Hace muchos años, empecé a leer Señas de identidad, de Juan Goytisolo (1966), y no lo acabé. Era muy muy joven. Creo que no tenía ni 20 años, y me había hecho una lista de novelas imprescindibles que debía leer. Esta, sin embargo, se me indigestó. Y ahí se quedó, de estantería en estantería, mudanza a mudanza, hasta hace un par de semanas.
No fue una lectura escogida exactamente por placer. Tiene que ver con un articulito que ando escribiendo para ver si le gusto a la ANECA, pero ese es otro tema del que no me apetece hablar en este blog. El caso es que pensé que no podía seguir por ahí sin haber leído Señas de identidad y me dispuse a leerlo como hago con los libros que pienso que se me pueden eternizar, asignando una cantidad razonable de páginas a cada día.
Sorpresa. Me ha gustado. Me ha gustado mucho. Y no sólo eso, sino que he disfrutado leyéndolo. Incluso en algunos momentos lo he leído con emoción. Eso deben de ser cosas de la edad.
Sí, es cierto. Todo el libro es un demorado ejercicio de liberación de esas señas de identidad. Es verdad que Álvaro Mendiola es un pijo individualista y exquisito, no exento del dilettantismo del que hablaba en otro lugar, que, finalmente, se sacude el polvo de España de los zapatos y se lanza liberado por el ancho mundo, desasido de la “España cerril de las fallas y los San Fermines”. Sí es cierto. Si hubiera podido acabarlo a mis 20 años no me habría gustado. Tenía que hacer algunas travesías del desierto antes, que pagar algunas deudas simbólicas, y superar algunas culpas. Por tener, hasta tenía que ser presidente de falla, no cerril, pero obcecado.
Sin embargo, ahora... Cada libro tiene un momento. Que nos guste o no depende en parte de si nos cruzamos con él en el momento adecuado. Como las personas, por otra parte.
Álvaro Mendiola es todo eso... Se larga finalmente dando un portazo. Pero, ¡Cuánto dolor hay en el gesto! ¡Cuánto amor antes de la ruptura definitiva! ¡Cuánta voluntad de amar! ¡Y cuánta impotente solidaridad con los perdedores, de los que forma parte!
En cierta ocasión, contempla en un tren el reencuentro entre una hija, española, emigrada o exiliada, y su madre, tras dieciséis años. “Cuando la desesperanza humana te abrumaba más fuerte que de ordinario –escribe inmediatamente después- (lo que últimamente te acontecía con cierta frecuencia) la evocación de la madre y la hija, del encuentro de la madre y la hija en el compartimiento del vagón de segunda clase (rumbo a París, a través de la Francia oscura) te curaba y reconfortaba de la tristeza y melancolía que (por tu culpa quizá) constituían tu pan cotidiano)”.
Poco tiempo antes, en la gare d’Austerlitz, ha visto bajar un grupo de emigrantes españoles, con sus boinas, con sus maletas de cartón, “expulsados por el paro, el hambre, el subdesarrollo hacia países de civilización eficiente y fría”, y lo único que se le ocurre hacer es rodar un documental que después le será requisado por la policía franquista al intentar rodar dentro de España. Y eso es todo.
Mientras tanto, en España, el imaginario desarrollista lo cubre todo. La zafia fealdad de los chiringuitos comienza a tomar la costa. Una España nueva rica y acomplejada –a veces reaccionando agresivamente para sublimar ese complejo- se ofrece como emblema para la Europa rica consumidora que viene a hacer turismo. El castillo de Montjuïc se convierte en atracción turística, con pomposos folletos, y telescopios que funcionan si se les inserta una moneda, sin que nada ni nadie –o casi nadie- recuerde ni quiera recordar a los que allí estuvieron presos, “hombres cuyo único delito fuera defender con las armas el gobierno legal cumplir con su juramento de fidelidad a la República proclamar el derecho a una existencia justa y noble...”. Así lo recuerda en el memorable capítulo final.
El gesto intelectual, la huida elitista hacia adelante, es la constatación de una derrota. Y por eso duele. Se puede intuir que en el desasimiento individual de las malhadadas señas de identidad está el único alivio posible. Pero igualmente duele.
Y claro, cuando uno lee esas cosas en los tiempos crepusculares del zafio reinado de Francisco Camps, mientras le invade a uno la desesperanza, no puede evitar sentirse identificado. En la distancia enorme, en la quiebra, respecto a un pueblo que idolatra al cacique; un pueblo dispuesto a defender hasta el final a quien destruye el territorio, lo malbarata para que especuladores sin escrúpulos obtengan sustanciosos y rápidos beneficios, para que corra el dinero, para que desborde de comisión en comisión; un pueblo ufano y orgulloso, nuevorico y fanfarrón, que confunde los grandes eventos con la riqueza, que desprecia la cultura, que “desprecia cuanto ignora”, que “ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza”, como aquel del mañana efímero que imaginó don Antonio: el “pueblo cerril de las Fallas”, en resumen.
Y entonces se comparten los deseos de huir hacia adelante, de dejarlo atrás definitivamente. Pero también el dolor que hay debajo. Y la fría sensación de la intemperie.
(La fotografía del Castillo de Montjuïc procede de www.conocerbarcelona.com)
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