domingo, 1 de noviembre de 2009

Una casa, y su dueño


“La dignidad siempre es el objetivo cuando las circunstancias la descartan”, es una de las afiladas frases que se dedican los personajes de Una casa y su dueño, de Ivy Compton-Burnett (Lumen, 2009), en la excelente traducción de Bettina Blanch Tyroller. Llegué a este texto casi por casualidad, y puedo decir que lo he disfrutado mucho, entre taza de té y taza de té, entre eventos sociales y tormentas privadas.

Publicada originalmente en 1935, A House and Its Head es una novela inglesa, donde los vecinos acomodados se visitan y conversan, se despellejan a las espaldas, y a veces a la cara también, sin dejar de sonreír, con dobles sentidos, con frases imprudentes que se amagan, se retiran, disculpas corteses que no mitigan en nada las heridas infligidas. “La queríamos lo suficiente para desear que tuviera una vida, aunque se viera obligada a vivirla en compañía de papá. Eso demuestra lo que pensamos de la vida”, puede decir amargamente un personaje. “Las pequeñeces domésticas confieren una nota de sordidez a lo que debería ser puramente espiritual”, observa otro. “No os inmiscuyáis en las vidas ajenas. Ocupaos de la vuestra, por mísera que sea”, sentencia el tiránico padre de familia. “No considero que los hombres sean superiores a las mujeres, algo que muy pocos hombres pueden afirmar. El hecho de que sean más simples no los hace mejores”, es otra de las sentencias memorables.

La novela es básicamente una sucesión de diálogos inteligentes, con breves narraciones intercaladas, y uno tiene a veces la sensación de que se ha colado inadvertido, y escucha agazapado en el hueco de la escalera de la mansión Edgeworth, y conoce así secretos inconfesables, sórdidas estrategias revestidas de gestos elegantes, una lucha soterrada por el patrimonio y la legitimidad social del apellido. Y puede así contemplar la condición humana asomar bajo las cortesías y las fórmulas. No es extraño que algún personaje, en medio de una discusión se sienta “consciente de la transparencia de su disfraz”. Una novela elegante, fina, divertida a su modo, punzante, afilada, tremendamente escéptica. Una lectura excelente para las veladas invernales cuando finalmente lleguen.

Tres consejos sin embargo: Uno: no hay que dejarse apabullar por la sucesión de nombres y de personas que hablan a la vez en el capítulo segundo. Al final, acabas por conocerlos a todos. Dos: no se debe olvidar que algunos personajes se dirigen a otros por su nombre de pila, y otros por su apellido. Algunas conversaciones son precisamente sobre el cambio de status que eso implica. Hay que recordar, entonces, que Beatrice y la señorita Fellowes, por ejemplo, son la misma persona dependiendo de la edad y de la distancia social de quien se dirija a ella. Y tres: No hay que leer la contracubierta. Destripa innecesariamente la novela. Y no hay por qué privarse del primario –e intenso- placer lector de dejarse sorprender por los giros argumentales.

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