Son aproximadamente las 18 horas y diez minutos del miércoles, 2 de octubre de 1968. El ambiente en la plaza de Tlatelolco, en el centro de la ciudad de México, es todavía tranquilo. La plaza está muy animada. El mítin convocado por el movimiento estudiantil está a punto de acabar. Uno de los oradores ha comunicado que se ha suspendido la marcha que debía comenzar a continuación. De pronto, el helicóptero militar que sobrevolaba la plaza lanza bengalas. La multitud las mira con expectación durante un segundo.
Estos días he estado leyendo La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska (Era, 1971, aunque mi edición es la de 2009), para una de mis clases en la Universidad. Y otra vez he tenido la sensación de estar allí, en ese instante decisivo, tal es la ilusión de inmediatez que este libro admirable produce.
Después de las bengalas comienzan a escucharse disparos, y la multitud echa a correr despavorida. “No corran, compañeros, son salvas”, grita alguien. Pero no son salvas. La multitud corre intentando salir de la plaza sólo para encontrar que el ejército espera en todas las salidas, disparando ráfagas de ametralladora. Intentan salir, vuelven a entrar para volver a encontrar más soldados que abren fuego sobre los cuerpos en movimiento. Desde uno de los edificios, francotiradores militares disparan también. El helicóptero ametralla también desde el aire. La plaza se va llenando de cadáveres, de cualquier edad, que vuelven a cobrar rostro e identidad en los relatos de los testigos, como Julio Salmerón, por ejemplo, estudiante de secundaria, de quince años, muerto cuando trataba de protegerse, agarrado de la mano de su hermana mayor.
Mientras leía, el mundo en torno desaparecía. Volvía a estar en 1968, tres años antes de mi nacimiento, en una ciudad que nunca he visitado. Escuchaba las voces, imaginaba las consignas, las asambleas. Sentía una profunda empatía con aquellas víctimas. Y eso lo consigue la autora con un aparentemente sencillo acto de escritura. Escribir es aquí montar testimonios, ceder la palabra. La narración es el hilado de las voces, las sutiles repeticiones, los pequeños estribillos, las diferentes versiones de un mismo hecho, las perspectivas diferentes sobre fragmentos de aquella plaza en caos. Una vez más, y lo hizo otras veces, Elena Poniatowska maneja con soltura procedimientos que se convertirían en habituales en la literatura (y, sobre todo, en los documentales audiovisuales) décadas después.
Un detalle me ha llamado la atención en esta lectura. Entre otras muchas cosas, Poniatowska reproduce de manera inmisericorde los titulares de la prensa del día siguiente, y muestra el papel que tuvo en todo aquello, y en la pasividad social posterior. La práctica totalidad de los periódicos mexicanos reproducen las informaciones ofrecidas por el gobierno, y habla de tiroteo con terroristas. Recuerdo entonces otro texto latinoamericano que he trabajado hace poco en otra clase, “Un domingo de Lilianne”, una de las Falsas crónicas del sur, de Ana Lydia Vega (Universidad de Puerto Rico, 1991), en que recrea la Masacre de Ponce, ocurrida en esta ciudad en 1937. También en esta ocasión el ejército disparó sobre una multitud desarmada. También en esta ocasión inventaron una agresión previa a la que respondían.
Todas las masacres decretadas desde el poder del estado se parecen: pensaba también en la plaza de Tiananmen en 1989, en el domingo sangriento de Derry en 1972. En todas, sorprende la premeditación, que a pesar de la confusión de los momentos en que sucedieron, todo, los movimientos de tropas, la disposición estratégica, cada detalle, se había encaminado a que sucediera exactamente lo que sucedió. En todas, el estado parece levantar un velo, y liberar la barbarie que sostiene la “civilización”, de la que hablaba Walter Benjamin, y que ya he citado en otra entrada de este blog. Por un momento, muestra su rostro feroz tras la corbatas y las ruedas de prensa, es un carnaval de violencia en que un soldado puede –con el estado de su parte- complacerse en apuntar a un adolescente que corre, y seguir disparando sobre él tras derribarlo.
Después, cuando la fiesta de la violencia acaba, se borran las pruebas, y el mismo poder del estado escribe el relato de lo ocurrido, y lanza a los propagandistas a cubrir las espaldas de los asesinos. Y la prensa viene entonces a certificarlo, a hacer de colaboradora necesaria, a extender la versión oficial. Para que todo continúe como si nada hubiera pasado, para que los Juegos Olímpicos puedan comenzar y las multitudes olviden la sangre, como en México en 1968, la cubran con una interpretación complaciente, piensen que ellos se lo buscaron. También esto tienen en común todas estas masacres: que el poder del estado, después de perpetrar el crimen, convierte a las víctimas en culpables.
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