“Como si se pudiese elegir en el amor, como si
no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en mitad del
patio. […] Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando
salís de un concierto”. Esta cita de Rayuela
se la debo a una amiga que la recitó, de memoria y más por extenso, antes de
dictaminar que Julio Cortázar había envejecido mal. Escenificaba así la
condición misma del estaqueamiento, de la mojadura. Una cosa es lo que decía su
discurso crítico. Otra, la que mostraba recitando emocionadamente un párrafo
completo de una obra supuestamente envejecida. Es lo que tiene Cortázar. A
Cortázar se le ama.
Roland
Barthes, en sus Fragmentos de un discurso
amoroso (Círculo de Lectores, 1997) lo explicaría de manera parecida: “¿Qué
pienso del amor? –En resumen, no pienso nada. Querría saber lo que es, pero
estando dentro lo veo en existencia, no en esencia. Aquello que yo quiero
conocer (el amor) es la materia misma que uso para hablar (el discurso
amoroso)”. “Excluido de la lógica –concluye más adelante- no puedo pretender
pensar bien”.
Creo
que esa es una de las cosas más perturbadoras del amor, del enamoramiento. Que
simplemente sucede. Que no hay un acto previo de la voluntad. Ni siquiera un
simulacro. Y que sólo se puede hablar de él desde fuera. Desde dentro, hay un
incesante decir el amor, habitar sus figuras, desplazarse a través de ellas,
reiterarlo. Porque en realidad uno no se enamora, se mira enamorarse,
normalmente no sin cierto estupor. Como dicen en inglés, se cae en amor. El
amor es un trance. Representar el amor es “representarme a mí mismo mi
delirio”, para decirlo otra vez con las palabras de Roland Barthes.
Horacio
Quiroga, en uno de sus Cuentos de amor,
de locura y de muerte, editados por cierto en España por Menoscuarto en
2004, ejemplifica de manera excelente esta estructura de delirios cruzados. Se titula “La meningitis y su sombra”, y es
uno de mis relatos preferidos del volumen.
Carlos
Durán, el protagonista, es requerido por la familia de su amigo Funes para que
les ayude a paliar el sufrimiento de su hermana pequeña, Maria Elvira,
gravemente enferma de meningitis. Al parecer, en su delirio, expresa un deseo
intenso de verlo, precisamente a él. A pesar de sus resistencias y
escepticismo, accede, y al entrar en la habitación de la enferma se enfrenta a
la mirada deseante de dos ojos luminosos: “el mareado relampagueo de dicha
–hasta el estrabismo- cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a
treinta y siete grados los volveré a hallar”. ¿Pero es que el amor, por
definición, puede calificarse de “normal”? ¿Es la temperatura corporal
suficiente indicio de la ausencia de delirio?
En
cualquier caso, Carlos cumple con su misión “terapéutica”, como la califican
insistentemente el médico y la familia. Pero, por supuesto, no sale indemne de
ella: “Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabe quién soy,
y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor,
aunque sean de dos horas y a cuarenta grados, se pagan en el día”. Y más,
cuando ella, todavía bajo los efectos de la fiebre, le espete a traición la
siguiente pregunta desestabilizadora: “¿Y cuando sane y no tenga más delirio, me querrás todavía?”.
El
cuento, en efecto, nos plantea muchos interrogantes que no son fáciles de responder.
Y que nos remiten a ese peculiar flujo de lenguaje que es el discurso amoroso.
Si el amor es un delirio, ¿quién es su sujeto? ¿Dónde estoy yo, cuando mi
delirio enuncia sus deseos, y dota, mediante pinceladas sucesivas y logradas
(otra vez Barthes), a un objeto concreto de la perfección del fantasma? ¿Cómo
nombrar el delirio desde dentro?
Pero
también: aun sabiendo que el objeto del amor es tan sólo un fantasma, una
sombra, ¿cómo escapar al espejismo de lo perfecto, a la poderosa sensación
–estaqueado en el medio del patio- de sentir por un momento colmado el deseo,
es decir, de que el objeto –el fantasma- existe, y, contra todo pronóstico, se
ha encontrado? ¿Vale la pena, en realidad, intentar escapar, aunque ello fuera
posible? Más Barthes: “El encuentro hace pasar sobre el sujeto amoroso (ya
raptado) la estupefacción de un azar sobrenatural. El amor pertenece al orden
(dionisíaco) del golpe de dados”.
No
revelaré el fin del cuento. Sólo diré que acaba bien, pero que, a cambio,
muestra en las líneas finales su condición de escritura. La clausura del
relato lo blinda contra el desgaste del encuentro inicial. Termina cuando
todavía quedan ecos del golpe de los dados contra el tablero.
El
amor es un delirio. Alguien que no coincide exactamente con uno –el sujeto
delirante- identifica como objeto perfecto de su deseo a una encarnadura –acaso
necesariamente temporal- de su fantasma. El momento del encuentro, además –si
se produce- concluye un relato, pero está condenado a convertirse en momento
mítico de plenitud, tanto más perfecto cuanto que es irrecuperable.
Suena
todo bastante embrollado. Y además, parece que no pueda acabar bien. Al menos, bien del
todo.
Y,
sin embargo, qué propensión a dejarse calar hasta los huesos al salir de un
concierto...
La fotografía procede de aseekingspirit.wordpress.com
"Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir, y al fin andar sin pensamiento..."
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