jueves, 19 de noviembre de 2009

Sobre señas de identidad, charangas y panderetas


Hace muchos años, empecé a leer Señas de identidad, de Juan Goytisolo (1966), y no lo acabé. Era muy muy joven. Creo que no tenía ni 20 años, y me había hecho una lista de novelas imprescindibles que debía leer. Esta, sin embargo, se me indigestó. Y ahí se quedó, de estantería en estantería, mudanza a mudanza, hasta hace un par de semanas.

No fue una lectura escogida exactamente por placer. Tiene que ver con un articulito que ando escribiendo para ver si le gusto a la ANECA, pero ese es otro tema del que no me apetece hablar en este blog. El caso es que pensé que no podía seguir por ahí sin haber leído Señas de identidad y me dispuse a leerlo como hago con los libros que pienso que se me pueden eternizar, asignando una cantidad razonable de páginas a cada día.

Sorpresa. Me ha gustado. Me ha gustado mucho. Y no sólo eso, sino que he disfrutado leyéndolo. Incluso en algunos momentos lo he leído con emoción. Eso deben de ser cosas de la edad.

Sí, es cierto. Todo el libro es un demorado ejercicio de liberación de esas señas de identidad. Es verdad que Álvaro Mendiola es un pijo individualista y exquisito, no exento del dilettantismo del que hablaba en otro lugar, que, finalmente, se sacude el polvo de España de los zapatos y se lanza liberado por el ancho mundo, desasido de la “España cerril de las fallas y los San Fermines”. Sí es cierto. Si hubiera podido acabarlo a mis 20 años no me habría gustado. Tenía que hacer algunas travesías del desierto antes, que pagar algunas deudas simbólicas, y superar algunas culpas. Por tener, hasta tenía que ser presidente de falla, no cerril, pero obcecado.

Sin embargo, ahora... Cada libro tiene un momento. Que nos guste o no depende en parte de si nos cruzamos con él en el momento adecuado. Como las personas, por otra parte.

Álvaro Mendiola es todo eso... Se larga finalmente dando un portazo. Pero, ¡Cuánto dolor hay en el gesto! ¡Cuánto amor antes de la ruptura definitiva! ¡Cuánta voluntad de amar! ¡Y cuánta impotente solidaridad con los perdedores, de los que forma parte!

En cierta ocasión, contempla en un tren el reencuentro entre una hija, española, emigrada o exiliada, y su madre, tras dieciséis años. “Cuando la desesperanza humana te abrumaba más fuerte que de ordinario –escribe inmediatamente después- (lo que últimamente te acontecía con cierta frecuencia) la evocación de la madre y la hija, del encuentro de la madre y la hija en el compartimiento del vagón de segunda clase (rumbo a París, a través de la Francia oscura) te curaba y reconfortaba de la tristeza y melancolía que (por tu culpa quizá) constituían tu pan cotidiano)”.

Poco tiempo antes, en la gare d’Austerlitz, ha visto bajar un grupo de emigrantes españoles, con sus boinas, con sus maletas de cartón, “expulsados por el paro, el hambre, el subdesarrollo hacia países de civilización eficiente y fría”, y lo único que se le ocurre hacer es rodar un documental que después le será requisado por la policía franquista al intentar rodar dentro de España. Y eso es todo.

Mientras tanto, en España, el imaginario desarrollista lo cubre todo. La zafia fealdad de los chiringuitos comienza a tomar la costa. Una España nueva rica y acomplejada –a veces reaccionando agresivamente para sublimar ese complejo- se ofrece como emblema para la Europa rica consumidora que viene a hacer turismo. El castillo de Montjuïc se convierte en atracción turística, con pomposos folletos, y telescopios que funcionan si se les inserta una moneda, sin que nada ni nadie –o casi nadie- recuerde ni quiera recordar a los que allí estuvieron presos, “hombres cuyo único delito fuera defender con las armas el gobierno legal cumplir con su juramento de fidelidad a la República proclamar el derecho a una existencia justa y noble...”. Así lo recuerda en el memorable capítulo final.

El gesto intelectual, la huida elitista hacia adelante, es la constatación de una derrota. Y por eso duele. Se puede intuir que en el desasimiento individual de las malhadadas señas de identidad está el único alivio posible. Pero igualmente duele.

Y claro, cuando uno lee esas cosas en los tiempos crepusculares del zafio reinado de Francisco Camps, mientras le invade a uno la desesperanza, no puede evitar sentirse identificado. En la distancia enorme, en la quiebra, respecto a un pueblo que idolatra al cacique; un pueblo dispuesto a defender hasta el final a quien destruye el territorio, lo malbarata para que especuladores sin escrúpulos obtengan sustanciosos y rápidos beneficios, para que corra el dinero, para que desborde de comisión en comisión; un pueblo ufano y orgulloso, nuevorico y fanfarrón, que confunde los grandes eventos con la riqueza, que desprecia la cultura, que “desprecia cuanto ignora”, que “ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza”, como aquel del mañana efímero que imaginó don Antonio: el “pueblo cerril de las Fallas”, en resumen.

Y entonces se comparten los deseos de huir hacia adelante, de dejarlo atrás definitivamente. Pero también el dolor que hay debajo. Y la fría sensación de la intemperie.

(La fotografía del Castillo de Montjuïc procede de www.conocerbarcelona.com)

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Sobre la utilidad del material humano


Leí prácticamente de un tirón El material humano, de Rodrigo Rey Rosa (Anagrama, 2009). Significa eso que me atrapó y me agradó. Se dejó leer. Me interesó. Y sin embargo, no sé...

Un escritor investiga archivos policiales en Guatemala, en concreto los del Gabinete de Investigación, de los que está a cargo el Proyecto de Recuperación del Archivo de la Policía Nacional. Pronto, empieza a encontrar cosas interesantes. No tanto cosas concretas, sino sobre el funcionamiento de la maquinaria represiva en el país a a partir de los años 20, su lógica de culpabilización de las clases populares, de fichado casi aleatorio. Pronto empieza a encontrar trabas para continuar su investigación. Esos problemas aparecen en la página 60. Nunca más volverá a entrar en el archivo. Toma una vía lateral, la de investigar la personalidad de Benedicto Tun, el funcionario paciente y con vocación científica que prácticamente creó el Gabinete, y gracias a su hijo traza un retrato verosímil de un bienintencionado burócrata, eficiente y desideologizado, al servicio de todos los gobiernos que pasaron por Guatemala desde 1922 hasta 1970; al servicio siempre del poder, del estado. Un indígena, además, que había encontrado en esa posición una vía de ascenso social en un entorno hostil.

Por otro lado, interesa también la manera como los guatemaltecos incorporan a su cotidianidad la violencia, la posibilidad de convertirse en víctima, las amenazas. Y eso abarca tanto al escritor como a una profesora de su hija: llamadas telefónicas en la madrugada, merodeadores cerca de casa, ofertas telefónicas de servicios de pompas fúnebres de empresas inexistentes... También, la difícil gestión de la memoria histórica, la convivencia tensa y vigilante de ex-combatientes en bandos opuestos.

Y todo esto interesa precisamente porque el libro pertenece al género “diario de escritor”, porque integrado con todas esas referencias históricas y sociales, aparecen reflexiones sobre las lecturas que está haciendo, viajes a congresos y demás eventos sociales, alternativas sentimentales, la relación con la hija de su matrimonio anterior. Pero también por eso el texto resulta un poco más diario de escritor de lo que pensaba que iba a ser, y sentí que la información de la contracubierta (y una reseña que leí) esta vez me había dado bastante gato por liebre. Y, bueno, la verdad, francamente, los altibajos de la relación entre el escritor y B+ (así la llama en el diario) me dejaron en general bastante tibio. Y que todo lo que se cuenta acabe culminado en el cierre del libro por una lapidaria frase de la nena, que además se llama Pía, pues no lo acabo de ver. “¿Sabes cómo podría terminar?”, pregunta el escritor. “Conmigo llorando, porque no encuentro en ninguna parte a mi papá”, es la respuesta. El repliegue a lo privado parece ser entonces la conclusión.

Y no el repliegue a cualquier ámbito privado, sino a uno bien cool y oligárquico. Vamos a ver, el personaje del escritor me cae fenomenal durante la lectura, pero hay que reconocer que el tío vive como dios, vamos. Pongo como ejemplo que en un momento dado se marcha de viaje a París y se aloja en la casa de Miquel Barceló, que le comenta la cúpula que está preparando para Naciones Unidas. En suma, todo un guatemalteco de a pie, el tío.

Y por ahí viene la otra reflexión que me suscitó la lectura de este libro: la de la condición (y la perspectiva) oligárquica del escritor en sociedades como la que retrata el libro. En Guatemala, desde luego, pero no sólo.

Ya al leer la magnífica El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (Seix Barral, 2007), tuve una impresión parecida, al comprobar el porcentaje de apellidos colombianos ilustres entre los amigos del autor. Pero, mientras aquélla sí me conmovió, como novela, muy bien escrita, sobre un padre y un hijo, pero también como retrato de un compromiso ético y de un hombre íntegro, en El material humano no nos podemos quitar de encima del todo la impresión de dilettante del escritor, de cierta mirada exotista sobre los pobres pintorescos fichados por la policía porque, por ejemplo se dedican "a ingerir licor con otros individuos que se dedican a desnudar a los ebrios trasnochadores”. Pueden parecer un espectáculo curioso entre otros, y entonces, al final, si el poder impide seguir husmeando, pues tampoco pasa nada, porque ya se ha tenido bastante material humano para publicar un libro resultón, con ayuda de una contraportada prometedora y de una crítica complaciente, no sea que la pobre Pía se vaya a quedar llorando porque no encuentra a su papá.

(La fotografía del archivo procede de www.hrdag.org)

domingo, 1 de noviembre de 2009

Una casa, y su dueño


“La dignidad siempre es el objetivo cuando las circunstancias la descartan”, es una de las afiladas frases que se dedican los personajes de Una casa y su dueño, de Ivy Compton-Burnett (Lumen, 2009), en la excelente traducción de Bettina Blanch Tyroller. Llegué a este texto casi por casualidad, y puedo decir que lo he disfrutado mucho, entre taza de té y taza de té, entre eventos sociales y tormentas privadas.

Publicada originalmente en 1935, A House and Its Head es una novela inglesa, donde los vecinos acomodados se visitan y conversan, se despellejan a las espaldas, y a veces a la cara también, sin dejar de sonreír, con dobles sentidos, con frases imprudentes que se amagan, se retiran, disculpas corteses que no mitigan en nada las heridas infligidas. “La queríamos lo suficiente para desear que tuviera una vida, aunque se viera obligada a vivirla en compañía de papá. Eso demuestra lo que pensamos de la vida”, puede decir amargamente un personaje. “Las pequeñeces domésticas confieren una nota de sordidez a lo que debería ser puramente espiritual”, observa otro. “No os inmiscuyáis en las vidas ajenas. Ocupaos de la vuestra, por mísera que sea”, sentencia el tiránico padre de familia. “No considero que los hombres sean superiores a las mujeres, algo que muy pocos hombres pueden afirmar. El hecho de que sean más simples no los hace mejores”, es otra de las sentencias memorables.

La novela es básicamente una sucesión de diálogos inteligentes, con breves narraciones intercaladas, y uno tiene a veces la sensación de que se ha colado inadvertido, y escucha agazapado en el hueco de la escalera de la mansión Edgeworth, y conoce así secretos inconfesables, sórdidas estrategias revestidas de gestos elegantes, una lucha soterrada por el patrimonio y la legitimidad social del apellido. Y puede así contemplar la condición humana asomar bajo las cortesías y las fórmulas. No es extraño que algún personaje, en medio de una discusión se sienta “consciente de la transparencia de su disfraz”. Una novela elegante, fina, divertida a su modo, punzante, afilada, tremendamente escéptica. Una lectura excelente para las veladas invernales cuando finalmente lleguen.

Tres consejos sin embargo: Uno: no hay que dejarse apabullar por la sucesión de nombres y de personas que hablan a la vez en el capítulo segundo. Al final, acabas por conocerlos a todos. Dos: no se debe olvidar que algunos personajes se dirigen a otros por su nombre de pila, y otros por su apellido. Algunas conversaciones son precisamente sobre el cambio de status que eso implica. Hay que recordar, entonces, que Beatrice y la señorita Fellowes, por ejemplo, son la misma persona dependiendo de la edad y de la distancia social de quien se dirija a ella. Y tres: No hay que leer la contracubierta. Destripa innecesariamente la novela. Y no hay por qué privarse del primario –e intenso- placer lector de dejarse sorprender por los giros argumentales.