 36. Y volvía a poner en el
mapa del imaginario social Marinaleda y las ocupaciones de fincas. El problema
de la propiedad injusta de la tierra, que se dejó atrás sin haberse resuelto
nunca, de pronto, estaba de nuevo ahí, ante nuestros ojos, al otro lado de la
burbuja inmobiliaria. A desalambrar. Que la tierra es nuestra. Y tuya. Y de
aquel.
Pero eso es no es todo. De pronto, el
gobierno enloquecía de furor, y el ministro decretaba la busca y captura, sin
preocuparse ni siquiera de mantener en pie la ficción de la separación de
poderes. El gobierno lanzaba dicterios y amenazas contra los peligrosos
ladrones de comida. Y era tan obvia la diferencia en la persecución de otros
ladrones menos rudimentarios: de quienes saquearon Bankia, de quienes tejieron
redes clientelares, de la rancia nobleza monárquica utilizando sus oropeles
como pantalla para ocultar –y propiciar- sus latrocinios. Y de repente, por un
momento, era todo muy obvio. El gobierno cómplice de la oligarquía corrupta
persiguiendo a los ladrones del supermercado, ante el temor de que se rompa el
orden público, de que comiencen los saqueos, de que la gente hambrienta, sin
presente y sin futuro, se harte y trate de conseguir a las bravas lo que
necesita para sobrevivir. De que se viole la legalidad que laboriosamente
burlan aquellos para quienes en realidad todo el entramado institucional parece
estar al servicio. La perfección de este sistema corrupto es que unos roben,
mientras los otros se resignan a su miseria. Y de pronto, las bambalinas
estaban a la vista para quien supiera mirar, tras de ese ministro furibundo
sobreactuando.
Y más. Las capas de significado de un acto
tan sencillo parecen inagotables. Ellos repitieron la acción en dos
supermercados. Uno, Carrefour, optó por una solución airosa e inteligente,
logrando desviar de sí mismo las miradas. Esta no era su guerra. El otro, Mercadona,
entró al trapo, convirtiéndose en ariete del ministro encolerizado. Mercadona,
precisamente. Y así, durante unos días, se habló, quien quiso hacerlo, de la
política empresarial de esta cadena, de su “cultura del esfuerzo” que pone
discurso melifluo a la explotación, de su cuidadosa supresión de los productos
sobrantes, de su abuso de los productores, de su agresividad. Esa empresa
familiar de pronto mostraba su faz oligárquica, y todo encajaba. La cultura del
esfuerzo es la cultura del recorte. Algún despistado hubo que se equivocó de
tema y colocó a esta empresa baix els
plecs de la nostra senyera. Pero, muchas personas miraron y vieron. Y no
solo a Mercadona, sino a los despistados patriotas también.
Y no sólo a ellos. La izquierda
institucional se encontró interpelada por aquellos desharrapados poco divinos.
Y, más de uno se encontró enfrentado a esa contradicción que cada día oculta, o
soslaya, entre idealizar al pueblo, a sus héroes jóvenes y bellos de la ficción,
y sentir fastidio ante la presencia real, ante su imagen, ante sus voces y sus
acentos. Y empezó a balbucear. A contemporizar.
Por todo ello, creo que la acción del SAT
fue ejemplar. Cuando nos encontramos hastiados, desanimados, al término de esas
protestas rituales e inanes en que se han convertido las manifestaciones,
sentimos que es necesario encontrar nuevas formas de protesta, nuevas formas de
resistencia civil ante la injusticia, de desobediencia a un poder que consagra
sus esfuerzos a agrandar la brecha entre los pobres y los ricos, entre las
clases populares y la oligarquía de siempre, con nuevos rostros, con
incorporaciones, con nuevas modas y nuevos gestos, pero gritando el “que se
jodan” de siempre, con la misma cara de encono y repugnancia.
Y he aquí de pronto, que estos trabajadores,
que estos sindicalistas, nos muestran un ejemplo de acción nueva, efectiva,
simbólica, revulsiva y cargada de significado. La nueva política viene, quién
lo iba a decir, de Marinaleda, de un nombre asociado históricamente a la lucha
del campesinado andaluz. El gobierno se obstina en volver atrás, en atrasar el
reloj, en eliminar derechos. El gobierno, los señoritos para quien trabaja,
quieren volver a un pasado sin educación pública, sin cobertura sanitaria.
Quieren, como diría el clásico, exprimir al máximo la plusvalía.
La respuesta nueva, entonces, tiene un
rostro conocido. Y tiene discurso. Y tiene ideología, la ideología de la
justicia social, la ideología de que el estado debe garantizar un mínimo de
bienestar a los ciudadanos en lugar de amparar legalmente la desigualdad y la
exclusión. Su respuesta no es aquello de no somos ni de derechas ni de
izquierdas. No. Son de izquierdas. Porque los valores por los que luchan son de
izquierdas. Y vale la pena realmente luchar por ellos. Hoy, como antaño, es una
cuestión de supervivencia.
Por eso, para renovar la lucha, volvamos a
los clásicos. Volvamos a Marinaleda. Y pongámonos al día. Y echémonos a andar.
Porque somos más. Porque no es justo lo que nos hacen. Porque tenemos dignidad.