He leído no sólo con interés, sino también con placer, La corona hecha trizas, el ensayo de José Carlos Mainer sobre la literatura española entre 1930 y 1960 (Crítica, 2008). Porque, cosa rara en un texto académico español, es un ensayo agradablemente escrito, estimulante, entretenido, y con inteligentes dosis de ironía.
Me han interesado particularmente los ensayos en los que hace un ajuste de cuentas generacional con la literatura fascista y su épica ramplona. Por ejemplo, y en la sección dedicada a las novelas escritas sobre la peripecia de la División Azul, me encuentro con una reseña de Campaña de Rusia, los cuadernos de Dionisio Ridruejo, uno de los escasos buenos escritores franquistas, finalmente publicados en 1978 y que fueron escritos durante su experiencia en el Frente Oriental durante la Segunda Guerra Mundial. Y es de una cita de estas anotaciones de un fascista ideológicamente sólido de lo que quería hablar.
En un momento, hace referencia a los grupos de judíos con los que se cruzaban y que eran trasladados por miembros de las SS hacia el lugar de su deportación o su exterminio. Y hay un momento en que él, fascista convencido, no puede evitar la compasión: “pienso –mientras siento una gran piedad- que una cosa es la comprensión de la teoría y otra la de los hechos”. Rápidamente añade: “comprendo la reacción antisemita del Estado alemán. Se comprende por la historia de los últimos veinte años. Se comprende –aún más hondamente- por toda la historia”. Poco después se apresta a aclarar con sospechoso énfasis que “aunque sólo tengo vagos datos de la persecución, pero por lo que vemos es excesiva”. Ya se sabe que después nadie sabía nada de nada. Aunque todos dejaban hacer. Pero Ridruejo va más allá y consigue alejar de sí toda su compasión inicial de un manotazo retórico: “entre nosotros estas columnas de judíos levantan tempestades de conmiseración en la que, por otra parte, no se incluye simpatía alguna. Acaso, en conjunto, nos repugnan los judíos” (p. 247).
Estas citas nos permiten desde luego rescatar la calaña de Dionisio Ridruejo en una época en que se viene a destacar más su distancia posterior del franquismo e incluso sus contactos con la oposición democrática. Estas frases, como diría mi amiga Mónica Oltra, son una canallada. Y retrata al que las dice como un canalla.
Pero me interesa mucho el gesto, las fases del gesto. Él, un fascista convencido, atiborrado de ideología, se ve sorprendido por su propia compasión ante el rostro del supuesto enemigo convertido en unas pobres gentes indefensas de camino al matadero. Y lo que hace es conjurarla mediante una nueva dosis de ideología, volviendo a convertir a esos seres humanos con los que se cruza en abstracciones condenables de manera genérica al exterminio. Los deshumaniza. La ideología –el racismo- le sirve para ello.
Dionisio Ridruejo era un hombre culto, pero eso, en 1941, no le convirtió en mejor persona. De hecho, le sirvió para anestesiarse respecto al dolor ajeno, para consolidar su indiferencia y convertirse en cómplice.
Posiblemente mi estupor de esta noche es un resto de ingenuidad. Pero aterra comprobar una vez más como la cultura –al servicio de la ideología- puede ser un largo rodeo para acabar desembocando en la barbarie. O su adorno retórico. O su legitimación. Ya lo dijo Walter Benjamin.
Y una vez más, entonces, me acuerdo de Max Aub (La gallina ciega, Alba, 1995, p. 509): “Para mí un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales”. Y no convertir a las (otras) personas en abstracciones (por ejemplo, los judíos, pero también, hoy, en España, los inmigrantes) es una cuestión moral. O, mejor todavía, una cuestión de ética.