Acabo de terminar la lectura de El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim (Edicions de Ponent,
2010): un extraordinario libro de cómic, una conmovedora novela gráfica.
El 4 de mayo de 2001, un anciano de noventa años se suicidó
arrojándose desde la cuarta planta de la residencia en la que vivía. Ese
anciano era el padre del guionista, Antonio Altarriba. “Puedo igualmente
asegurar que, aunque parecieran unos pocos segundos mi padre tardó noventa años
en caer de la cuarta planta”. El libro recorre esos noventa años: cuantas
renuncias, derrotas, humillaciones, hicieron falta para llegar hasta ese
instante último.
Antonio Altarrriba, nacido en un pueblo de la provincia de
Zaragoza, creyó en la utopía anarquista durante su juventud. Miliciano en la
Guerra Civil, hizo la revolución, y la guerra, y perdió ambas. Exiliado en
Francia, acabó haciendo otra guerra más, y, ganándola, acabó perdiéndola
también en la paz. Después el estraperlo. Primero en Francia. Después, de
regreso, otra vez en España. Una de las cosas que aprenderá en su vida es que
una de las consecuencias de la derrota es el envilecimiento. El dinero lo pudre
todo, pero es algo más. Es la soledad, el aislamiento, el silencio, la
convivencia constante con la prepotencia de los vencedores. La constatación una
y otra vez de que los malos siempre ganan. De que el premio a la renuncia, a la
traición, es el éxito económico y social. La coherencia, la integridad, es el
patrimonio escasamente consolador de los perdedores.
La novela conmueve. Por la historia, por el texto, por los
dibujos de Kim. Por la amargura profunda que parece ser hija de la lucidez.
La leo, la miro, en una noche de abril de 2012. En una
España defectuosamente democrática (y monárquica) entregada al desmantelamiento de derechos, que hasta hace poco nos
parecían a muchos insuficientes, y que sin embargo parecen ahora mismo
irrecuperables. Con saña e impunidad, con prepotencia y desprecio, se destruyen
en semanas cosas que llevó décadas consolidar. La sociedad asiste con
pasividad a la privatización de la sanidad, al acoso a la enseñanza pública, a
la elitización de la enseñanza universitaria. Los gobernantes al servicio de
las grandes empresas prosiguen sin vacilación con la implantación de la agenda
neoliberal. En el horizonte, al borde del 25% de paro, la polarización social, la
proletarización de las clases medias, la conversión de la cultura en patrimonio
de clase.
Las derrotas siguen, entonces. El dinero lo pudre todo. Una
sociedad apenas repuesta de 40 años de fascismo, que, sin embargo, se soñó
repuesta, se entrega atada de pies y manos. Una sociedad civil se resigna a
entregar derechos. Despierta de su sueño de opulencia imaginaria, y, vuelta a
la realidad, se encamina a la miseria colectiva, a la intemperie, sin ofrecer
resistencia. Ayer, sin embargo, vi un Ferrari acelerando al ponerse en verde un
semáforo, cerca de la universidad. Los señoritos, los vencedores de siempre, se
chulean prepotentes mientras nosotros nos aferramos a nuestros empleos
precarios, y ellos se garantizan que los hijos de sus empleados no entrarán ya
en la Universidad. Subiendo las tasas, sí. Pero también, y antes, degradando la
educación pública hasta extremos inimaginables.
Cuántas derrotas todavía. Y cuánta pasividad. El precio de
la derrota es la humillación. Y el envilecimiento. El precio de haber querido
volar y no conseguirlo es una caída de cuatro pisos sobre el asfalto.
¿Dejaremos alguna vez de perder? De Mississipi a Madrid.
Memorias de un afroamericano de la Brigada Lincoln, de James Yates (La Oficina, 2011) es otro libro que me ha emocionado poderosamente en
estos días. Y, hermoso y verdadero, es también la crónica de muchas derrotas
encerradas en el lapso de una sola vida. En él, sin embargo, leo: “Algunos días
se pierde y otros se gana. Y, entre tanto, progresos, retrocesos, ataques y contraataques.
Pero de algo estoy seguro: el enemigo no puede ganar siempre. Igual que sale el
sol, la gente continuará levantándose y luchando por la dignidad humana y la
libertad”.
Contra toda evidencia, entonces, decido aferrarme esta noche
todavía a esa esperanza. No puede ser que todo se venga abajo así, sin más. No
puede ser que tantas derrotas acumuladas durante generaciones hayan sido en
vano. No puede ser.
(La portada de El arte de volar procede de www.edicionsdeponent.com. La fotografía del campo de concentración de Saint Cyprien de todoslosrostros.blogspot.com.es)