martes, 6 de septiembre de 2011

Lo inolvidable



El jueves, mi hija pequeña, Rosa, irá por primera vez al colegio. Es el gran acontecimiento familiar de la temporada. Su hermano mayor, Martí, muy formal él también, comenzará sus clases de cuarto de primaria. Últimamente el tiempo se complace en enviarme pequeños testimonios de su paso, sutiles recordatorios de que esto va en serio.


Esa escena fundante que está a punto de producirse, me trajo a la memoria el breve relato que inaugura el libro Lo inolvidable, del argentino Eduardo Berti (Páginas de Espuma, 2010), que leí hace algún tiempo y nunca llegué a reseñar. “El inicio”, se titula. “Hijo y padre caminan en silencio hacia la escuela, a menos de quince minutos de su casa”, es su primera frase. Siempre me conmueve mucho esa imagen de un padre y un hijo de la mano. Porque en este momento de mi vida, uno se recuerda siendo el de la mano pequeña del par, y se percibe siendo el de la mano grande. La vida es, entre otras cosas, el paso de un lado al otro de esa pareja.


Creo que no puedo hablar demasiado del cuento de Berti sin revelar el final. Y no quiero hacerlo, porque es un libro que me gustó y que recomiendo. Pero sólo quiero decir que ahora, en estos días, es capaz de cargar de significado esa escena. La paternidad es un largo aprendizaje. Y reconocer ante el hijo las propias carencias es una de sus condiciones de posibilidad. El hijo es entonces un colaborador necesario en su superación.


Lo inolvidable, por otro lado, es un buen libro. Un libro de relatos argentinísimo y hermoso: un pequeño cuarto de espejos, un magnífico catálogo de paradojas: sobre la doble faz de los objetos de nuestro deseo, como “la carta vendida”, o sobre la sobredosis de información que es otra de las formas de la ignorancia, como “Diario de una lectora de diarios”. O sobre los homenajes a los maestros que son también “Formas de olvido”. Contiene además una inmersión en los laberintos cotidianos de la mentira (“La mentira o la verdad”). “Lo inolvidable”, por cierto, es la literatura manteniéndonos vivos en los epílogos de la existencia, inscrita en los pliegues del cuerpo –o en sus prótesis.


De entre todos, quiero destacar tambien “Volver”. Un hombre vuelve a la Argentina después de quince años en Francia, y sin embargo para los amigos que lo despiden en el aeropuerto han pasado apenas unos minutos. Se trata de una inquietante paradoja temporal que nos envuelve borgianamente –o cortazarianamente- en la futilidad del tiempo, en su dimensión relativa e incomunicable. Del mismo modo que hay horas de quince minutos, puede haber minutos que contengan quince años. Y, a la vez, nos recuerda que volver es siempre un viaje al extranjero.

jueves, 1 de septiembre de 2011

De autoficciones y arqueologías

Ya hace tiempo que no os cuento cosas sobre libros que he leído, y esa era realmente la función original de este blog. Así que después del arrebato autoficcional que fue el post anterior, hoy me apetece señalar algunos libros que he leído en los últimos meses y que, de un modo u otro, se relacionan con esas cosas tan amenas sobre las que disertaba con fruición. Y que, claro, por avatares biográficos y aritméticos, me han tenido bastante entretenido.

Hablando de autoficción, un texto que he leído este verano es El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron (Mondadori, 2011). De este autor ya había leído El comienzo de la primavera (Mondadori, 2008), y entonces me había parecido uno de esos escritores latinoamericanos de las últimas promociones que hacen del cosmopolitismo cultural su señal de identidad. Por eso, me ha parecido muy interesante esta indagación sobre el propio pasado familiar, sobre las motivaciones de los padres. Porque esa pregunta realmente es muy saludable –e inquietante- hacérsela alguna vez. ¿Quiénes son –quiénes eran- nuestros padres? La novela me ha gustado, por su sinceridad, y por su impecable prosa. Sin embargo, caray, a veces me parece que el narrador parece realmente volver a la Argentina no desde Alemania, sino desde Marte o el espacio exterior. Será cosa de la pérdida de memoria y de las pastillas que se toma, pero creo que exagera la dosis de extrañamiento ante los avatares paternos. Es verdad que el mundo se ha movido mucho en los últimos 30 años, y que la historia le ha pasado por encima a aquellos sueños de revolución, pero tratar los años 70 como si se estuviera leyendo escritura cuneiforme o algo así me parece un poco excesivo. Pero claro, escribir la dificultad del viaje de regreso no deja de ser una manera de enfatizar la distancia desde la que se inició.

Por otro lado, me ha resultado bastante divertido darme cuenta de que algunos de los libros que he leído últimamente son regresos más o menos nostálgicos a la niñez y la adolescencia. Es la lógica subyacente a estas listas de lectura en apariencia aleatoria que me confecciono. Me gustó mucho Los lemmings y otros, de Fabián Casas (Alpha Decay, 2011). Por su tratamiento de la oralidad, por el efecto de inmediatez de esta prosa aparentemente repentizada, y por la autenticidad del ambiente de barrio recreado. Y en él, por ejemplo, esa pandilla de chavales que enmudecen al escuchar la historia de los lemmings, “unos animalitos parecidos a las nutrias […], que vivían en las madrigueras en el Ártico y que, de golpe, y sin motivo, se tiraban de cabeza por los acantilados, suicidándose” (p. 29).

Todo un símbolo generacional para aquellos chavales cuya adolescencia concluyó de golpe a mediados de los setenta. “La dictadura fue la música disco”, se lee en el inicio del cuento que da título al volumen. Y después, sintéticamente: “El tano Fuzzaro, el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen, los chicos del pasaje Pérez, los hermanos Dulce... Muchos borrados antes de tiempo con el liquid paper del Proceso, las Malvinas y el sida...”. Vaya, parece que después de todo los años 70 no son escritura cuneiforme. Todo es ponerse. Y bajarse del todo del avión.

Por cierto que en este mismo volumen de cuentos puede leerse esta demoledora definición de un adulto: “Alguien que comprende que la vida es un infierno y que no hay ninguna posibilidad de buen final”. En resumen, un hermoso libro triste, verdadero y muy bien escrito. Una prueba más de que muchas veces la profundidad (la verdad) viene de la mano de la sencillez.

Otra prueba de ello, pero en este caso inversa, es Rosas, restos de alas, del español Pablo Gutiérrez (Lengua de Trapo, 2011), que reconstruye otra adolescencia, en este caso como genealogía explícita de los problemas conyugales presentes del narrador. Me ha parecido un libro bien escrito, pero a menudo disperso en una especie de artificio retórico de verborrea pirotécnica. Y no lo esperaba así, después de las críticas tan entusiastas que habia leído.

El narrador se toma muy en serio, está siempre convencido de la gran importancia existencial de su avatar personal. “Milenios de causalidad se han ido al cuerno después de la demolición de las verdades viejas. En consecuencia, evito los porque, los ya que, los entonces, sabiendo que no hay líneas de fuga y que es azar cada cosa”, dice por ejemplo sin menear ni una ceja. Tanta enfática banalidad porque su mujer –por algo será- lo ha echado de casa. “Yo, nadificado, nidificado en la nada”, concluye rotundo páginas después.

Sin embargo, no parece reservar idéntica empatía para otros personajes de su pasado, especialmente las jovencitas de su barrio: “Como ella había muchas en el barrio igual de asquerosas y feas, y a pesar de ello tenían novios que se seguían poniendo camisa los domingos […]. De lunes a viernes iban hechas un asco pero cuando llegaba el fin de semana y especialmente la feria o la Semana Santa, se calzaban tacones de plástico, apretaban sus piernotas dentro de medias de redecilla, y sin rubor paseaban esa pinta grotesca y necia que las hacía tan deseables de ser raptadas, ultrajadas, sacudidas contra el salpicadero de un coche mientras su cadenita de la virgen de nosécuantos hacía tin-tin, tin-tin”, explica sexista y condescendiente.

La novela así, tan existencial ella, parece deslizarse a un costumbrismo de las clases populares al estilo de la serie de televisión Aída. Sin duda, el narrador, consiguió escapar de tanta fealdad a través de la retórica. De hecho, yo creo que ese es el verdadero tema de esta novela: el ascenso social a través del lenguaje. Por eso habla tan pomposo. Es la marca de status del narrador respecto a los cutres vecinos de su infancia. La segunda novela de este autor lleva por título Nada es crucial. Se veía venir.

La fotografía de escritura cuneiforme procede de la página web www.historiadiseno.es

martes, 30 de agosto de 2011

Cuánto treinta ha habido en la existencia


Hubo un tiempo en que los 30 de agosto miraban hacia adelante. Eran el principio del futuro, un peldaño en el ascenso, a través de las edades. Hoy, sucumbo a la tentación numérica, y de pronto, ahora sí, este 30 de agosto mira hacia atrás. Un jalón en el camino, como todos los anteriores, pero en el que de pronto lo andado parece pesar más que ese futuro que tenemos por delante, que no parece ser ya ascenso. Tal vez falso llano, como dicen los ciclistas. Pero falso llano que desciende suavemente. Porque de pronto uno descubre que el futuro era esto. Exactamente esto, este momento que habitamos, esta circunstancia nuestra de ahora, esta noche sin estrellas y esos pueblos, luminosos, a lo lejos.

Hace 35 años mi padre me dijo que ya era mayor porque mis años ocupaban toda la mano. Lo recuerdo diciéndolo, y recuerdo mi mano extendida cuando me preguntaban la edad. “¿Cuántos años tienes?” Y mi padre, invariablemente, subrayaba lo inapelable. “Toda la mano”. Recuerdo mi mano, pero no. Recuerdo extenderla, pero si cierro los ojos sólo veo estas manos que teclean ahora febrilmente tanto tiempo después. No puedo ver aquella mano de niño, que era mía.

Los 30 de agosto eran el final del verano, la prolongación de las fiestas de Paterna, o parte de ellas. Hace 40 años era lunes. Lo sé con certeza porque yo nací un día del Cristo. “Un paterneret”. “Un coeter”. Decían amigos de mi padre cuyos rostros se me han borrado.

Los 30 de agosto había tarta y velas. No velas con número, esas llegaron mucho después a mi vida, sino velitas, una por cada año. Insensiblemente iban ocupando más extensión en la superficie chocolateada, y cada vez costaban más de apagar de una sola vez. Comidas familiares con mi padre, mi madre, mi abuela Rosa, mi tía, permanentemente vestida de monja. En alguno muy remoto, también mi tío. Es extraño pensar que de aquellas fotos, de aquel entorno protector y amable con tartas, velitas y regalos, solamente mi hermano y yo estamos vivos todavía. Todavía. Ese es el adverbio cuyo significado solo se comprende por completo el día que uno entierra a los padres.

Más adelante, mi madre nos dejaba elegir el menú de esa comida. Yo elegía mi plato favorito. Patatas fritas y magro. Así de simple. Pero no cualquier magro, sino aquel magro empanado por las manos de mi madre. Como el pan de los poemas de César Vallejo, tahona estuosa de todos mis bizcochos, ese magro empanado que nunca volveré a probar. Mi hermano, más sofisticado, cuando le tocaba el turno, elegía sepia y conejo al ajillo. Así se llegaron a fundir los dos deseos, y la combinación de ambos era el menú de los cumpleaños: sepia, conejo, patatas fritas y magro. Una salmodia infantil. Un comedor de sillas pesadas y cuadros grandes. La vajilla de las grandes ocasiones conteniendo esos manjares humildes.

Hubo un tiempo en que los 30 de agosto sumaban. Parecían jugar a nuestro favor. Y nosotros estábamos tan ocupados sumando, que no acabábamos de darnos cuenta de que a veces se nos colaban números negativos. Y de pronto, por ejemplo, un 30 de agosto alguien nos regalaba una toalla de playa azul, y al año siguiente ya no estaba. O alguien cocinaba sepia, conejo y todo lo demás, y al año siguiente había que cambiar de menú.

También, a veces, nuevos invitados acudían a esas comidas. Incluso nuevos cocineros se unían al equipo. Y el menú se renovaba. Algunos invitados nuevos, de hecho, tenían su propio menú, y habían de tomarlo en biberón. Al principio, claro. En la medida en que se hicieron habituales, comenzaron a unirse al menú general. Muchas comidas las hicimos a cubierto. Alguna, sin embargo, a la intemperie, entre las ruinas.

Hubo un tiempo en que el argumento de los 30 de agosto eran las comidas, y tratar de adivinar los regalos por la forma del paquete. Y escuchar los discos, en diferentes soportes, que invariablemente contenían algunos de ellos. Y acostumbrarse a la edad recién estrenada. Decírsela a uno mismo, y saborearla, probársela ante el espejo como un traje nuevo, que nos hace parecer mayores, pero también levemente disfrazados. Porque todas las edades parecen un poco ajenas al principio. Sobre todo éstas, éstas que son las que siempre tenían los demás.

Y de pronto, este 30 que nos parece más ajeno, como el 30 de otro. Más verdaderos aquellos, más reales, los de las velitas y las tartas, la patatas fritas y el magro empanado. ¿Cuántos años tienes? Toda la mano.

¡Cuánto 30 ha habido en la existencia!, como diría César Vallejo en un caso así, ¡Cuánto 30 ha habido en tan poco uno!

Tanto 30 para llegar hasta aquí. Y qué extraño, de pronto, después de tanto 30, éste.

martes, 7 de junio de 2011

Tomar la plaza


Han pasado semanas desde aquel 15 de mayo en que se abrieron las grandes alamedas. Desde entonces, he leído libros -que reseñaré- y nos han pasado cosas –que recordaré-. Entre ellas, he asistido a diversas asambleas de las que se han celebrado en la plaza del Ayuntamiento de Valencia, en la Plaza del Quince de Mayo, como les gusta llamarla a los que allí se reúnen.

Es pronto para saber en qué quedará todo esto. Ayer estuve en otra asamblea, y había mucha menos gente que en las primeras a las que asistí. Pero vaya donde vaya, y antes de que asome el desencanto –que no tiene por qué asomar, no tengo ganas hoy de ponerme fatalista- quiero escribir aquí que, pase lo que pase ahora, ha sido muy hermoso.

Recuerdo la primera vez que me acerqué al recinto de los acampados. Iba con mis hijos. De pronto se me acerca una chica y me entrega un folleto, una fotocopia de aire fanzine retro. En ella, una silueta en negro ondea una flor como una bandera. Y el lema: Mayo de 2011. La belleza está en la calle. En ese momento supe que todo me iba a encantar, con su aire primaveralmente retro, con su desparpajo provocadoramente ingenuo.

Y, en efecto, esa noche asistí a mi primera asamblea. Con la plaza llena a rebosar, ciudadanos cualquiera tomaban el micrófono y hablaban de cualquier cosa, compartían sus problemas, su vivencia vivida en soledad y ahora devenida en piedra de toque identitaria. Allí en la plaza había –habíamos- muchos otros con problemas iguales o equivalentes, y se extendía la sensación de solidaridad y reconocimiento. Una comunidad se estaba formando, y no era una convocatoria de un partido político clientelista, ni un evento publicitario, sino que estábamos hablando de los que nos pasa, de lo que nos han presentado como inevitable, todos juntos, de política en el mejor sentido de la palabra. Una madre soltera que comparte la imposibilidad de trabajar y cuidar de su hijo en una ciudad sin guarderías públicas, un trabajador de la televisión autonómica que comparte su frustración por trabajar en precario para el poder caciquil, un inmigrante ilegal acosado, una licenciada en paro. De pronto, alguien recuerda a su abuela que votó por primera vez en las elecciones de 1933. De pronto, alguien acaba su arenga llamando a la revolución. Fue todo muy hermoso. Nunca pensé que yo fuera a ver eso alguna vez durante mi vida en la plaza del Ayuntamiento de Valencia. Era como un sueño.

Ahora han pasado dos semanas, las acampadas siguen, las asambleas son menos populosas, y en su funcionamiento se detectan algunos síntomas de burocratización. Sin embargo, se plantean nuevas iniciativas y próximas movilizaciones. Y mientras tanto, se va perfilando un documento de mínimos que debe convertirse en el objetivo concreto en que centrar la lucha. Ahora es un poco menos espontáneo, tal vez, pero la reivindicación toma forma y se consolida. La sociedad civil ha vuelto. Y sigue emocionando escuchar hablar en la plaza de democracia directa, de artículos de la constitución, de educación, de urbanismo. Por un momento creímos que las conversaciones habían sido colonizadas para siempre por la banalidad. Y ahí está de vuelta la opinión pública, con cosas que decir, dispuesta a tomar el micropoder por las asas y a darle la vuelta. Y eso sólo ya es mucho. Habrá que seguir caminando, y a ver qué pasa.

De entre todas las cosas que me han llamado la atención de lo que he visto estas semanas en la plaza, quiero destacar dos. “El botellón no es revolución”, dice uno de los carteles que dan la bienvenida a los visitantes. En algún momento incluso se ha acentuado un poco demasiado la nota seria. A fin de cuentas el carnaval es en sí mismo subversivo. Pero es verdad que había que hacerlo. Para contrarrestar ese estigma puesto sobre la franja de edad que protagoniza, aunque no totalmente, la movilización. Ese estigma que en algún momento se asumió como rasgo identificador, como gesto de rebeldía sin discurso, sin llegar a percibir que ahí era donde se los quería poner, en un ocio alienado y alienante, vuelto sobre sí mismo, infantilizado y primario. Y las gentes de la plaza lo saben, lo enfrentan y lo invierten.

También me ha llamado la atención la proliferación de discursos, de textos escritos, manifiestos, lemas. Eso para los apocalípticos que decían que el sms acabaría con la escritura, que internet acabaría con los discursos. Me encanta el aire sesentero de la plaza, con sus cartulinas con lemas escritos en rotulador con caligrafía redondeada, los eslóganes ingeniosos y trabajadamente ingenuos o ingenuos a secas, los recitales de poesía, las arengas retóricas de algunos de los oradores, jóvenes incluidos. Y todo eso en una movilización capaz de crear un espacio wifi en las primeras horas. Una movilización digital es también una movilización analógica, por hacer el juego de palabras. Las cartulinitas de colores y las redes sociales cada una en su ámbito trabajando juntas. La palabra no ha muerto, la imaginación al poder, la literatura en la revolución, la revolución en la literatura. Ahí estamos, después de todo. Todo un poco retro, y al mismo tiempo revulsivamente nuevo. Porque estas generaciones se lo perdieron –nos lo perdimos-. Y ya nos iba tocando.

Y la plaza. Por supuesto la plaza. He pasado algún día entero con mis hijos en la plaza, como si fuera una plaza de pueblo. Ellos, jugando en los talleres que los voluntarios espontáneamente ofrecían. Yo, charlando con los conocidos que me iba encontrando. Y los niños que no se querían ir, y que preguntaban después cuándo volveríamos. La plaza de las mascletás reinventada como lugar de encuentro comunitario. Eso, en sí mismo, recuperar el centro de la ciudad como un lugar de encuentro para la gente; humanizarlo, vivirlo, ya es una revolución en sí mismo, y más en una ciudad como esta, que hipócritamente coloca bicicletas aquí y allí sin carriles por las que circulen, y que está diseñada para los coches. "Toma la plaza", es otro de los lemas. Sí tomémosla. Y no la soltemos. Porque la ciudad –las ciudades- son nuestras, de las gentes que las habitamos. Y no de los políticos corruptos que sólo saben de ellas el valor del suelo sobre el que están construidas.

jueves, 19 de mayo de 2011

De nuevo se abrirán las grandes alamedas


Uno de mis poetas favoritos, César Vallejo, escribió en un poema que cito mucho: “Un hombre pasa con un pan al hombro / ¿Voy a escribir después sobre mi doble?”. Uno reconoce a sus poetas favoritos porque siempre duelen cuando se leen, porque siempre uno tiene la sensación de que ya escribieron todo lo que uno quiere decir, o querrá decir en el futuro. En ese mismo poema, escribe: “Un banquero falsea su balance / ¿Con qué cara llorar en el teatro?

Esta semana pensaba que iba a escribir sobre mis visitas a Muro de Alcoy y a Alcoi, y sobre las fiestas de Moros y Cristianos. Lo quiero hacer. Lo haré en otra ocasión. Porque dan para mucho. Sobre la representación del otro, y sobre su incorporación a la memoria colectiva. Sobre ese paso que a veces se da, y que es una de las cosas que más me gustan de esas fiestas, entre representar al otro y ser el otro. Ser lo que uno imagina que es el otro. Pero eso ya es mucho. Y qué interesante resulta eso cuando el otro vuelve y se confronta –y es confrontado- con su propia representación.

Queda planteado. Lo desarrollaré.

Pero ¿cómo escribir sobre eso, cuando parece que algo se mueve a nuestro alrededor? Ayer y anteayer me acerqué a la Plaza del Ayuntamiento de la ciudad de Valencia para pulsar el ambiente. Porque de repente algo se mueve, y uno no sabe qué pensar.

El próximo domingo, salvo milagro, uno de los gobiernos no sólo más corruptos de España sino también más cínicos, será revalidado en el poder en Valencia, e incluso muy probablemente obtendrá más respaldo popular que en las elecciones anteriores. Todos llevamos semanas preparándonos para ese advenimiento, para la apoteosis del caciquismo, para lo que supone de confirmación de que la corrupción estructural ha maleado nuestra sociedad. Y lo que es peor, para confirmar que la gente es absolutamente permeable a sus discursos populistas y cree sus argumentos tramposos, sus sofismas baratos, y encumbra a quien se favorece de la crisis, y de las soluciones a la crisis, a quien organiza grandes eventos, y desvía fondos en el momento oportuno. A quien gobierna para sí mismo, para su red clientelar; para, como se decía antes de manera muy gráfica, la oligarquía.

Y de pronto, mira tú por dónde, y no se sabe salidos de dónde, aparecen esas multitudes que dicen no creerse nada. Que precisamente dicen que le han visto las costuras al entramado populista de argumentos circulares, y que quieren democracia real. “¿Esto cómo hay que leerlo?”, decía en estos casos una compañera mía de universidad. Pues vamos a ver. Porque enseguida se pone en marcha nuestra propia máquina de escepticismo. Nos hemos ilusionado tantas veces en el pasado por cosas que posiblemente hoy ya nadie ni siquiera recuerda...

Y algunos motivos para el escepticismo hay, porque si el movimiento ciudadano se traduce en abstencionismo el domingo, pues no habremos hecho nada. Casi al contrario. Los caciques serán más caciques y más poderosos. Aunque nos pueda quedar el consuelo de que los caciques estén perdiendo cuerpo social, de momento serán omnímodos, con todos los resortes del poder en sus manos. Y seguirán esquilmando las arcas públicas, y destruyendo paisaje y tejido económico, y degradando la educación, y abriendo más y más la brecha que separa a los ricos de los pobres, la calle Sorní de Marchalenes, los barrios residenciales en Godella de La Coma.

Pero hemos dicho tantas veces que no podíamos entender –o sí, lo que es peor- la pasividad de la juventud (y de la que no es tan juventud, de mi generación al menos para abajo) entregada atada de pies y manos a la lógica del mercado, a la ley de la competencia entre empresas, resignada a ser coste reducible para aumentar el beneficio empresarial, o sea, como decíamos hace muchos años (¡oh, palabra precisa!), la plusvalía, lo hemos dicho tantas veces, que ahora sí, ahora deseamos que de verdad hayan decidido no resignarse a acumular títulos (generando a su vez plusvalía a quien los expide), para tener trabajos precarios, con condiciones laborales insultantes.

Pero nunca hay que subestimar la capacidad de revulsión social de un voto. Y entonces, ante un movimiento aparentemente sin historia, me gustaría recordar que España soportó una larga dictadura, una purga social, un exterminio ideológico, porque los fascistas (llamémoslos así para entendernos) no pudieron soportar que la izquierda real hubiera ganado unas elecciones libres. Y que cuando esa dictadura abrió la mano, décadas más tarde, lo hizo mediante una voladura controlada, con marcas de desmemoria y de control social. Por ejemplo, la ley electoral. Por ejemplo, barreras electorales que hacen que haya que superar el 5% de los votos en todo el territorio valenciano para tener representación en el parlamento. Política de oligarquías. Y al final es lógico que las incipientes oligarquías políticas lo aceptaran. Como era lógico que las élites políticas y económicas acabaran por entenderse, y que se aceptara incluso a algunos recién llegados a la gran fiesta del mamoneo y la corrupción, práctica elegante, al menos desde los tiempos del Marqués de Campo o de Primo de Rivera.

Y eso es lo que más me ilusiona de todo lo que se está diciendo. Que se habla con claridad de reivindicaciones que ya casi parecían olvidadas: cambio de la ley electoral, democracia directa, listas abiertas. Y que, aunque no los llamen así, hablan de esos viejos “poderes fácticos” que tutelan, controlan y limitan la democracia. Porque el movimiento es nuevo, pero, a pesar de la confusión, dice algunas cosas muy sensatas, y muy coherentes. No sólo con la situación actual, sino también, quien lo iba a decir, con la historia.

Crucemos los dedos y vamos a ver. La primavera es una estación propicia a la esperanza.

La fotografía está extraida de valencia.democraciarealya.es

lunes, 2 de mayo de 2011

Naves en llamas más allá de Orión


El primer libro que terminé estas vacaciones de Pascua fue Lágrimas en la lluvia, de Rosa Montero (Seix Barral, 2011). Desde que supe de su título, tuve ganas enormes de leerlo, y para ambientarme, volví a ver una vez más la mítica Blade Runner (Ridley Scott, 1982), de donde está extraído. De hecho, ahora mismo me vienen unas ganas locas de reproducir las palabras famosas del replicante, pronunciadas ante la soledad del universo, mientras la lluvia resbala por su rostro perfecto, desfigurado sin embargo por el terror a la nada inminente.

La novela de Rosa Montero es una variación sobre la película, en un Madrid de principios del siglo XXII. Existen los replicantes, y han sido bautizados así en homenaje a la película. La protagonista, Bruna Husky, es uno de ellos, y deberá enfrentarse a un complot que pretende lanzar a la opinión pública en brazos de un partido de ultraderecha, que tiene como principal punto de su programa el exterminio de los replicantes. La demagogia, la satanización del otro, los perfiles de los políticos supremacistas, como se llaman en la novela, son plenamente reconocibles. Ojalá siempre haya para salvarnos una detective como la protagonista, acosada por fantasmas interiores (esa cuenta atrás que la lleva inexorablemente a su desaparición), pero decidida y resolutiva.

A veces me irritó un poquito en la novela esa necesidad que tiene el narrador de contarlo todo: incluso llega a citar la secuencia de la película, por si algún lector poco avispado no la ha reconocido. Sin embargo, la disfruté. Me interné en su trama diáfana con su narrador clásico, y me dejé llevar.

Pero con su ligereza tan de agradecer, la novela plantea temas que dan mucho que pensar. Los más evidentes, los ya mencionados. Por un lado, la posibilidad de un futuro con una ultraderecha rediviva. Y no solo, porque las colonias extraterrestres del Estado Democrático del Cosmos y Labari, plantean como alternativas no menos inquietantes, una suerte de neo-estalinismo y un nuevo integrismo religioso. Y, por otro, esa tortura existencial, esa consciencia de su finitud, que torna especial a Bruna, y la equipara al replicante de la película. Pero Rosa Montero se complace casi en imaginar un mundo completo, al detalle, y en apuntar, como la mejor novela de ciencia ficción, muchas líneas posibles hacia las que tiende nuestro presente.

Así, quería quedarme en esta entrada como ejemplo con dos apuntes particularmente brillantes. Uno, que si los habitantes de la tierra quieren respirar aire no contaminado, deben pagar un impuesto. El aire contaminado es gratis. Imposible no pensar en la televisión, claro. Y también en los productos ecológicos, certificados y garantizados, que convierten en un suplemento que hay que pagar caro precisamente la garantía de la naturalidad, de la ausencia de contaminación. Paradójica modernidad, que convierte en valor de mercado la ausencia de los aditivos que esa misma modernización acarreó. Y que, a partir de ahí, renueva la jerarquía de las clases sociales.

Y la otra, que para los replicantes sea una droga el consumir memoria. Memorias que se aplican, y de manera instantánea acceden a un pasado diferente, a una identidad diferente. Son otros porque recuerdan haber sido otros. Y en ellos es especialmente fácil porque los recuerdos de su infancia son particularmente fantasmagóricos. La identidad líquida famosa, convertida en objeto de consumo, en droga poderosa. Y, en la novela, todo comienza a deslizarse hacia el caos cuando alguien introduce en el mercado una partida de memorias adulteradas.

Y es que todas las memorias tienen algo de ficcional, pero no todas las memorias son iguales. Y las memorias adulteradas son especialmente nocivas para las sociedades que las consumen. Pensaba en ello, al recordar algunas de las cosas que los medios más cavernarios de la derecha española han escrito estas semanas pasadas con ocasión del aniversario de la Segunda República. Estoy pensando en Pío Moa, y otros adulteradores de memorias por el estilo: memorias adulteradas, introducidas en el mercado por los herederos de los desestabilizadores y los exterminadores de aquel ilusionado intento de democracia y justicia social. Y, no olvidemos que, como nos narra con mucha amenidad la novela, las memorias adulteradas, al final, siempre acaban beneficiando a los supremacistas.

(El fotograma de Blade Runner procede de www.blade-runner.it)

martes, 19 de abril de 2011

Tlatelolco


Son aproximadamente las 18 horas y diez minutos del miércoles, 2 de octubre de 1968. El ambiente en la plaza de Tlatelolco, en el centro de la ciudad de México, es todavía tranquilo. La plaza está muy animada. El mítin convocado por el movimiento estudiantil está a punto de acabar. Uno de los oradores ha comunicado que se ha suspendido la marcha que debía comenzar a continuación. De pronto, el helicóptero militar que sobrevolaba la plaza lanza bengalas. La multitud las mira con expectación durante un segundo.
Estos días he estado leyendo La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska (Era, 1971, aunque mi edición es la de 2009), para una de mis clases en la Universidad. Y otra vez he tenido la sensación de estar allí, en ese instante decisivo, tal es la ilusión de inmediatez que este libro admirable produce.
Después de las bengalas comienzan a escucharse disparos, y la multitud echa a correr despavorida. “No corran, compañeros, son salvas”, grita alguien. Pero no son salvas. La multitud corre intentando salir de la plaza sólo para encontrar que el ejército espera en todas las salidas, disparando ráfagas de ametralladora. Intentan salir, vuelven a entrar para volver a encontrar más soldados que abren fuego sobre los cuerpos en movimiento. Desde uno de los edificios, francotiradores militares disparan también. El helicóptero ametralla también desde el aire. La plaza se va llenando de cadáveres, de cualquier edad, que vuelven a cobrar rostro e identidad en los relatos de los testigos, como Julio Salmerón, por ejemplo, estudiante de secundaria, de quince años, muerto cuando trataba de protegerse, agarrado de la mano de su hermana mayor.
Mientras leía, el mundo en torno desaparecía. Volvía a estar en 1968, tres años antes de mi nacimiento, en una ciudad que nunca he visitado. Escuchaba las voces, imaginaba las consignas, las asambleas. Sentía una profunda empatía con aquellas víctimas. Y eso lo consigue la autora con un aparentemente sencillo acto de escritura. Escribir es aquí montar testimonios, ceder la palabra. La narración es el hilado de las voces, las sutiles repeticiones, los pequeños estribillos, las diferentes versiones de un mismo hecho, las perspectivas diferentes sobre fragmentos de aquella plaza en caos. Una vez más, y lo hizo otras veces, Elena Poniatowska maneja con soltura procedimientos que se convertirían en habituales en la literatura (y, sobre todo, en los documentales audiovisuales) décadas después.
Un detalle me ha llamado la atención en esta lectura. Entre otras muchas cosas, Poniatowska reproduce de manera inmisericorde los titulares de la prensa del día siguiente, y muestra el papel que tuvo en todo aquello, y en la pasividad social posterior. La práctica totalidad de los periódicos mexicanos reproducen las informaciones ofrecidas por el gobierno, y habla de tiroteo con terroristas. Recuerdo entonces otro texto latinoamericano que he trabajado hace poco en otra clase, “Un domingo de Lilianne”, una de las Falsas crónicas del sur, de Ana Lydia Vega (Universidad de Puerto Rico, 1991), en que recrea la Masacre de Ponce, ocurrida en esta ciudad en 1937. También en esta ocasión el ejército disparó sobre una multitud desarmada. También en esta ocasión inventaron una agresión previa a la que respondían.
Todas las masacres decretadas desde el poder del estado se parecen: pensaba también en la plaza de Tiananmen en 1989, en el domingo sangriento de Derry en 1972. En todas, sorprende la premeditación, que a pesar de la confusión de los momentos en que sucedieron, todo, los movimientos de tropas, la disposición estratégica, cada detalle, se había encaminado a que sucediera exactamente lo que sucedió. En todas, el estado parece levantar un velo, y liberar la barbarie que sostiene la “civilización”, de la que hablaba Walter Benjamin, y que ya he citado en otra entrada de este blog. Por un momento, muestra su rostro feroz tras la corbatas y las ruedas de prensa, es un carnaval de violencia en que un soldado puede –con el estado de su parte- complacerse en apuntar a un adolescente que corre, y seguir disparando sobre él tras derribarlo.
Después, cuando la fiesta de la violencia acaba, se borran las pruebas, y el mismo poder del estado escribe el relato de lo ocurrido, y lanza a los propagandistas a cubrir las espaldas de los asesinos. Y la prensa viene entonces a certificarlo, a hacer de colaboradora necesaria, a extender la versión oficial. Para que todo continúe como si nada hubiera pasado, para que los Juegos Olímpicos puedan comenzar y las multitudes olviden la sangre, como en México en 1968, la cubran con una interpretación complaciente, piensen que ellos se lo buscaron. También esto tienen en común todas estas masacres: que el poder del estado, después de perpetrar el crimen, convierte a las víctimas en culpables.

martes, 12 de abril de 2011

Benimaclet, abril de 2011


Uno nota que se está haciendo viejo por pequeñas señales, poco llamativas, sin nada de épica, que no tienen nada que ver con las canas en las patillas, o sentir en las piernas una caminata. La primavera, en ese sentido, es ambivalente. Rejuvenece, sí. El mundo es joven. Pero de pronto uno se siente mirando esa juventud desde fuera.

Estos días he vuelto a sentir alguna de esas sensaciones. Y he percibido con claridad que hay algo peor que sentir que te haces viejo, y es sentir que te haces viejo siendo de izquierdas en el País Valenciano (a mí me gusta seguir llamándolo así, y eso es sin duda otro gesto que delata esa anacrónica condición).

Pongo un ejemplo. Me refiero a una permanente sensación de dejà vu: es a lo que se refería Bob en el cuento de Juan Carlos Onetti con precisión malvada cuando decía que no hay “ya experiencias, nada más que costumbres y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas”. Pero tampoco es exactamente eso, sino percibir las cosas en su transcurrir, como un instante en un proceso lento de desgaste.

Por ejemplo, estoy en un concierto de Obrint Pas, en Benimaclet y me veo a mí mismo con quince años menos. Detecto que Xavier Sarriá y Miquel Gironés, los líderes, tienen también también quince años más, y el inconfundible aire familiar y entrañable de los profesores de valenciano. Percibo en sus letras nuevas, en la reiteración de su combativa esperanza, un leve regusto de melancolía. Y a mi alrededor, algunas personas de mi edad y un montón de jovencitos que parecen exactamente los que asistían conmigo a los conciertos de hace quince años. Y de pronto, la certeza de que esos chicos son otros… que eran niños pequeños hace quince años… Y unas preguntas… ¿Cuántas de esas rebeldías se agotan en el gesto de bailar ska desaforadamente, o formar un círculo perfecto entorno a unas bolsas de plastico que contienen alcohol de garrofón? ¿Era así la mía? ¿Cuántos de ellos volverán a un concierto similar dentro de quince, de veinte años, y se harán estas mismas preguntas? ¿Cuántos votarán entonces al PP, y vivirán en chaletitos del extrarradio parecidos a los de sus papás, o en sus equivalentes globalizados? Y otra pregunta todavía más inquietante: ¿Por qué había tan poca gente de esa franja de edad en la manifestación contra la corrupción de la semana anterior?

Pongo otro ejemplo, ahora de cómo el mundo parece ser un palimpsesto, como las cosas parecen sobrescritas sobre las de antes, más nítidas en su condición irrecuperable. El sábado, también en Benimaclet, escucho un concierto de Feliu Ventura. De Feliu. Todo el tiempo siento la emoción a flor de piel. De pronto canta “que no s’apague la llum / que no vacil.le mai més./ Construïm un país de llums enceses”. Se me humedecen los ojos. A mi lado, a un viejo amigo, se le humedecen también… Me conmueve mucho el contraste entre lo que canta, esa promesa de pervivencia, y lo que obstinadamente no puedo dejar de ver. Recuerdo otros conciertos del pasado en esa misma plaza, por ejemplo los míticos carnavales de Benimaclet de los primeros noventa. Recuerdo algunas noches en el bar Glop. Y miro a mi alrededor. La gente tiene mi edad, algún año menos, algunos años más. Veo caras conocidas. Algunos niños corretean ante el escenario. Echo de menos a mis hijos. La voz de Feliu, desde su timidez, desde su suave melancolía, desde su temblor que sin embargo tiene voz y volumen, es una banda sonora perfecta. Somos más viejos, y aquella luz de la canción vacila. Somos más viejos y somos menos.

Definitivamente, el futuro era una estafa.

miércoles, 6 de abril de 2011

Ejercicios prácticos de nueva taxidermia


Una de las razones por las cuales me decidí a leer La nueva taxidermia (Mondadori, 2011) es que su autora, Mercedes Cebrián, nació el mismo año que yo. Buscaba guiños y complicidades generacionales, y alguna encontré. No sólo porque los personajes protagonistas fueron jóvenes más o menos en los mismos años que yo, sino porque el imaginario del libro, las preocupaciones que le dan sentido, no me resultan en absoluto ajenas.


De hecho, mientras leía era inevitable pensar en sesiones de taxidermia contemporánea paralelas a las que el libro propone. Está compuesto de dos relatos. El primero “Qué inmortal he sido”, está protagonizado por una supuesta decoradora dedicada a recomponer arqueológicamente en su casa los espacios del recuerdo, algunos lugares en los que fue feliz: la habitación de su primer novio, o un apartamento muy de moda a cuya inauguración asistió unos años atrás y que parecía ser la cifra perfecta del triunfo.


Y claro, uno piensa inmediatamente en qué espacios le gustaría recrear: por ejemplo, una habitación de niño, cuidadosamente desordenada, con, entre otras cosas, una pegatina con el anagrama del transbordador espacial Challenger, optimistamente ignorante del futuro, que habían regalado con una de las revistas insospechadas que leía mi madre, y un calendario alargado de tela del año 1982 que mi padre clavó con una chincheta en la puerta del armario y que le sobrevivió varios meses. Me recuerdo a mí mismo mirando ese calendario desde la cama y pensando que la persona que lo había colgado ya no estaba, y que yo nunca sería capaz de descolgarlo aunque acabara el año. Por supuesto, un día, no recuerdo cuál ni cómo, se cayó al suelo. La habitación recreada incluiría ese calendario fuertemente fijado.


En el segundo relato del volumen “Voz de decir malas noticias”, la protagonista, cansada de no decir nunca lo que realmente piensa, de no poder expresar sus verdaderos deseos, decide fabricarse tres grandes muñecos hiperrealistas, que maneja como un ventrílocuo y que representan las personalidades acaso deseadas y que ella nunca pudo tener. Hablan por ella a la clientela de su tienda, en el banco, incluso a sus padres. Puede esconderse tras ellos, y dejarlos hablar, ser brillantes, insolentes, protestar, insultar incluso. Y, claro, uno puede pensar en qué muñeco nos permitiría decir eso que siempre quisimos decir y nunca dijimos del todo, o no dijimos en absoluto, la sensación de impunidad en los espacios públicos, ser el que se piensa que se es en soledad y que en realidad nadie conoce y que por ello tal vez en realidad no es. Yo, por ejemplo, muy a gusto me llevaría uno –o dos diferentes- a los Consejos de Departamento.


Es verdad que por momentos, durante la lectura, pensaba que este libro estaba pidiendo a gritos ser el objeto de una comunicación en un congreso sobre literatura postmoderna. Y no estoy demasiado seguro de que eso sea una cualidad. Sin embargo, es un texto que recoge bien algo de lo que se llamaba el aire de época, y que por eso nos interpela, como lo hace ese pedazo de chocolate a medio comer encontrado en un bolsillo de un viejo abrigo escolar que encuentra la primera protagonista. Interpela, y provoca, y después nos corta la retirada.


Porque al final los espacios recreados nos acabarían expulsando al hacer evidente que son sólo eso, una recreación escénica fuera del tiempo habitada por un extraño. La materialidad de los objetos que copian necesariamente tiene una textura distinta a la del recuerdo. El hecho de que el calendario de tela no pueda caerse es la prueba más evidente de que no lo clavó en la puerta la misma mano que el original, perdido para siempre.


Y, además, porque los muñecos que hablan por nosotros, no serían en realidad nosotros. La transferencia es entonces una suplantación, la multiplicación de los portavoces convierte al sujeto en un lugar vacío, y constituye una forma de huida, como la que emprende la protagonista del segundo cuento a través de la puerta de emergencia de un restaurante cool. Sería una identidad por catálogo, profundamente insatisfactoria, en la que el último gesto del sujeto es la elección de las máscaras tras las que desaparecer.


(La fotografía de doña Rogelia procede de riosil-laciana.blogspot.com)


martes, 29 de marzo de 2011

El faro por fuera


Uno de los últimos libros que he leído es El faro por dentro, de Menchu Gutiérrez (Siruela, 2011), y tengo que confesar que me he aburrido bastante. Puesto que es un libro lleno de gestos de alta literatura, sin duda la culpa debe de haber sido mía. En cualquier caso, me interesó más el breve texto inicial que le da título, y que cuenta –o está escrito desde- los últimos días de la autora-narradora en el faro que habitó. De la nouvelle que completa el volumen, “Basenji”, ambientada también en un faro he aprendido básicamente que destilar alcohol para consumo propio es una práctica poco recomendable y que los perros que no ladran dan bastante mal rollo.

Sin embargo, de manera lateral, este libro me recuperó mi propia relación con un faro, el de la playa de Canet d’En Berenguer: algunas tardes de finales de los años 70 y los años 80, en que era el destino de los paseos estivales: con mis padres, primero; sólo con mi madre, después. Más tarde en bicicleta, con mis amigos de verano: al principio una roja, bastante pesada, de la marca G.A.C., con un sillín mullido que recordaba al de un ciclomotor, y que posiblemente es lo que le daba el pomposo nombre de Motoretta; más tarde con una flamante bicicleta de carreras de diez marchas. Aunque entonces el faro era ya apenas una etapa inicial de mis ambiciosas excursiones, en aquellos años felices en que creía –en algún caso contra toda evidencia- que los ciclistas corrían el tour sin doparse.

Recordar aquellos paseos es recordar caminos de huerta entre naranjos, sinuosos y verdes. A veces, parábamos para comer moras. Esa era precisamente la belleza popular de la playa de Canet, que los campos de naranjos se prolongaban prácticamente hasta el mar, hasta aquel mar de clase media, hacia aquellos veranos azules con sintonía televisiva de silbiditos. Y en el medio, como referencia, aquel faro que hablaba de travesías marítimas surcadas por grandes y misteriosos barcos, que nos recordaba que al otro lado de nuestros baños, que más allá de la “playeta” en la que hacíamos pie hasta muy adentro, había otras orillas.

Hoy el faro está en plena zona urbanizada, en el medio de un paseo. Junto a él, uno de los bloques de apartamentos está acabado, aunque vacío. No muy lejos, un par de edificios que se quedaron a medio construir. Sigue lanzando su chorro de luz, como si nada hubiera pasado, pero ya no lo hace por encima de los naranjos, sino de la arquitectura apresurada de nuestra costa, extendida a lo largo de innumerables filas paralelas. El Hostal Chispa, no muy lejos, eso sí, se ha convertido en Hotel.

Pero lo peor de la fealdad de Canet es que, en este caso, la fiebre recalificadora no tuvo su origen en un ayuntamiento del PP. Y ello me pone un poco más difícil creer en la condición humana, o, simplemente, en que este rinconcito del Mediterráneo llamado Valencia pueda tener arreglo.

(La fotografía del faro de Canet d'En Berenguer procede de la página web pictures.todocoleccion.net)

martes, 22 de marzo de 2011

Barrio Lejano


He leído muchos libros en un año. En eso sí me he mantenido constante. Y esa es precisamente una de las razones por las que entré en ese círculo vicioso que me llevó a abandonar el blog. ¿Por dónde empezar a volver a reseñar? Y, bueno, como todas las trampas que nos ponemos para no hacer lo que nos proponemos hacer, era un falso dilema. La respuesta era tan sencilla como esta: por el primer libro que me viniera a la cabeza de entre todos los leídos y no reseñados.

Y ese no es un libro ni poesía ni una novela. Bueno, una novela sí: una novela gráfica, un clásico del manga: Barrio lejano, de Jiro Taniguchi. El libro más conmovedor que he leído durante esta travesía del desierto. Y, precisamente, la historia de un regreso.

Un hombre de cuarenta y muchos visita al equivocarse de tren su pueblo lejano, en el que pasó su infancia. Ante la tumba de su madre, se desvanece. Cuando recobra el conocimiento vuelve a tener catorce años, ha vuelto atrás en el tiempo, es un adolescente, pero conserva su consciencia de adulto. Y vuelve al año en el que sabe que su padre desaparecerá, abandonará a su familia, un hecho traumático que nunca llegó a comprender.

¿Es posible cambiar el pasado? El protagonista, Hiroshi, lo va a intentar. Y, en algunas cosas, aparentemente lo conseguirá. Será más popular que en su primera adolescencia, y tendrá la novia que siempre soñó tener. Es lo que pasa. Si pudiéramos volver a vivir la adolescencia con todo lo que sabemos ahora... Cuántas veces hemos pensado eso. Qué breve es la juventud, y qué desaprovechada nos parece cuando la recordamos ahora. Y qué irrecuperable.

Pero además, descubrirá el misterio de su padre, la razón de su abandono. E intentará impedirlo. Y fracasará. Y el pasado se repetirá como fue. Inexorablemente. Porque el pasado puede llegar a entenderse, pero no a cambiarse.

Es una historia muy hermosa, impecablemente narrada, con unos dibujos sobrios, expresivos, cercanos. Una novela gráfica, sensible y delicada, que recomiendo mucho en estos días además en que Japón se siente más cercano que nunca. Un delicado golpe en el hígado que duele mucho tiempo después de haberse recibido.

Volver, con la frente marchita


Hace más de un año que abandoné el blog. Irónicamente lo hice con una entrada en la que anunciaba mi regreso. Sin duda, su final era demasiado optimista. Declaraba clausurado el tiempo de la destrucción, como si las cosas funcionaran así. Se declara y ya está.

Y de pronto, ayer, me encuentro un comentario anónimo a esa entrada: "Me alegro de que hayas vuelto". Así, simplemente. De que haya vuelto. Y la pregunta claro es ¿A dónde he vuelto? ¿Y desde dónde?

Irónicamente, una de las cosas que debo hacer esta tarde es escribir un párrafo que clarifique los objetivos de un artículo académico. Al parecer, al comité de la publicación no le han quedado claros, y los quiere al principio. Supongo que de lo que se trata es de algo que evite tener que leer el artículo completo. Y lo tendré que hacer, claro. Puedo incluso hacer un borrador ahora. Porque el artículo habla de regresos. En concreto de los relatos del regreso a España desde el exilio que escriben Max Aub, Francisco Ayala y Arturo Barea. Todos los textos que reviso han sido escritos antes del regreso efectivo, excepto uno. Y lo curioso, al leerlos seguidos, es que éste, La gallina ciega, de Max Aub, parece seguir el guión trazado por los anteriores. Hasta las sorpresas y los desengaños han sido anunciados por los regresos ficticios de personajes anteriores. La vida del exiliado es una larga preparación para el regreso, aunque este no llegue a producirse nunca. Y esa es precisamente una de las constataciones de todos estos textos, que en realidad nunca se vuelve del todo porque ya no existe el lugar de partida, y no es tampoco el mismo el viajero.

Y entonces resuena la voz de Daniel Viglietti cantando “los exilios de sí mismo”. Y uno se pregunta entonces si eso que pasa con los exilios sucede también con las deserciones.

Además, acabamos de quemar las fallas. Para mí las fallas son un regreso a la infancia, porque todas las noches de San José son la misma noche, todos los fuegos el fuego, como diría Julio Cortázar. Y también la noche de la plantà, los colores nuevos de los ninots en la madrugada. Y por ahí, entre las calles del barrio, del barrio lejano (y ahora la referencia es a Jiro Taniguchi, a un cómic al que le debo una entrada, porque lo tengo clavado muy adentro desde que lo leí), de repente uno cree entreverse. Porque a las fallas las agujerean para que respire el fuego. Y por eso, después, arden mejor.

Hace más de un año empecé a volver al blog. Pero el camino está resultando largo. No importa. Porque el viaje a Itaca fue también un viaje de regreso. Y al final, volver, si ello es posible, solo se hace con la frente marchita.