El domingo pasado tuve, accidentalmente, una revelación. Como son estas cosas. Decidí que ya que tenía un poco abandonado este blog, podía aprovecharlo para recuperar textos escritos con diferentes destinos en diferentes momentos y que han acabado por diversos motivos en un ostracismo similar. Algunos creo que están bien donde están. Otros, sin embargo, creo que podrían tener la oportunidad de una nueva vida ciberespacial. Por ejemplo éste, que escribí sobre la olvidada poeta valenciana del siglo XIX Magdalena García Bravo y que leí en unas remotas jornadas.
Recuerdo que conocí la existencia de esta escritora accidentalmente, rastreando periódicos del siglo XIX para otro tema, y quedé muy fascinado. Autora de algunos poemas remarcables, llegó a alcanzar cierta notoriedad durante su vida y en los años inmediatamente posteriores a su temprana muerte. Después, se la tragó el olvido y cayó definitivamente de cualquier canon y de cualquier genealogía. Y, sin embargo, existió, y escribió y su voz sonó en salones enmoquetados del siglo XIX valenciano. Y en el Teatro Principal. Una mujer joven entre los enlevitados pronombres de la Renaixença.
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La Renaixença, como es bien sabido, es cosa de hombres. Y de hombres
generalmente bien barbados, que disputan por establecer con certeza quién fue
el primero que empezó a renacer. Tomás Villaroya, Vicent W. Querol, Teodor
Llorente, pero también todo el resto de los prohombres sentados a su diestra
son eso, prohombres: Félix Pizcueta, Constantí Llombart, Josep Bodria, Joan
Rodríguez Guzmán... Y, por supuesto, masculinas son las figuras que sitúan en
todo un trazado genealógico que comienza por Jaume I, y que acaba en El
Palleter, pasando por Ausiàs March, algún Borja, Juan de Juanes, y la espada
flamígera de Tirant lo Blanc armado tambíen de sus no menos flamígeras
zapatillas, y acaba en el poeta coronado en la Alameda entre “flors naturals” i
“englantines”. Las promujeres son escasas, y de aparición fugaz.
Y sin embargo
mujeres, lo que se dice mujeres, donde las hay es en la imaginación patriótica.
Las imágenes de mujer aparecen en los tapices y en los poemas. Sus cuerpos se
sientan en los tronos de los Juegos Florales. Lo que pasa es que casi siempre
aparecen desplazadas en el plano. O cuando sus figuras son protagonistas, sus
ojos miran desfallecidas a un fuera de campo que siempre está más arriba.
Esperan a sus novios o a sus hijos desaparecidos en la guerra de Cuba,
contemplan las proezas de los mozos de su pueblo en la Cordà arriesgadísima y
viril, o son elementos transmisores de los valores esenciales que se imaginan
definiendo una comunidad.
Otras veces, sin
embargo, ellas lo llenan todo. Inocentes y bellas, sus cuerpos se convierten en
signos inagotables que los velan y los muestras casi transubstanciados. La
“Vicenteta”, del poema de Teodoro Llorente, es una campesina, y es la musa
valenciana. La campesina del “La barraca”, es una valenciana arquetípica, entre
otras cosas porque està “plena ensems de modèstia i majestat”. Su majestad es
la manera de ensalzar la “modestia”, elevada a virtud cardinal. “La hermosura
soberbia, indigna; la vanidosa, ofende; […]; tan solo la hermosura modesta
cautiva corazones, y rinde las fortalezas de los pechos insensibles”, como dirá
Manuel Polo y Peyrolón. La Reina dels Jocs Florals es a un tiempo
corporeización de una Valencia imaginada con cuerpo de mujer adivinado bajo
vestidos blancos, y objeto privilegiado de las flores que dan nombre al
certamen. Y flor también ella misma, Está en tanto que significa, en tanto que
es otra cosa. Y significa en tanto que alguien la lee. Signo mudo que debe ser
descifrado y glosado, está desprovisto de voz. Su sublimación enfática es un
acto de violencia simbólica porque le roba la condición de sujeto del discurso.
Corporeizan la patria para ser poseídas -y enunciadas- por otros. Su condición
subalterna es la condición de posibilidad de los ditirambos.
Y sin embargo,
entre este bosque de significados, a veces puede ser escuchada. Tal sucedió en
una glamourosa velada de julio de 1882. Y creo que vale la pena asomarse a
escuchar. La sociedad más distinguida de Valencia abarrota las localidades del
Teatro Principal. La escena ofrece un aspecto imponente, destacando la
magnífica iluminación. El Marqués de Campo, definitivamente integrado en la
Corte y convertido en industrial de pro, ha sabido agasajar a los conciudadanos
que lo vieron subirse un día a las ancas del caballo de Pavía y subir al galope
el Camino de Madrid.
El acontecimiento
merece tanta expectación. Se celebran nada menos que los cuartos Juegos
Florales, como anunciaban los periódicos de la época, "la fiesta del
Renacimiento lemosín", y en la platea, hombres de monóculo y levita
comentan entusiasmados en castellano las posibilidades literarias del viejo
catalán clásico, del llemosí. “de la llengua dels meus avis / més dolça que la
mel”. Todos los que cuentan en aquella ciudad, muchos suscriptores de “Las
Provincias”; alguno de “El Mercantil Valenciano”, los aimadors de les glòries
de l’antic reialme llegan dispuestos a celebrar esta representación de los orígenes,
este trazado de la genealogía, que sobre todo los consagra como grupo,
depositarios de la identidad y de la marchita nobleza medieval en una ciudad
que hacía 15 años que había derribado las murallas, de tranvías de caballos e
iluminación de gas.
Bajan por fin las
espectaculares luces y Rafael Ferrer y Bigné,
comienza su discurso inaugural. Los Juegos Florales valencianos
resultan, dice, "favorables a fortificar la vida regional en usos y
costumbres, artes, ciencia y literatura, creando robustos organismos dentro del
general del Estado", es decir, el Regionalismo bien entendido que dirá el
otro, que tanto habremos de maldecir un siglo después, y que a veces pienso tal
y como han quedado las batallas de Valencia, que más valía eso que nada. Usted,
don Teodoro, por lo menos, se carteaba con los colegas de más al norte, y, de
cuando en cuando, aparecía reseñado en La Vanguardia o deleitaba con su estro
en los Juegos Florales de Barcelona.. ¡Quién le iba a decir usted las cosas que
publicaría su periódico andando el tiempo!
En cualquier caso, Ferrer y Bigné, poniendo
puertas al campo, pero también polemizando con los que ya entonces querían una
españa una y no cincuenta y una, arrancó los aplausos del respetable. Y llegó
entonces el gran momento, conocer el vate lemosín ganador aquel año de la Flor
Natural. Él, como mandaba el ritual, elegiría entre todas las hermosas a una,
la Reina dels Jocs Florals. Pero sigamos mejor la reseña que mereció este acto
en el resumen anual de las actividades de Lo
Rat Penat, aparecido en el Almanaque
Las Provincias para 1883.
"El
secretario del Consistorio de Mantenedores D. Luis Arigo, principió la
publicación de los premios. Anunció que la flor natural había sido adjudicada a
la poseía titulada El poeta a la reina dels
Jochs Florals, que resultó ser del conocido escritor D. Jacinto Labaila.
El
poeta laureado recibió la flor natural, que era una magnífica rosa, y
acompañado por dos individuos de la junta de gobierno y los secretarios de la
sociedad, se dirigió al palco que ocupaba la bella y distinguida señorita Doña
Magdalena García Bravo, inspirada poetisa, y le entregó la flor.
Fue
acto solemnísimo y conmovedor. Cuando apareció la reina de la fiesta a la puerta del corredor de las butacas, apoyada
en el brazo del señor Labaila, precedida de los maceros y alguaciles de la
ciudad y de dos lindas aldeanas, vestidas con el rico traje característico del
país, llevando en sus manos preciosos canastillos de flores para ofrecerlos a
la nueva soberana de la poesía, que con tan legítimos títulos iba a ocupar el
trono del Gay saber, el entusiasmo no
conocía límites.
Radiante
de belleza estaba la señorita García Bravo: su candor, sus gracias, su aire,
naturalmente digno, estaban velados por la modestia y confusión producidas por
la extraordinaria ovación de que era objeto.
Llevaba
un magnífico vestido de fall blanco-perla de Lion, adornado con flores
artificiales del mejor gusto: un collar con un precioso medallón, y en su
encantadora cabeza una diadema, en que se veían engastadas multitud de piedras
preciosas" (Almanaque, 1882: 142).
Así, flanqueda por
el poeta, y las dos aldeanas, es decir aquellas dos señoritas del cap y casal
disfrazadas de las mujeres a las que su padre arrendaba los campos, devenidas
símbolos y portando flores, Magdalena García Bravo ocupó su lugar en el
escenario, ella misma objeto relativo y necesario de otra relación de poder.
Así lo indican los adjetivos a ella dedicados, las consabidas referencias al
candor, a la confusión que produce el estruendo del aplauso público a aquel
ángel morador de los paraísos privados. Su atuendo, sobrio y del mejor gusto,
es en efecto el que nos muestra la única fotografía suya que he podido
encontrar. Las crónicas, sin embargo, se quedan cortas. No mencionan la recatada
sonrisa, que suaviza la mirada penetrante que se adivina en el remoto blanco y
negro, ni los rizos contenidos -sometidos más bien- por un peinado de chica
decente y católica del siglo XIX. Tampoco mencionan la convicción con que
sujeta el abanico, objeto que otorga razón de ser a sus manos, ni el cuerpo, a
la vez velado y dibujado por su magnífico vestido de fall blanco-perla de Lyon.
Ella misma funciona como su propia veladura. Boca que no dice, sino que sonríe
modestamente y hace enmudecer los ojos que ocultan las palabras cuya
posibilidad sugieren; manos que aferran la gratuidad de un abanico; flores
artificiales cruzando -tachando- el cuerpo, Magdalena García Bravo, la
majestuosa y modesta Reina de los Juegos Florales de Valencia de 1882.
La descripción así
esbozada en nada la diferencia del ideal de la mujer discreta que las páginas
de esta publicación van dibujando a través de los años, y no siempre disfrazada
de aldeana. Sin duda, su modestia, es el
reverso necesario de la atención pública, de su ascensión al trono honorífico y
teatral. Si la flor natural es una rosa, la reina de los Juegos es como una
violeta:
“Encuéntrase
ordinariamente la violeta en lugares recónditos, y oculta muchas veces bajo el
verde ropaje de la yerba. (…) Exactamente lo mismo sucede con la mujer modesta.
Sin huir de los sitios públicos, nunca se ofrece en espectáculo, ni procura
llamar la atención eclipsando con sus trajes, maneras u adornos, a sus
compañeras. Escoge siempre las últimas filas, y cuando el peligro arrecia ó la
ocasión lo requiere, se oculta tras el follaje de las altaneras e inodoras
yerbas y flores sus vecinas. Aunque ¡empeño vano! rara vez el oropel obscurece
al oro, ni las piedras falsas pasan por finas, ni el verdadero mérito se
confunde nunca con el aparente y de relumbrón.” (Polo y Peyrolón, 1890:
152-153)
La atención pública, la admiración incluso, es el premio a aquellas
que más la huyen, brillo fugaz de las flores de interior, destinadas a reinar
en la penumbra. El candor es entonces el complemento necesario de la belleza,
porque es indispensable para la correcta realización de sus funciones privadas.
“Ángel hermoso que bajó a la tierra / […] Dios la puso benigno a nuestro lado /
para velar el sueño de inocencia”, (Cirugeda y Ros, 1884: 159). Con la única
condición de la intimidad, de su reclusión en el espació privado -propiedad de
otro-, de reinas pueden devenir diosas. “Tu santuario / es el hogar tranquilo y
silencioso”, dirá Juan Rodríguez Guzmán.
Pero volvamos a
aquella velada de julio, porque, la rutina del certamen poético iba a romperse
apenas unos minutos más tarde:
"Continuando
la publicación de los premios, resultaron adjudicados los accesits a la flor
natural: uno a D. Geronimo Forteza, y otro a la señorita García Bravo, momentos
antes elegida reina de la fiesta por su inspirada composición titulada cant de amor.
Entonces
el entusiasmo del distinguido concurso no reconoció límites, y los aplausos y
los bravos eran tanto más ruidosos cuanto más brillaba la modestia en el
interesante rostro de la simpática poetisa, confundida por aquel triunfo sin
igual" (Almanaque, 1882: 142-143).
Aquí el narrador se
vuelve significativamente sincero: lo que se aplaude es la modestia. Porque
debe redoblarse la modestia ante lo insólito del caso. Una reina de la fiesta,
el objeto por excelencia del discurso de otros, del poema ganador de la flor
natural de ese año, sin ir más lejos, asumía de repente la posición de sujeto.
Y lo hacía para darse un premio a sí misma, y para cantar al amor. Sin duda que
en parte, las buenas gentes que abarrotaban el coliseo aplaudieron como se
aplaude a un fenómeno de la naturaleza a aquel ser extraño que, coronado con
una diadema, salía radiante de las veladas con piano del Ateneo Literario de la
Juventud Católica, y ganaba un accéssit de Lo Rat Penat junto a Luis Tramoyeres
Blasco, a Juan Rodríguez Guzmán, a Teodoro Llorente, a Martí y Grajales, o a
Carmelo Navarro Reverter, para mencionar a algunos de los prohombres que fueron
premiados ese mismo año. Muy pocas mujeres lo lograrían más tarde.
Magdalena García
Bravo, aquella noche gloriosa tenía 18 años, y en efecto, su llegada a la
escena pública había tenido algo de la aparición de un bicho raro que se exhibe
a la curiosidad colectiva. Había escrito sus primeros versos a los 12 años, y,
siendo después alumna del colegio del Nuestra Señora del Pilar, "había
trascendido al público la inspiración de la joven colegiala", y poemas
suyos aparecieron publicados en revistas como la Ilustracion popular, El
cosmopolita o El correo de la moda.
Aquella noche la gran sociedad valenciana estaba a sus pies, y sin duda la
joven Magdalena repasaría a menudo todos los detalles a partir del momento en
que, dos años después, los médicos le diagnosticaran "una afección al
corazón" (Almanaque, 1891: 342) que la confinaba a la eterna soltería ante
la amenaza de marcas para su descendencia. "Padece del corazón / la novia
de Gedeón, / y el desventurado amante / dice que impide su unión / una cuestión
palpitante", como puede leerse en un infame chascarrillo de Manuel Millás,
alusión a doña Emilia incluido (1898: 167), bastante clarificador al respecto.
Durante la feria de julio de 1883, mientras quizá un coche de caballos la
conducía a su casa escoltada por la sonrisa suficiente de su hermano Enrique, todo,
sin embargo, parecía posible.
Sin embargo,
Magdalena García Bravo no era la única mujer en aquella Valencia que gustaba
imaginarse como como una Corte Provenzal. Otros nombres de mujer pueden
encontrarse en los textos de la época. Muy a menudo, firman textos que
confirmaban en primera persona las imágenes de mujer que les gustaba
intercambiarse a los hombres.. Estaba por ejemplo Manuela Inés Rausell, y sus
diferentes máscaras: la inocente enamorada que decía que un beso “es de una
pasión ardiente / el rayo que vivifica, / que siente lo que no explica”; la
mística que podía afirmar cosas como que vio “descender dos querubes / con
esplendorosas galas, / que sus transparente alas / competían con las nubes”,
(1889: 237): o la maestra madura, situada más allás del deseo, que recomendará
impertérrita que “A falta de ciencia, debe tenerse obediencia-“.
Estaba también María de la Peña, Baronesa de Cortes, y sus cuentos
repletos de piedad, página de misal de plata en que de pronto un niño rico
descubría que regalar sus juguetes a los pobres, era más divertido incluso que
jugar con ellos, sin duda -aunque eso lo digo yo- porque le descubría con mayor
precisión su propia situación de poder -“Emilio se volvió loco como ellos: a
éste da, de éste toma, al otro le contenta; y no sin discusión unas veces, y
con autoridad otras, repartió con la mayor justicia todo lo que llevaba. -Mamá
-dijo entonces- ¡Esto sí que es divertirse! ¡Cuánto me han gustado los niños
pobres! ¡Qué bien voy a dormir esta noche buena!”, (1884: 236)-. Pocos años más
tarde, estaría María Carbonell, con su voz asexuada, autora de conferencias
como “La frivolidad y el lujo en la mujer”, de 1896. Seres, entonces,
pretendidamente sin género, discursos morales más allá de la vida, poemas
amorosos, en los que la castidad es el presupuesto, y el deseo ha sido
expulsado, y, sobre todo, poemas religiosos, especialmente al nombre de
Dolores, “Lindo y rosado arrebol”. Son voces, entonces, que casi piden perdón
constamente por ser oídas, que se atrincheran en la modestia, y se visten
cuidadosamente con los ropajes que encontraron hechos. Si hubo un sujeto
llamado Manuela Inés Rausell, hoy yace oculto bajo las palabras de otros que la
decían desde mucho antes de que ella las pronunciara.
Sin embargo, en
algunos aspectos, la figura de Magdalena García Bravo parece escapar a este
modelo. Habitual del Almanaque Las
Provincias, y ganadora de todavía otro premio en los juegos florales, su
nombre se iba a convertir en habitual en la lista de poetas ilustres, aymadors
de les glòries valencianes, del periodo. A ello sin duda contribuyó su temprana
muerte en 1891, con tan sólo 28 años de edad, protagonista trágica de una
novela decimonónica, lánguida joven extinguiéndose en un diván junto a un
ventanal entornado. Pero sin duda no basta para justificar plenamente que, en
una fecha tan tardía como 1901, Manuel Torres Orive la incluya en su evocación
del mundo literario de dos décadas atrás, entre apellidos ilustres: “¡Cuánta
gente se murió / de la que aquí te rindiera / tributo de admiración, / y cuánta
dejó a Valencia / buscando ambiente mejor! / Pizcueta, Víctor Iranzo, /
Llombart, Labaila, Querol, / Magdalena García Bravo, / Paulino Ortiz, Brel,
Sanford, / Ferrer y Bigné, Escalante, / Lluch, Amat, Sánchez Oriol, /
Villarroya, ¡Pobre Enrique! / y Francés, y… qué se yo / cuántos más ya de su
vida / dieron cuenta al Creador” (1900: 298). Y desde luego tampoco explica el
diseño del adorno del Teatro durante los Juegos Florales de 1891, celebrados
pocos meses después de la muerte de la autora:
“El
adorno del teatro era, con ligeras variantes, el mismo de los años anteriores.
En el antepecho del palco de la presidencia
se leía el nombre de la malograda poetisa Magdalena García Bravo, Reina
de la fiesta elegida en los Juegos Florales de 1882, y en las otras guirnaldas
otros nombres tan queridos y populares como Boix, Querol, Amorós, Bonilla,
Pascual y Genís, Sorní, Mora, Ovara, Iranzo y Pizcueta. En el escenario, y a
ambos lados de la galería, estaban colocados los retratos de reinas y
presidentes de Lo Rat-Penat” (Almanaque, 1891: 266-267)
Es decir, el nombre
de Magdalena García Bravo estaba situado aparte de las demás reinas de las
fiestas, uno más entre los prohombres de la Renaixença ya muertos por aquel
entonces, de Boix y Bonilla, a Pizcueta y Querol. Después, andando el tiempo,
caería de los listados del tímido renacimiento de nuestra literatura. Los
hombres del futuro, herederos vergonzantes de una Renaixença que negarán muchas
más de tres veces, la borrarán de la foto de familia. Las genealogías, ni que
sean negativas, deberán ser otra vez masculinas.. Releer su nombre ahora,
ciento trece años después de aquel homenaje, le da a estas palabras la textura
de una biografía apócrifa al estilo de Borges. Y sin embargo, Magdalena García
Bravo nos continua sonriendo recatadamente desde su vieja fotografía con la
inconcebible pretensión de haber sido tan real como nosotros.
Sus versos,
ciertamente, no están exentos del lugar común. Por él transitan con idéntica
soltura con que lo hicieron los de poetas hombres, hoy más recordados, ni que
sea en el disperso mausoleo del callejero. Adoptó las máscaras legales para las
escritoras, y lo hizo con profunda convicción. Fue devota, al borde del
misticismo de una hija de María apasionada. Muchos de sus principales triunfos
sociales y literarios vinieron de la mano de poemas escritos en homenaje a la
Virgen. A ella iba destinado el “Cant d’amor” de su sonoro triunfo de 1882. Y
sin embargo, entre rimas forzadas e imágenes previsibles, de repente fluye el
verso, y este amor divino, a diferencia de sus compañeras, parece revelar su
condición de escritura velada del deseo, de puesta en discurso aceptable en un
mundo que no le concede el derecho de tenerlo: “Jo t’ame com l’aubada / al
cefir qu’ab dolsura / Sospira per lo vuit; / com la coloma tendra l’arrull de
s’adorada; / Més que a la blanca lluna les sombres de la nit”, escribe, pero
dice que se lo escribe a la Virgen. Y continua: “Yo t’ame, dolsa aymía, ab tota
ma tendresa, / pero desije amarte, / molt més, qu’em pareix poch. / Y vullch al
que t’adora y al que son cor t’adresa, / perquè tots yo volguera qu’ardiren en
ton foch” (1894: 83).“
Es fuerte la
tentación de profundizar el personaje del relato, y trazar aquí y allá causas y
azares. Tal vez su condición de soltería inapelable, de enfermiza doncellez, le
posibilitara un lugar de enunciación diferente al de sus compañeras de
generación. Sus veladas al piano en el Ateneo Literario de la Juventud Católica
le otorgaban, así mismo, todas las credenciales de castidad requeridas. En
cualquier caso, lo que es indudable, es que acertó a construirse algo parecido
a un sujeto en femenino, a una voz autorial de mujer. Así, en algunos de sus
poemas, particularmente en aquellos que nos la presentan románticamente
entregada a la placentera contemplación de la naturaleza, podamos encontrar
como en ninguno de los poemas de su compañeras, la inscripción de un cuerpo,
tímidas -por supuesto- inscripciones de sensualidad. Tras la coartada
religiosa, el cuerpo aparece entregado a un lánguido goce de los sentidos,
enunciado por una sólida primera persona confidente: “Junto a la Cruz sagrada,
De lánguidas palmeras rodeada, que se eleva en el atrio del convento, /
Reclíneme, y en suave movimiento / la brisa mis cabellos oreando, / mi frente
acariciaba / con su suspiro blando, / que el más suave perfume derramaba”
(1881: 337). La heroína atravesada por el genio del cristianismo -al menos en
una ocasión cita a Chateaubriand-, la escritora que sin duda había leído a
Víctor Hugo y a Heine, posiblemente en la traducción al castellano realizada
por Teodoro Llorente, a Lamartine, se va desplazando a la estampa decadentista
trazada complacientemente por el propio sujeto entorno a su cuerpo. Donde
Rausell y de la Peña se erigen como voces sin cuerpo, García Bravo sutilmente
lo escribe: “Sobre matas de romero / dulcemente reclinada, / Fijé mi ansiosa
mirada / en el firmamento azul” (1888: 231). Entre la retórica apolillada,
semisepultado por ella, a veces creemos distinguir un cuerpo que goza y que
desea. “el amor en tu seno / fiel se reclina, / Aromando sus rizos / con tus
perfumes” (1884: 73).
Es decir, donde las
otras velan su subjetividad, ella la escribe y la construye como femenina.
Incluso las relaciones con la divinidad se proponen desde este sujeto fuerte,
romántico, y construido en femenino. Pero no es sólo esto lo que condujo su
nombre a decorar póstumamente el “coliseo” valenciano, sino una insólita
familiaridad con los prohombres, y una sutil alteración de los papeles invariablemente
asignados. Así, escribe poemas a partir de la memoria individual, que la
convierte en depositaria de enseñanzas del padre que tienen que ver con la
identidad colectiva. Así, en “Las cadenas de Marsella” recuerda el día en que
su padre le contó la historia de estas cadenas, depositadas por el rey Alfonso
V el Magnánimo en la Catedral de Valencia (1891a: 115). El padre, inviste a la
hija con los relatos fundacionales de la patria. Heredera entonces por vía
paterna de la tradición nacional, parece sustraerse a la cadena de madres
educadoras en la sumisión. En su soneto a “Lo rey en Jaume”, termina con una insólita invocación: “Pera
entonar un himne a sa memoria, / companys del Rat-Penat, res som apenes; / Pero
cridem amb entusiasme: ¡¡Gloria!!”. “Companys del Rat-Penat” (1894: 97). Es un
sujeto fuerte, una voz autorial plenamente trazada, la que se dirige a los
prohombres de la Renaixença de igual a igual. Era una jovencita de 19 años la
que así hablaba.
Por otro lado,
otros detalles nos revelan esta voluntad de de construcción de una voz propia.
Así, en las páginas de la misma publicación en que Antonio Sotillo podía
arrobarse ante la deliciosa incultura que atribuía a las cartas escritas por
mujeres -“Sigue, sigue, pues, escribiéndome sin miedo, y no te fijes en que
pones b alta cuando debe ser baja, ni en que te comes las haches, o los acentos
o las comas. Con faltas o sin ellas, ¡qué sabes tú lo que vale una carta de
mujer! (…) Vosotras, (…) que no tenéis grandes negocios intelectuales de por medio,
generalmente a las cartas consagráis el caudal copioso de vuestro ingenio”
(1898: 227)-, Magdalena García Bravo escribe su voluntad de convertirse en una
firma homologable a cualquier otra de la sociedad literaria practicando con
desenvoltura sus ritos públicos. Puede así dedicarle “A un amigo” su poema En los baños de Ubilla, más bien
ripioso, pero en el que puede leerse una enigmática referencia a un paisaje que
resulta ser “el nido de los amores / que mece la poesía” (1887: 107); pero
también dirigir “El poder de la pintura” “a mi distinguido amigo el inspirado
pintor D. Carlos Giner” y encabezarlo con una cita de Chateaubriand, marcando
así la familiaridad con idénticos referentes culturales (1883: 235). Su
correspondencia epistolar con Mossen Cinto Verdaguer con motivo de la
publicación de Canigó, destacada en
la nota necrológica publicada en 1892, va en el mismo sentido. Es sintomático
que en un poema que le es dedicado por un poeta hombre (“Barcarola”. “A mi
querida amiga la laureada y distinguida poetisa Sra. Doña Magdalena García
Bravo”), su autor, Vicente Ruiz Caruana, un poeta, por otro lado, insólitamente
atroz, no le corresponda, y se pierda por los tópicos habituales de la
doncellez canora: “Feliz entonces yo escucharía / tu dulce acento, todo candor,
/ y de tu lira grata armonía / que inspira sueños de puro amor” (1886:
265-266).
Así las cosas,
desde esta trabajada y por momentos sólida voz autorial, a veces emerge un
discurso poético de tono grave, que más que a sus lejanos maestros románticos
franceses y alemanes recuerda a los más cercanos Arolas y Querol. Y a veces,
uno de sus temas preferidos, el de la fugacidad de la primavera, parece
encarnarse en una biografía y lejanamente vibrar: “La hiedra el tronco abraza
triste y seco / del sauce amortecido: / Le viste con sus hojas cual de besos /
se cubre al ser querido / que nos dio la postrera despedida; / No se percibe un
eco. / Sólo el rumor del huracán que azota / la amarillenta rama: / Y mientras
se contempla por doquiera / la ausencia de la vida, / la fuente sigue siempre
gota a gota, / Cual lágrimas amargas que derrama / el corazón que ve su dicha
entera / para siempre perdida” (1891b: 224)
Y esto es todo.
Esto es todo lo que puedo decir por ahora de Magdalena García Bravo, poeta
valenciana del siglo XIX, que un día triunfó en una velada literaria, y que fue
recordada en otra entre los poetas más prestigiosos de su tiempo en su ciudad;
que se pensó como poeta, y se escribió como autora, mientras la llamaban
jovencita candorosa; que escribía poemas de amor apasionado a la Virgen, y le
ponía nombres de flores al deseo; que llevaba trajes fall blanco-perla de Lion,
tocaba el piano en el Ateneo Literario de la Juventud Católica, y le escribió
un poema a un crepúsculo de octubre visto en Siete-Aguas en 1888; que caminó
por estas mismas calles, y que murió de “una afección al corazón”. Esto puedo
glosar de lo que queda de ella, sombras suyas en las bibliotecas, palabras que
la nombran o que quizá le pertenecieron, ajenas como lo son siempre las
palabras.
“Yo
era una nina encara; tan sols cinch primaveres
habia vist renaixer ab son brillant color.
Al meu mirar sonríen les ditjes falagueres,
perque sentit no habia les lluytes greus
del cor.
(…)
Per fi, una matinada de llum clara i
serena,
troví en les verdes branques la desitjada
flor;
Pero era tan hermosa y tan d’aromes plena,
que al cullirla sentia de goig batir mon
cor.
En ses manetes tendres gotjosa la portava
ab l’amor que una mare portara a son
infant,
Y tals carícies dolces, tants besos li
donava
que ses flairoses fulles s’anaren
mustigant.
¿Per què l’hauré besada? Trista y plorosa
día;
¡Yo que l’amaba encara més que la hermosa
llum!
Y… ya dende llavores, les roses may cullía,
per por de que pergueren son delitós
perfum.
Avuy que alló recorde, ¿qué es l’ilusió en
la vida?
Me dich: ¿qué son les glóries pera lo cor
que sent?
Una flor que al besarla se veu al punt
marcida,
desparramant ses fulles del desengany al
vent.” (1885: 161).
Tal vez esta mañana
del siglo XIX formada de palabras, sólo nos hable de otras palabras y de otros
textos. Habrán de ser pacientemente desentrañados para trazar genealogías,
redistribuir papeles en los relatos que cuentan la Renaixença, historiar
sensibilidades, estructuras de sentimiento. Pero también desde luego para
escuchar otras voces, sofocadas por la violencia simbólica de la escritura de
la historia, despojadas d’”englantines” y de oropeles por discursos consagrados
a construir pedestales, o a señalarlos en el gesto mismo de tirarles una piedra
a las estátuas de los padres de la patria. Hay que devolver las voces a su
proliferación original, desordenarlas, repensar el proceso de su escritura,
señalar las exclusiones y su sentido, los recortes y sus sentidos, el discurso
esquizo de la identidad valenciana. La renaixença, como todo, fue mucho más
cosa de hombres si eliminamos las mujeres del panorama de conjunto, si las
convertimos en anomalías sobre las que apenas es necesario detenerse. Es casi
trivial, sin embargo, en estos tiempos que corren, decir que pensar la
anomalía, o pensar el discuso canónico desde la anomalía, no sólo ofrece una
perspectiva diferente, sino que en tanto historiza el concepto mismo de
anomalía, reintegra a los procesos históricos sus elementos conflictivos, su
porción de caos, y surge nítida por un momento la violencia sobre la que se
funda cualquier orden, también desde luego el discursivo. Las musas
silenciosas, cargadas de signos, se revelan de pronto mujeres silenciadas.
Orden discursivo,
espacios textuales, palabras en que navegar, que reordenar asignando
significados y relaciones, hilado de signos, trabajo del crítico. Y, sin
embargo, cada vez que releo esos versos, y esta voz escuchada lejanamente en la
pantalla de un lector de microfilms decimonónicamente señala en el aire los pétalos
de una rosa deshojada en el acto mismo de besarla, no puedo dejar de pensar
también en cómo, pese a todo, hacer literatura es también, intentar detener el
tiempo, intentar fijarnos como una inscripción en un tronco centenario. Aquí
estuvo Magdalena García Bravo en 1882. Como nosotros, recorrió está ciudad. Tal
vez no importe, pero así fue. Y el viento le acariciaba -tal vez sólo pueda
decirse “oreaba”- a veces los cabellos. No me hagáis mucho caso, porque es
posible que sean tan sólo cosas de la edad , pero ¿será que, después de todo, a
pesar de los lugares comunes, de las retóricas de otros, de las palabras ajenas
que tercamente nos moldean, de la reiterada imposiblidad de ser sublimes, algo
de nosotros, una sombra, tal vez, un indicio, una estampa de época levemente
agitada, quede en los textos que
escribimos?
Textos citados
Anónimo (1882:
141-145): “Lo rat-penat”, en Almanaque
Las Provincias para 1883, Valencia: Federico Doménech.
Anónimo (1891:
266-268): “Lo Rat-penat”, en Almanaque
Las Provincias para 1892, Valencia: Federico Doménech.
Anónimo (1891:
339-352): “Necrologías”, en Almanaque Las
Provincias para 1892, Valencia: Federico Doménech.
Anónimo (1897:
307-321): “Necrologías”, en Almanaque Las
Provincias para 1898, Valencia: Federico Doménech.
Carbonell, María
(1898: 231-233): “Consejos de Prudencia”, en Almanaque Las Provincias para 1899, Valencia: Federico Doménech.
Cirugeda y Ros,
José (1884: 157-162): “A mi madre”, en Almanaque
Las Provincias para 1895, Valencia: Federico Doménech.
García Bravo,
Magdalena (1894): Poesías de la Señorita
Magdalena García Bravo, Valencia: Imprenta de José Canales Romá.
---- (1881:
337-338), “Impresiones”, en Almanaque Las
Provincias para 1882, Valencia: Federico Doménech.
---- (1883: 235):
“El poder de la pintura”, en Almanaque
Las Provincias para 1899, Valencia: Federico Doménech.
---- (1884: 73):
“La loma”, en Almanaque Las Provincias
para 1885, Valencia: Federico Doménech.
---- (1885: 161):
“Ahir y avuy”, en Almanaque Las
Provincias para 1886, Valencia: Federico Doménech.
---- (1887: 107):
“En los baños de Ubilla”, en Almanaque
Las Provincias para 1888, Valencia: Federico Doménech.
---- (1888: 231):
“Crepúsculo”, en Almanaque Las Provincias
para 1889, Valencia: Federico Doménech.
---- (1891a: 115):
“Las cadenas de Marsella”, en Almanaque
Las Provincias para 1892, Valencia: Federico Doménech.
---- (1891b:
223-224): “La fuente de la gota”, en Almanaque
Las Provincias para 1892, Valencia: Federico Doménech.
Millás, Manuel
(1898: 167-168): “Cuestionario”, en Almanaque
Las Provincias para 1899, Valencia: Federico Doménech.
Peña, María (de la)
(1884: 233-236): “Narración de Pascuas”, en Almanaque
Las Provincias para 1885, Valencia: Federico Doménech.
---- (1888:
337-341): “Juan Fuerte”, en Almanaque Las
Provincias para 1889, Valencia: Federico Doménech.
Polo y Peyrolón,
Manuel (1890: 147-154): “La mujer y la flor”, en Almanaque Las Provincias para 1891, Valencia: Federico Doménech.
Rausell, Manuela
Inés (1882: 212): “Un beso”, en Almanaque
Las Provincias para 1883, Valencia: Federico Doménech.
---- (1887: 64):
“El nombre de Dolores”, en Almanaque Las
Provincias para 1899, Valencia: Federico Doménech.
---- (1889:
237-238): “La ilusión de un sueño”, en Almanaque
Las Provincias para 1890, Valencia: Federico Doménech.
---- (1893:
111-113): “Pensamientos”, en Almanaque
Las Provincias para 1894, Valencia: Federico Doménech.
---- (1901:
369-370): “Dumenge d’estiu”, en Almanaque
Las Provincias para 1902, Valencia: Federico Doménech.
Rodríguez Guzmán, Juan (1887: 285-288): “La mujer”, en Almanaque Las Provincias para 1888, Valencia:
Federico Doménech.
Ruiz Caruana, Vicente (1887: 265-266): “Barcarola”, en Almanaque Las Provincias para 1887, Valencia:
Federico Doménech.
Simón, César (1997): Templo
sin dioses, Madrid: Visor.
Sotillo, Antonio (1898: 227-228), en Almanaque Las Provincias para 1899, Valencia: Federico Doménech.
Torres Orive, Manuel (1900: 297-299): “Mis últimos versos (en un
álbum)”, en Almanaque Las Provincias para
1901, Valencia: Federico Doménech.
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ResponderEliminar¿Alguien conoce el poema de Juan Rodríguez Guzmán titulado ¿Por qué al laurel se unió el ciprés? dedicado a Zorrilla?
ResponderEliminarfarroski@gmail.com