Hubo más libros en mi vida durante este verano, estos leídos en el sopor de la siesta, sentado en la calle, a la fresca, o a la sombra de la torre de Almudaina, leídos en la piscina mientras mi hijo Martí nadaba o jugaba a las cartas con sus nuevos amigos, leídos en la terraza por la noche, sabiendo que sobre mi cabeza seguían las estrellas.
En esas condiciones leí 13,99 euros de Frédéric Beigbeder (Anagrama, 2002), en apenas dos tardes. El arranque me divirtió mucho, y me interesó, con las citas de Goebbels aplicadas a la publicidad comercial y todo eso. Es provocadora e inteligente, cínica y lúcida, un auténtico exabrupto calculado contra la sociedad de consumo y los mecanismos productores de necesidades ilusorias. Sin embargo, hacia la mitad, la novela empieza a desbocarse, y a tender un poco demasiado hacia el disparate, lo cual creo que le resta un poco de fuerza a la sátira. De todos modos, lo pasé muy bien.
Después, aunque seguí con literatura francesa, el cambio de tono fue brutal. El informe de Brodeck, de Philippe Claudel (Salamandra, 2008), me propuso una nueva reflexión sobre la violencia, sobre las secuelas de la violencia, tanto en un individuo como en una colectividad, y sobre el paso, a veces inquietantemente rápido, de la condición de víctima a la de victimario. Pero también –y sobre todo- la novela se plantea como una reflexión sobre el papel y la responsabilidad del narrador, acusador o constructor de relatos exculpatorios, constructor de la propia comunidad imaginaria. Una novela muy bien escrita, (bien traducida también), que no llegó a apasionarme, pero que me interesó mucho.
Con más fruición leí El comienzo de la primavera, de Patricio Pron (Mondadori, 2008). Aunque por momentos me recordó mucho En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, esta novela no deja de ser estimable en sí misma. Bien escrita y bien narrada, nos acerca a los filósofos alemanes, como el escurridizo Hollenbach tras cuyos pasos se desencadena la pesquisa narrada en la novela, que configuraron la epistemología del nacionalsocialismo, por convicción o por afán de medro personal, o, como en el caso de Martin Heidegger en la novela, por ambas cosas, y que después hubieron de gestionar todo el complejo resto de decepción y culpa que aquella siniestra aventura política les dejó. Una novela que se deja leer con agrado, y que plantea incómodas preguntas, no sólo sobre las huellas colectivas que el nazismo dejó en la sociedad alemana, sino sobre cómo fue posible que aquella refinada y sutil sociedad, que aquellos filósofos, que siguen en la base de mucha de la filosofía contemporánea, acabaran por producir la barbarie más sistemática y absoluta. También en este sentido, y como decía Walter Benjamin, todo acto de civilización descansa sobre un acto de barbarie. O a la inversa: la barbarie es la hija de la civilización. Eso es lo que más estremece cuando se observa la perfecta maquinaria industrial que fue Auschwitz. Nada, allí, era fruto del azar.
El último libro que pude leer entero fue La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe (Anagrama, 2009). Y la culpa fue ahora el nexo de unión. Esta historia de madres devoradoras que condicionan las vidas de sus hijas, que las destruyen psicológicamente, me interesó y me conmovió. La anciana Rosemond graba la descripción y el comentario de veinte fotografías, que el lector debe imaginar. La voz grabada, que es el cuerpo principal de la novela, no sólo detalla lo que las fotografías muestran, sino también lo que ocultan, el fuera de campo, lo que velaban las sonrisas de las poses. Y así se desentrañan los secretos de familia, un maltrato doméstico que se reproduce durante tres generaciones, una nieta que acaba pagando, aumentados en la repetición, los errores de su bisabuela. Por eso entendemos que una de estas niñas que se convertirán en madres diga que su lluvia preferida es la lluvia antes de caer. En efecto, nunca nada es tan hermoso como su promesa.
Después, me abismé en las páginas de la monumental Vida y destino, de Vasili Grossman (Debolsillo, 2009). Y ahí sigo, apabullado ante una novela grandiosa, total, como ya no se escriben. Un día de estos escribiré sobre ella.
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