Últimamente estoy leyendo bastantes cómics, o, como se
llaman pomposamente ahora para darles respetabilidad intelectual, novelas
gráficas. El fin de semana pasado me leí uno detrás de otro El gourmet solitario, de Jiro Taniguchi
y Masayuki Kusumi (Astiberri, 2011), El
ángel de la retirada, de Serguei Dounovetz y Paco Roca (Bang ediciones,
2010), Ausencias, de Ramón Rodríguez
y Cristina Bueno (Astiberri, 2012), al que me gustaría dedicarle próximamente
una entrada en este blog, y Yo. Otro
libro egocéntrico de Juanjo Sáez (Reservoir Books, 2010). Y es de este último, de
un fragmento de este último, de lo que quería hablar en esta entrada.
De Juanjo Sáez recomiendo muy vivamente El arte. Conversaciones imaginarias con mi
madre (Mondadori, 2006), un repaso gráfico por la historia del arte,
interesante, vivo y, por momentos, emotivo. Un libro verdadero que se
constituye en un ejemplo de contemplación –y reescritura- desprejuiciadas del
arte desde la vida. Yo, me gustó
también. Digo esto para contextualizar adecuadamente las cosas que voy a comentar en esta
entrada.
Yo es un repaso a
tiras gráficas que Juanjo Sáez publicó en distintas publicaciones y que
permanecían dispersas, sin haberse vuelto a publicar. Pero -y eso es lo más
interesante del libro- no se limita a ser una suma de tiras, sino que a través
del procedimiento de un diálogo sobre ellas entre el propio Sáez y una
autoritaria sombra interior a su conciencia que vendría a ser algo así como el
superyó, se comentan, se
ponen en relato, y se ofrece una explicación de su génesis, de su origen, y de
su vinculación con el sujeto de la escritura. Y eso es lo que hace a este texto
más interesante, porque se convierte en toda una revisión de la relación
imaginaria de Sáez con su obra, y del estatuto del dibujante en la sociedad
actual, es decir, del artista, del escritor, en el seno de la cultura de masas y
de los medios de comunicación. Por todo eso es muy recomendable.
Me voy a detener, sin embargo, en un incidente concreto y
en la manera cómo se explica, que reconozco que me irritaron profundamente y que
a punto estuvieron de hacerme desistir de la lectura.
En la página 102 se reproduce una tira publicada en El Periódico. Consta de una sola viñeta
en la que se puede ver un barquito cruzando alegremente el mar. Sobre él, una
frase escrita con la típica caligrafía autógrafa del autor: “Raimon: Sólo
conozco una canción, “Mediterráneo”. En la misma página del libro, el dibujo
que representa al dibujante explica: “Ésta es la viñeta que más cola ha traído
de todas las que he hecho”. En las páginas siguientes narra en qué consistió
esa cola.
Para empezar, explica cuál era la intención del chiste:
“Sólo quería decir que los de mi generación ya casi no se acuerdan de todo eso,
y lo único que sabemos de la Nova Cançò es la canción “Mediterráneo”, de
Serrat. Es un chiste bastante malo, aunque algunos vieron muy mala leche”.
Juanjo Sáez nació en 1972. Por lo tanto, cuando habla de su
generación está hablando también de la mía. Y esa generalización me resultó ya
muy fastidiosa, porque, desde luego, yo sé bastantes más cosas de la Nova
Cançò, y aunque escuché las canciones muchos años después de que fueran
cantadas por primera vez, lo hice con renovada emoción. Hoy, cuando las vuelvo a
escuchar, me hablan no sólo de la mítica lucha antifranquista que yo no viví,
sino de mi propia juventud, cuando las escuchaba, las cantaba y las hacía mías.
Y, recientes encuentros con buenos amigos de mi edad y más jóvenes, me
recuerdan que eso no es tampoco un hecho aislado. También es verdad, para ser
justos, que puedo pensar en muchísimas personas de mi edad que merecerían el
diagnóstico de Sáez.
Pero su narración continúa. “La cuestión es que el mismo
día de la publicación, la mujer de Raimon llamó al diario (creo que es su
mánager) para protestar y exigir responsabilidad por haber publicado “eso” y
que era una falta de respeto y ta, ta, ta. Al poco tiempo mi sección de El Periódico se fue a hacer puñetas, por
faltar el respeto a un tótem de la lucha antifranquista”.
A partir de este momento, vuelven a aparecer dibujos.
Primero, el superyó interior le recuerda que en realidad al director del diario
hacía tiempo que su sección le disgustaba profundamente. Pero después, el
dibujo que representa al autor continúa explicando. Un tiempo después, estaba
en casa viendo por televisión un documental sobre la Nova Cançò en el que
aparecía el propio Raimon explicando sus problemas con la censura. Al
principio, las anécdotas que contaba le impactaron, hasta que recordó el
episodio de la viñeta: “Qué cabrón, al tío lo censuraban y ahora censura él”. A
partir de ahí comienza una airada requisitoria generacional en la que, entre
otras cosas, afirma su dibujito lo siguiente: “Nuestra generación no ha luchado
contra nada y no nos hemos ganado esos privilegios de mierda. A veces, parece
que nos tengan rabia por haber nacido en una época mejor y no haber tenido que
correr delante de los grises”.
Obviamente la frase “haber nacido en una época mejor”
escrita por alguien que nació en el 72 no debe ser leída en sentido literal.
Entiendo que quiere decir haber crecido en una época mejor, o haber sido
adolescentes o jóvenes en una época mejor. Así lo entiendo. O eso, o la
perdonable coquetería de querer quitarse años olvidando que la biografía de la
solapa no miente.
Lo primero que me nace responder es que él no habrá luchado
contra nada, pero que a mí no me incluya en ese “nosotros” apolítico y hacer a
continación una lista de las causas diversas en las que yo mismo me embarqué
desde mi juventud. O, incluso, claro, narrar batallitas presentes de compromisos
actuales, más necesarios que nunca. Pero la realidad cruda es que algo de lo
que afirma Juanjo Sáez es verdad, y no creo que yo o mis amigos politizados
seamos ejemplo de nada. Baste recordar que yo me convertí en mayor de edad en
1989. Es mi generaci
ón en Valencia la que ha cimentado las
mayorías absolutas del PP, que han sido la coartada para el saqueo. La verdad
es que la aportación de mi generación a la historia de este país es bastante
lamentable. Nos ha gustado pensarnos como víctimas, pero en realidad hemos sido
también cómplices y ejecutores. Y hay que decirlo. Aunque lo que me sigue
irritando en el texto de Sáez es su orgullo generacional, el desafío que
implica esa especie de seña de identidad basada en el pensamiento débil y la
molicie acomodada.
Me ha recordado este texto, además, una tendencia
detectable en autores de esta misma generación, y no sólo españoles. Algo que
este cómic comparte con Los rubios,
la película de Albertina Carri (Argentina, 2003), o con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Mondadori,
2008), la novela de Patricio Pron de la que ya hablé en este blog, es la
tendencia a considerar la sociedad politizada de los años setenta, en la que
nacieron los autores, como una realidad indescifrable por absolutamente ajena,
y, lo que es peor, a basar una problemática superioridad, cuando no
displicencia, en ella. Es un gesto adolescente, casi, peterpanista, en lo que
por cierto, tal vez vendría a apuntar a otro de los rasgos definitorios más
lamentables de esta generación perdida.
Pero al mismo tiempo, es curioso cómo ha envejecido este
texto, publicado en España hace tan solo dos años. “No haber tenido que correr
delante de los grises”, decía Juanjo Sáez. Y, probablemente, mientras lo
escribía, pensaba que ya no habría que volver a correr delante de ellos.
En mi juventud, yo corrí alguna vez delante de los
antidisturbios. Pero, para qué vamos a exagerar, fue bastante excepcional.
Recuerdo una manifestación del 25 de abril en Valencia que acabó con golpes de
los neonazis y de los antidisturbios. Como suele pasar, la carga fue motivada
por la “pelea”, aunque al final las porras resultaron bastante selectivas, y la
violencia fue, básicamente, unidireccional. También recuerdo algunas cargas a
la salida de Mestalla después de un arbitraje muy polémico. Una con caballos y
todo, contra una multitud numerosa y airada. Poca cosa. Y como además yo era
muy prudente, corrí, porque lo cierto es que corrí, pero bastante de lejos, con
la tranquilidad de que bastaba ir hacia la acera, pegarse a las paredes, o
correr un par de calles, para que hubiera pasado el peligro y la amenaza.
Pero, la verdad es que nunca había visto tan de cerca las
porras de los antidisturbios como en febrero pasado, en los alrededores del
Instituto Luis Vives en Valencia. Por eso, yo no sé Juanjo Sáez, pero creo que
ya no es posible decir eso de que nuestra generación no ha corrido delante de
la policía. Ha corrido, como las generaciones que nos siguen. Han corrido y
correrán. Estos días es posible leer en la prensa cómo el gobierno quiere
impedir que se filmen las acciones represivas de la policía. Como los soldados
de Estados Unidos al tomar Bagdad, las primeras balas son contra los testigos. Así
que debemos prepararnos para lo peor.
Por eso creo que el texto de Juanjo Sáez puede leerse hoy
como un síntoma del estupor con que los manifestantes han recibido la violencia
de la policía en Valencia, en Barcelona, en Madrid. Los manifestantes de hoy no
saben hacer cócteles molotov, ni siquiera llevan en realidad piedras ni palos.
Se manifiestan pacíficamente y se han creído que viven en un estado democrático
y garantista, y que, en efecto, los grises eran cosas de las generaciones
anteriores. Y de pronto se han encontrado con policías que no dispersan
manifestaciones ilegales o violentas, sino que apalean sin que medie
provocación, o urden ellos mismos la provocación utilizando infiltrados,
persiguen hasta la acera, o incluso hasta los andenes de la estación, para
propinar escarmientos atrincherados en su chulería y en trajes de combate
contra gente desarmada y en camiseta. Creímos que los tiempos habían cambiado,
y ahora están aquí los violentos de siempre al servicio de un poder que resulta
ser al final el de siempre, un poder oligárquico que gobierna contra el pueblo,
que hace de la polarización social y la consolidación y blindaje de las élites
sociales los evidentes objetivos de sus políticas.
En ese sentido, el libro de Juanjo Sáez, como tantas cosas
publicadas en la primera década del siglo XXI parecen añejas. Mucho más añejas
desde luego que las canciones de Raimon. Habrá que repasarlas entonces, para
volver a decir no, con idéntica convicción, con idénticos motivos, a la ley del
miedo y de la sangre.
Y, desde luego, ya no
podremos volver a descartar que a la salida del concierto nos esperen los
anti-disturbios con las porras preparadas.
Magnífica reflexión. Me identifico totalmente con tu rabia ante esa extraña despolitización de nuestras generaciones postfranquistas. Como si no hubiera cosas por las que luchar, y contra las que luchar...
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