La
semana pasada, por fin, vi la película Camino,
de Javier Fesser (2008). Fue necesario para ello encontrármela en el programa
de una asignatura que debía dar a mis estudiantes de la Universidad de
Virginia. Decidí no quitarla, y enfrentarme a ella. Y sabía que iba a ser una
película muy difícil de ver para mí. Sabía que durante dos horas iba a
enfrentarme a muchos demonios personales e íntimos. Por eso no había sido capaz
de verla antes.
Y
así fue. Sé que cuando me levanté para despedir a los estudiantes e hice
algunas bromas sobre las películas tan alegres que les hago ver me temblaba
ligeramente la voz. Ellos, desde la distancia cultural, no pueden sospechar qué
había debajo de ese temblor. No pueden sospechar cuántos curas y cuántas monjas
ha habido en la existencia.
En
un cajón de mi casa guardo las fotos de la ceremonia que convirtió a mi tía en
monja en algún lugar de la oscura y siniestra postguerra. Fotos en blanco y
negro de una joven veinteañera ofrecida a Dios como una vestal, casada con
Cristo, como ella me diría mucho después. Una mujer joven, entregada en
sacrificio vital. Una mujer joven para siempre infantilizada y alienada, con la
misma actitud hacia el sexo que una pudorosa adolescente beata durante toda su
vida. Con el mismo misticismo romanticoide de una novela de Rafael Pérez y
Pérez. Con la fustración acaso de no haber tenido hijos que en algún momento le
sospeché. Mi tía fue toda su vida una adorable niña grande. La quise mucho. La
recuerdo con mucha ternura. Y ella no lo aprobaría si supiera que creo que la
iglesia de la postguerra le robó su vida, su cuerpo, sus afectos. Le negó la
mujer adulta que hubiera podido ser.
En
el otoño de 1996, mi casa en Paterna estaba llena de monjas. Mi madre estaba
muy enferma, y las monjas, como cuervos ocupaban el comedor de mi casa,
opinaban sobre todo, nos decían a mi hermano y a mí lo que debíamos hacer. Una
de ellas, lo recuerdo bien, además de darnos el pésame poco después, se quejó
ásperamente de que la homilía de la misa hubiera sido en valenciano. Las mismas
que sólo volvieron a llamar para pedirme que les llevara la llave del colegio
que debía de estar en el bolso de mi madre. La mezquindad, el dogmatismo
ideológico y la estrechez de miras vestidas con el ropaje de una bondad
supuesta y raramente demostrada.
Fue
una de aquellas monjas la que le dio a mi madre una estampa de “la santita”, a
ver si hacía un milagro y la reconocían por fin como lo que había sido: una
santa. Así es como se cruzó en mi vida Alexia González-Barros, una pobre niña
que había nacido el mismo año que yo pero que había muerto con sólo catorce
años de un tumor cerebral, aceptando el martirio, la voluntad de Dios, como
creo recordar que decía aquella estampita. Yo la odié, como odié a aquella
monja que desde su candidez, su estupidez, su misticismo, su enajenación,
intentaba darnos falsas esperanzas con una sonrisa demasiado cretina para ser
sincera. Aquella beatita del Opus no tenía nada que ver conmigo. Y si había
aceptado la injusticia cósmica de una enfermedad como aquella como una
bendición de Dios, pues mejor para ella, con su pan se lo comiera. Yo no podía
ya tener aquel consuelo.
Mi
madre le rezó; mi tía le rezó, pero, por supuesto, no hubo milagro. El silencio
de la santita fue una versión menor del silencio de Dios.
Por
eso no fui capaz de ver Camino, una
película que se anunciaba basada en la vida de aquella remota santita. Y por
eso, como me temía, la vi con emoción profunda, interpelado en cada fotograma,
lidiando, como la niña protagonista, con mis fantasmas, que tenían la forma de
un ángel de la guarda presuntamente bueno, afectamente hermoso, y que sin
embargo aterroriza cuando aparece en una estación desierta en medio de la
noche, cuando hemos sido abandonados por los padres, que se alejan en coche sin
volver la vista atrás. La película es desoladoramente hermosa,
insoportablemente bella, profundamente verdadera.
En
aquella película estaba todo: las fases de la enfermedad, que me hacían apartar
la vista de la pantalla; pero no sólo eso. En el personaje de la madre
reconocía viejos gestos de la educación católic: el sacrificio es un bien en si
mismo. Si lo que se desea realmente es un pastel de nata, pues entonces se
compran torrijas. El deseo es siempre malo, hay que atajarlo porque es algo
sucio, pecaminoso, una debilidad. En los sacerdotes que pululan por aquella
casa haciendo sentir su imperio moral, su férrea dirección, secuestrando
voluntades y cuerpos, reconocí los mismos gestos de aquellos cuervos siniestros
que desgranaban rosarios en el comedor de mi casa tomada mientras dictaminaban
inflexibles sobre lo que había que hacer, sobre lo que se había de sentir,
sobre el pecado de la pena, sobre la soberbia infinita de cuestionar a Dios. En
la niña, que en medio de su sufrimiento pide disculpas a las enfermeras por la
lata que está dando, reconocí la culpa, ese virus insidioso que nos inocularon
desde que éramos pequeños, que después nos pasamos toda la vida intentando
sacudirnos aunque sospechamos que es en vano. Por eso conmueve tanto la
voluntad de alegría de la niña de la película, que lo que quiere es entrar en
el grupo de teatro en el que está el chico que le gusta, que delira con ello en
los últimos instantes de su vida. La alegría de vivir amenazada, doblegada por
el absurdo de la existencia humana, cercada por el fanatismo y la oscuridad de
su entorno, dispuestos, si hubiera sobrevivido, a castrarla, a sepultarla en
vida, como habían hecho con su hermana.
Con
todas las escenas terribles que tiene la película, una me resultó especialmente
conmovedora. La hermana mayor de Camino encuentra en el armario de la
habitación del hospital su guitarra, que su padre había intentado
infructuosamente hacerle llegar. Es una típica chica del Opus, con sus faldas
largas, su sonrisa cándida y su mirada ausente. Y, de pronto, en la habitación
de aquel hospital, recuerda quién fue, quién hubiera podido ser. La guitarra
todavía tiene las pegatinas con que aquella otra que fue la decoró. Y entonces,
se sienta junto a su hermana, comienza a tocarla y, dulcemente, canta. Una
canción de Dover, si no recuerdo mal. Y nos olvidamos de las faldas largas. Y
vemos a una joven llena de vida, de deseos, como la que seguramente había al
otro lado de los hábitos negros y la mirada grave del sacerdote en las fotos
que guardo en un cajón. Desgraciadamente, el encantamiento durará lo que dure
la canción. La joven de las fotos murió convertida en una monja anciana muchos
años después.
Camino es la película que me hubiera
gustado rodar a mí. Hacía mucho tiempo que no sentía tanta identificación con el
lugar desde donde se cuenta. Durante varios días la llevé en la cabeza. Creo
que escribo este texto para librarme de ella. No hubo nadie del Opus Dei en mi
familia, afortunadamente. Y sin embargo, al pensar en ello ahora me doy cuenta
de que el Opus Dei es básicamente la radicalización de la lógica profunda del
catolicismo: la castración, la represión, la culpa, el sufrimiento como valor,
la obediencia ciega, la infantilización. Y entonces me doy cuenta de que después
de todo Alexia González-Barros sí tenía algo que ver conmigo, más allá de
aquella estampita que nos convirtió oscuramente en rivales.
No
sé si Alexia se parecía en algo a la convincente y verosímil protagonista de la
película. Sé que yo mismo he recorrido un largo camino (no es casual el uso de
esta palabra) desde 1985, desde que tenía catorce años. Alexia hubiera podido
ser cualquier cosa, hubiera podido sacudirse la costra de fanatismo que le tocó
heredar. Quién sabe. Por ello, hoy me inspira ternura retrospectiva, solidaria,
y una inmensa compasión. Y al revisar las páginas web que aún hoy siguen
mercadeando con su nombre y su memoria, sólo puedo sentir desprecio hacia
quienes han seguido utilizando su sufrimiento con fines propagandísticos, para erigir
certezas y posiciones de poder sobre el dolor ajeno, hacia quienes han querido
sacar provecho, sacan provecho todavía, de esa muda acusación hacia el vacío,
hacia el sinsentido de todo, que es el dolor irreductible al discurso de una
niña, la muerte terrible de cáncer de quien apenas ha empezado a asomarse al
mundo.
Ojalá
podamos un día librarnos definitivamente de tanto demonio vestido de pastor, de
tanto cuervo, de tanto ángel de la guarda que nos aterroriza con su falsa
hermosura, con el filo helado de su espada de dogmas. De los falsos refugios
contra la nada, que nos hacen pagar con sometimiento, castración y culpa el
calor precario de sus fingidas certezas.
Cuándo tenía 35 años, padecí (porque bien que lo padecí) un cáncer en el sistema linfático y todavía no me he hecho el ánimo de ver la película.
ResponderEliminarTu ártículo, me parece, sencillamente, genial...
Muchísimas gracias!! Me ha emocionado mucho tu comentario. Lástima que sea anónimo. Un abrazo muy fuerte!!
EliminarMe encanta el hincapié que haces en tu artículo sobre el valor que la Iglesia le otorga al sufrimiento. Dolor podemos sentir todos -de hecho, lo sentimos-, pero el sufrimiento podemos evitarlo si no nos aferramos a ese dolor y vemos la vida desde un prisma más alegre. Sin embargo, parece que a la Iglesia le sale bastante rentable eso de predicar a través del miedo, de la idea de que todo sufrimiento supone una recompensa. Es la forma más fácil y ruin de mantener al rebaño controlado, amedrentando y alimentando ese miedo al placer, a la felicidad.
ResponderEliminarAunque no me gusta hacer ni bromas ni juegos de palabras con esta enfermedad que ha golpeado de frente a varios seres queridos, la película refleja claramente cuál es el cáncer real en esta sociedad. A mi también me costó mucho verla, aunque no sé qué me produjo más dolor, si la enfermedad en sí o la anulación total que curas, monjas y demás beatas hacen del padre.
Enhorabuena por el artículo, me ha gustado muchísimo.
:)
Muchísimas gracias por tu lectura, Borja, y por compartir conmigo tu reacción al texto! :)
ResponderEliminarAcabo de ver la película, impulsada por este texto. Y he vuelto a él tras ver la película para reevaluar mis propias reacciones. Sólo puedo decir que ha sido una experiencia muy intensa, que coincido contigo en muchas de las sensaciones que describes (también he vivido situaciones parecidas a la que relatas en el comedor de tu casa). Y en fin, que tanto la película como tu texto son de una sinceridad y una belleza increíbles. Un testimonio desgarrado y desgarrador del mal que puede crear el fanatismo y la alienación que ese fanatismo conlleva.
ResponderEliminarUn texto magnífico :)
Muchísimas gracias por compartir conmigo tu experiencia lectora. :)
Eliminarcomo se llama la cancion que canta la niña camino con sus amigas en la iglesia
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