martes, 30 de agosto de 2011

Cuánto treinta ha habido en la existencia


Hubo un tiempo en que los 30 de agosto miraban hacia adelante. Eran el principio del futuro, un peldaño en el ascenso, a través de las edades. Hoy, sucumbo a la tentación numérica, y de pronto, ahora sí, este 30 de agosto mira hacia atrás. Un jalón en el camino, como todos los anteriores, pero en el que de pronto lo andado parece pesar más que ese futuro que tenemos por delante, que no parece ser ya ascenso. Tal vez falso llano, como dicen los ciclistas. Pero falso llano que desciende suavemente. Porque de pronto uno descubre que el futuro era esto. Exactamente esto, este momento que habitamos, esta circunstancia nuestra de ahora, esta noche sin estrellas y esos pueblos, luminosos, a lo lejos.

Hace 35 años mi padre me dijo que ya era mayor porque mis años ocupaban toda la mano. Lo recuerdo diciéndolo, y recuerdo mi mano extendida cuando me preguntaban la edad. “¿Cuántos años tienes?” Y mi padre, invariablemente, subrayaba lo inapelable. “Toda la mano”. Recuerdo mi mano, pero no. Recuerdo extenderla, pero si cierro los ojos sólo veo estas manos que teclean ahora febrilmente tanto tiempo después. No puedo ver aquella mano de niño, que era mía.

Los 30 de agosto eran el final del verano, la prolongación de las fiestas de Paterna, o parte de ellas. Hace 40 años era lunes. Lo sé con certeza porque yo nací un día del Cristo. “Un paterneret”. “Un coeter”. Decían amigos de mi padre cuyos rostros se me han borrado.

Los 30 de agosto había tarta y velas. No velas con número, esas llegaron mucho después a mi vida, sino velitas, una por cada año. Insensiblemente iban ocupando más extensión en la superficie chocolateada, y cada vez costaban más de apagar de una sola vez. Comidas familiares con mi padre, mi madre, mi abuela Rosa, mi tía, permanentemente vestida de monja. En alguno muy remoto, también mi tío. Es extraño pensar que de aquellas fotos, de aquel entorno protector y amable con tartas, velitas y regalos, solamente mi hermano y yo estamos vivos todavía. Todavía. Ese es el adverbio cuyo significado solo se comprende por completo el día que uno entierra a los padres.

Más adelante, mi madre nos dejaba elegir el menú de esa comida. Yo elegía mi plato favorito. Patatas fritas y magro. Así de simple. Pero no cualquier magro, sino aquel magro empanado por las manos de mi madre. Como el pan de los poemas de César Vallejo, tahona estuosa de todos mis bizcochos, ese magro empanado que nunca volveré a probar. Mi hermano, más sofisticado, cuando le tocaba el turno, elegía sepia y conejo al ajillo. Así se llegaron a fundir los dos deseos, y la combinación de ambos era el menú de los cumpleaños: sepia, conejo, patatas fritas y magro. Una salmodia infantil. Un comedor de sillas pesadas y cuadros grandes. La vajilla de las grandes ocasiones conteniendo esos manjares humildes.

Hubo un tiempo en que los 30 de agosto sumaban. Parecían jugar a nuestro favor. Y nosotros estábamos tan ocupados sumando, que no acabábamos de darnos cuenta de que a veces se nos colaban números negativos. Y de pronto, por ejemplo, un 30 de agosto alguien nos regalaba una toalla de playa azul, y al año siguiente ya no estaba. O alguien cocinaba sepia, conejo y todo lo demás, y al año siguiente había que cambiar de menú.

También, a veces, nuevos invitados acudían a esas comidas. Incluso nuevos cocineros se unían al equipo. Y el menú se renovaba. Algunos invitados nuevos, de hecho, tenían su propio menú, y habían de tomarlo en biberón. Al principio, claro. En la medida en que se hicieron habituales, comenzaron a unirse al menú general. Muchas comidas las hicimos a cubierto. Alguna, sin embargo, a la intemperie, entre las ruinas.

Hubo un tiempo en que el argumento de los 30 de agosto eran las comidas, y tratar de adivinar los regalos por la forma del paquete. Y escuchar los discos, en diferentes soportes, que invariablemente contenían algunos de ellos. Y acostumbrarse a la edad recién estrenada. Decírsela a uno mismo, y saborearla, probársela ante el espejo como un traje nuevo, que nos hace parecer mayores, pero también levemente disfrazados. Porque todas las edades parecen un poco ajenas al principio. Sobre todo éstas, éstas que son las que siempre tenían los demás.

Y de pronto, este 30 que nos parece más ajeno, como el 30 de otro. Más verdaderos aquellos, más reales, los de las velitas y las tartas, la patatas fritas y el magro empanado. ¿Cuántos años tienes? Toda la mano.

¡Cuánto 30 ha habido en la existencia!, como diría César Vallejo en un caso así, ¡Cuánto 30 ha habido en tan poco uno!

Tanto 30 para llegar hasta aquí. Y qué extraño, de pronto, después de tanto 30, éste.

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