El día 4 de julio de 1994 se jugaba en San Francisco el quinto partido de
los octavos de final del Campeonato Mundial de Fútbol: Brasil contra Estados
Unidos. Y aunque hoy, visto con la perspectiva que da el tiempo, cuando ya
sabemos cómo acabó aquel campeonato, parezca un enfrentamiento muy desigual,
entonces no lo parecía tanto.
La selección de Brasil tenía por seleccionador a Carlos Alberto Parreira.
Y en aquel momento no era precisamente el hombre más popular de Brasil. La
primera fase se había superado sin problemas, ganando los dos primeros
partidos, contra Rusia (2-0) y contra Camerún (3-0). El tercer partido, de
trámite, había acabado empatando contra la sólida selección sueca, que acabaría
por llegar a las semifinales.
Y aun así, existían muchas dudas sobre el equipo. Tenía dos delanteros de
esos que, si hubieran jugado en la selección de Zico y Sócrates, se habrían
divertido mucho más: Romario Y Bebeto, dos jugadores con imaginación, dos niños
grandes de los que parecían realizar todavía en los estadios jugadas imaginadas
en los partidos callejeros de su infancia.
Pero la selección de Zico no ganó el Mundial. Y Parreira quería un equipo
serio, táctico, bien armado en la defensa, y con un poderoso centro del campo,
con Dunga, Mazinho y Mauro Silva como correosos contenedores del juego del
rival, pero sin la desbordante creatividad de sus predecesores de la década
anterior.
Era una apuesta arriesgada. Si se ganaba el Mundial, si Brasil se
convertía en Tetracampeón, Parreira y sus jugadores demostrarían haber
entendido los errores del 82 a cambio de privar a los espectadores brasileños
del goce –y el orgullo- de ver a los jugadores divirtiéndose en el campo de
fútbol, actualizando en cada partido el sentido que nunca debió perder el juego:
pasarlo bien, hacer disfrutar a quienes lo practican y a quienes lo presencian.
Ahora, sin embargo, los futbolistas eran disciplinados trabajadores. Y si no se
ganaba, si el sacrificio de las señas de identidad futbolísticas se producía a
cambio de nada, serían recibidos en Brasil como traidores, como derrotados sin
gloria.
Y después de la primera fase, ahora, en octavos de final, es cuando había
llegado el momento de la verdad. La eliminación sería un desastre total, el
enfrentamiento inmediato con la deshonra, con las multitudes fervorosas
decepcionadas. Es posible que los jugadores brasileños lo tuvieran en la cabeza
aquella noche al saltar al terreno de juego. Que mientras le daban el primer
toque a la pelota pudieran avanzar las imágenes de un triste regreso a un país
triste.
El presidente del Brasil en aquel momento se llamaba Itamar Franco. No
había sido el elegido en las elecciones de 1989. Entonces había ganado Fernando
Collor de Melo, pero este había debido dejar el poder en 1992 en medio de un
escándalo enorme de corrupción. El país se encontraba en una crisis política
muy profunda que agravaba todavía más la crisis económica. Se venía de un
periodo de hiperinflación que había llevado al Brasil al borde del colapso
económico. Ahora, el nuevo Ministro de Hacienda, Fernando Henrique Cardoso, una
vez disuelto su pasado y exitoso dúo con Enzo Faletto, había puesto en marcha el
llamado Plan Real, que estaba estabilizando la economía a costa de profundizar
las políticas neoliberales. Los brasileños pobres, como sucede hoy en España,
eran entonces más pobres. Las clases medias eran ahora crecientemente pobres
también. Y si hay una cosa que puede hacer más soportable la vida de un
brasileño pobre –pan y circo, ya se sabe- es el fútbol: ver jugar a Brasil, a
la canarinha, y verla jugar bien.
Y esa responsabilidad añadida los jugadores del equipo la conocen muy
bien. Muchos de ellos fueron niños pobres; muchos son hijos de pobres, crecidos
en esos barrios en que ahora mismo estarán buscando un televisor para ver a sus
chicos dispuestos a sostener la leyenda de la camiseta amarilla, de la camiseta
de Pelé. Y durante el tiempo que dure el Mundial, mientras la selección sea
capaz de prolongar el sueño, no existirá nada más que fútbol. Los brasileños
pobres se sentirán ricos por delegación. Se sentirán poderosos porque los suyos
pueden hacer con un balón cosas que nadie más puede atreverse ni siquiera a
intentar.
Y ahora, este 4 de julio, el rival
es nada menos que Estados Unidos. Se enfrentan Ariel y Calibán, los dos
factores continentales de los que hablaban José Enrique Rodó y José Martí. La
América Latina, mestiza, abigarrada, pasional, con el poderoso vecino del
norte, con aquel que dictó las políticas neoliberales del gobierno brasileño,
FMI mediante, con aquel que apoyó el derrocamiento del presidente João Goulart
en 1964 por el ejército golpista. Los Estados Unidos, el Imperio todopoderoso,
el águila que sobrevuela las Américas con gesto dominador.
Pero en el fútbol no es exactamente así. En el fútbol el norte es el sur,
haciendo realidad la hipótesis cantada por Ricardo Arjona aquellos años.
Estados Unidos es una selección menor, de jugadores amateurs que no tienen
detrás la pasión de las multitudes. El equipo es una mezcla de latinos, de
inmigrantes, de hijos de inmigrantes europeos y latinoamericanos, junto a algún
niño de familia bien que encontraba el soccer
elegante y europeo en la universidad, y que no tenía el físico para jugar al
fútbol americano ni la altura para el baloncesto. Lalas, Meola, Pérez, Balboa,
Clavijo, son apellidos del equipo titular de aquella selección.
Tab Ramos, su número 9, de hecho, es uruguayo. Vive en los Estados Unidos
desde los once años pero él es tan uruguayo como José Enrique Rodó. Y allí
está, con la mano en el pecho y mirando la bandera de las barras y las
estrellas. Cuando su familia dejó Uruguay, en 1977, una dictadura militar
gobernaba allí, con el beneplácito del país de cuya selección nacional de
fútbol era, ahora, diecisiete años después, la figura principal.
Y allí están: las barras, las estrellas, el gesto marcial de los
jugadores cantando el himno. Y entonces, un 4 de julio, Estados Unidos es
Estados Unidos y Brasil es Brasil. Ariel y Calibán.
En la primera fase, Calibán había vencido. Estados Unidos se había clasificado
tras vencer a la selección de Colombia, la de Higuita y Valderrama, en un
partido extraño, que quedó sentenciado por un auto-gol de Andrés Escobar. La
hegemonía simbólica de Latinoamérica en el fútbol había sufrido aquel día un
duro golpe.
Todavía hoy no está claro que fuera por motivos estrictamente deportivos.
Andrés Escobar había sido asesinado en Medellín el 2 de julio por pistoleros
vinculados a mafias que operaban también en las apuestas deportivas. Alguien
había ganado mucho dinero gracias a aquella derrota. Y alguien, también, lo
había perdido. Y eso le había costado la vida al ejecutor, voluntario o
involuntario.
La derrota de Colombia en el corazón de los 90 era también un símbolo: la
derrota de un país que se hundía traicionado por las clases dirigentes,
atravesado por la violencia y el dinero negro. Colombia, América Latina, se
marcaba goles en propia puerta jugando contra Estados Unidos.
Por todo eso no es raro que la primera parte fuera tensa, con un dominio
brasileño infructuoso. Los jugadores estaban posiblemente paralizados por el
pánico de la representación. La primera ocasión de gol, además, fue para
Estados Unidos. Balboa no llegó a rematar una pelota que le pasó por delante
muy bien centrada, y que había dejado en evidencia a la supuestamente
inexpugnable defensa de Parreira. Brasil había llegado después más al área
rival, pero no con la frecuencia deseada. Los errores en el último momento,
como los de Bebeto o Aldair, demostraban nervios e inseguridad. Aquel grupo de
jugadores se enfrentaba a uno de esos momentos decisivos en la vida de los que
habla a menudo Jorge Luis Borges: esos instantes en que un hombre mira cara a
cara a su destino.
Y eso es precisamente lo que le ocurrió en el minuto 43 al lateral
izquierdo de la selección brasileña, a Leonardo, que hasta hacía muy poco había
jugado en el Valencia CF. Él nunca había sido un lateral de contención. Era más
famoso por su capacidad para sumarse al ataque, uno de aquellos “carrileros” de
los que tanto se hablaba en el fútbol de los 90. Y en aquel equipo de Parreira
tenía que ser capaz además –sobre todo- de defender con autoridad.
Ese minuto 43 Leonardo estaba presionando muy avanzado. La pelota estaba
en poder de los Estados Unidos, pero él estaba defendiendo en campo contrario.
Tab Ramos recibió el balón a pocos metros, y él se adelantó todavía más para
presionarlo. Entonces, la estrella de los Estados Unidos gira sobre sí misma
para proteger el balón, manteniendo a distancia al defensa brasileño con la
mano. Inmediatamente, intenta el regate: trata de pasar el balón entre las
piernas de su rival y sobrepasarlo por el exterior, pero Leonardo reacciona con
reflejos. Corta el balón con el pie derecho y, por un segundo, ve la banda
libre para iniciar la incursión.
Quizá en esa fracción de segundo entrevió la jugada decisiva que grabaría
su nombre en la historia de la selección y en la memoria colectiva de los
suyos, la galopada rapidísima y el centro decidido que desbordaría a la
defensa, el sorprendente remate de Romario enviando la pelota allí donde el
portero no lo hubiera ni siquiera sospechado. Quizá lo presintió. Pero nada de
eso llegó a suceder.
El jugador estadounidense, al sentir que perdía la pelota, agarró
instintivamente de la camiseta al brasileño. Esa mano se interponía entre la
banda y él. Leonardo trata de liberarse, tira enérgicamente, pero la mano de
Tab Ramos es firme y se aferra aun más a su camiseta. Leonardo tiene un brazo
libre, y ese es el instante decisivo: el instante que enfrenta a un hombre con
su destino, en un gesto que ni siquiera pasa por la voluntad, que simplemente
sucede, fatal, inexorable.
Leonardo extiende el brazo y lo descarga con fuerza hacia atrás,
flexionándolo ligeramente. Su codo impacta en la cabeza de Ramos, que cae
fulminado al suelo. Inmediatamente llegan dos jugadores norteamericanos y
empujan al brasileño. Él, que nunca había sido un jugador violento, llega a
esbozar un gesto de disculpa. El árbitro, Joel Quiniou, acude también, pero con
la tarjeta roja ya en la mano. Leonardo está expulsado.
Durante los minutos que tarda en salir del campo, se le ve deambular
entre los empujones y los insultos de los rivales, sin responder a ninguno. Se
acerca a Tab Ramos, que continúa en el suelo pero finalmente emprende el camino
de los vestuarios sin hablarle. Con una mirada vacía, tal vez porque solo mira
hacia adentro. Quizá porque es el instrumento del destino, desmadejado y vacío
después del instante decisivo. El actor sale de la escena. El destino se
bifurcaba y escogió el sendero equivocado. Por un momento, la gloria
entrevista; una décima de segundo después, el papel del malo, como Edipo justo
antes de arrancarse los ojos.
En la segunda parte, a pesar de la inferioridad numérica, Brasil ganó el
partido gracias a un gol de Bebeto. Ariel, finalmente, venció a Calibán. El Sur
volvió a ser el Norte en el planeta del fútbol. Exactamente trece días después,
Brasil se convirtió en la primera selección tetracampeona del mundo al vencer
por penaltis a Italia. Sin magia, quizá; sin fantasía; sin parecer que estaban
jugando en la calle del barrio de la infancia, pero ganaron. Y los brasileños
pudieron olvidarse unos días más de los ajustes económicos –de los recortes,
diríamos hoy- y de la pobreza.
Pero Leonardo no jugó ese partido. Ni tampoco la semifinal, contra
Suecia. Ni siquiera los cuartos de final, contra Holanda. No pudo abrir el
carril izquierdo. No fue un defensa seguro que a veces sube al ataque y
desequilibra. Tenía una sanción de la FIFA por cuatro partidos. Brasil escribió
aquella historia sin él. Los aficionados que recitan la alineación del equipo
tetracampeón no dicen su nombre.
Posiblemente, Tab Ramos era un un jugador más sucio que Leonardo. Pero,
aquel día, fue Leonardo quien agredió a Tab Ramos. Nada puede cambiar ese
hecho. Y por eso, Leonardo está fuera de campo en la fotografía del éxito. Por
muy poco. Por un instante. Por un gesto. Por una cabeza, como decía el tango.
Por un giro del destino. Por un golpe de dados del azar. Por un golpe del codo.
De su codo.
Del codo de Leonardo.
(Una versión previa de este relato apareció publicado en el Llibret 2012
de la Falla Na Jordana, de la ciudad de Valencia, con el título “El colze de
Leonardo”. La Falla estaba dedicada este año a Leonardo Da Vinci)
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