Uno nota que se está haciendo viejo por pequeñas señales, poco llamativas, sin nada de épica, que no tienen nada que ver con las canas en las patillas, o sentir en las piernas una caminata. La primavera, en ese sentido, es ambivalente. Rejuvenece, sí. El mundo es joven. Pero de pronto uno se siente mirando esa juventud desde fuera.
Estos días he vuelto a sentir alguna de esas sensaciones. Y he percibido con claridad que hay algo peor que sentir que te haces viejo, y es sentir que te haces viejo siendo de izquierdas en el País Valenciano (a mí me gusta seguir llamándolo así, y eso es sin duda otro gesto que delata esa anacrónica condición).
Pongo un ejemplo. Me refiero a una permanente sensación de dejà vu: es a lo que se refería Bob en el cuento de Juan Carlos Onetti con precisión malvada cuando decía que no hay “ya experiencias, nada más que costumbres y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas”. Pero tampoco es exactamente eso, sino percibir las cosas en su transcurrir, como un instante en un proceso lento de desgaste.
Por ejemplo, estoy en un concierto de Obrint Pas, en Benimaclet y me veo a mí mismo con quince años menos. Detecto que Xavier Sarriá y Miquel Gironés, los líderes, tienen también también quince años más, y el inconfundible aire familiar y entrañable de los profesores de valenciano. Percibo en sus letras nuevas, en la reiteración de su combativa esperanza, un leve regusto de melancolía. Y a mi alrededor, algunas personas de mi edad y un montón de jovencitos que parecen exactamente los que asistían conmigo a los conciertos de hace quince años. Y de pronto, la certeza de que esos chicos son otros… que eran niños pequeños hace quince años… Y unas preguntas… ¿Cuántas de esas rebeldías se agotan en el gesto de bailar ska desaforadamente, o formar un círculo perfecto entorno a unas bolsas de plastico que contienen alcohol de garrofón? ¿Era así la mía? ¿Cuántos de ellos volverán a un concierto similar dentro de quince, de veinte años, y se harán estas mismas preguntas? ¿Cuántos votarán entonces al PP, y vivirán en chaletitos del extrarradio parecidos a los de sus papás, o en sus equivalentes globalizados? Y otra pregunta todavía más inquietante: ¿Por qué había tan poca gente de esa franja de edad en la manifestación contra la corrupción de la semana anterior?
Pongo otro ejemplo, ahora de cómo el mundo parece ser un palimpsesto, como las cosas parecen sobrescritas sobre las de antes, más nítidas en su condición irrecuperable. El sábado, también en Benimaclet, escucho un concierto de Feliu Ventura. De Feliu. Todo el tiempo siento la emoción a flor de piel. De pronto canta “que no s’apague la llum / que no vacil.le mai més./ Construïm un país de llums enceses”. Se me humedecen los ojos. A mi lado, a un viejo amigo, se le humedecen también… Me conmueve mucho el contraste entre lo que canta, esa promesa de pervivencia, y lo que obstinadamente no puedo dejar de ver. Recuerdo otros conciertos del pasado en esa misma plaza, por ejemplo los míticos carnavales de Benimaclet de los primeros noventa. Recuerdo algunas noches en el bar Glop. Y miro a mi alrededor. La gente tiene mi edad, algún año menos, algunos años más. Veo caras conocidas. Algunos niños corretean ante el escenario. Echo de menos a mis hijos. La voz de Feliu, desde su timidez, desde su suave melancolía, desde su temblor que sin embargo tiene voz y volumen, es una banda sonora perfecta. Somos más viejos, y aquella luz de la canción vacila. Somos más viejos y somos menos.
Definitivamente, el futuro era una estafa.
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