miércoles, 23 de septiembre de 2009

El niño del vagón de ganado


En la página 244 de Vida y destino, de Vasili Grossman, leemos: “La mayor parte del tiempo permanecía inmóvil y callado. De vez en cuando sacaba del bolsillo una vieja caja de cerillas, miraba de reojo en el interior y luego volvía a esconderla en el bolsillo”.

Se llama David, tiene seis años, y está en un vagón de ganado, con una multitud de personas, siendo trasladado desde Kiev, donde había ido a pasar las vacaciones con su abuela, a Auschwitz. Más adelante, bajaremos con él del vagón, asistiremos al proceso de selección, caminaremos hasta las duchas, hasta los vestuarios, hasta la cámara de gas.

En la caja de cerillas, que miraba con insistencia, guarda un capullo. Cuando llegue a su destino se habrá convertido en una crisálida. Seis años es la edad que tiene mi hijo ahora. Puedo imaginarlo perfectamente comprobando de cuando en cuando que lleva la peonza en el bolsillo. Puedo recordarme a mí mismo comprobando por ejemplo cuáles son los cromos de la liga que tengo repetidos. Y de pronto siento que esos gestos infantiles los hubiéramos podido repetir –nosotros- en un vagón de ganado.

Eso es lo deslumbrante de esta novela. Es monumental, coral, totalizadora, ese tipo de novelas que ya no se escriben y de pronto, destaca un detalle, conmovedor, cotidiano, verosímil. Y el lector se siente en ese tren. Siente con toda su claridad –con todo su estupor- que esas cosas sucedieron de verdad, a gente de verdad, con sus abuelas, sus veranos, y sus cajitas de cerillas llenas de pequeños tesoros, a gente para la que aquellos trenes y aquellas duchas eran tan ajenas como lo son para nosotros, hasta el instante mismo en el que dejaron de serlo.

Y eso es entonces lo que la literatura actualiza, su grandeza y su necesidad. Y uno siente, por un momento, que ha entendido algo, terrible, precioso y triste sobre el ser humano, sobre sí mismo, sobre los individuos pequeños arrastrados por los vientos de la historia. Y es algo tan precioso, tan triste, tan terrible, que uno no sabe muy bien qué puede hacerse después.

El recuerdo se convierte entonces en una forma de acción. Y en una ética.

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