En
una de las primeras secuencias de la película Vivir es fácil con los ojos cerrados (David Trueba, 2013),
conocemos a la familia de Juanjo, el protagonista adolescente. El padre,
interpretado por Jorge Sanz, como descubriremos más tarde, es un gris, un
policía de cachiporra, que estuvo repartiendo estopa en los alrededores de la
plaza de las Ventas durante el fracasado (y mitificado con posterioridad de
manera retroactiva) concierto de los Beatles de 1965.
Sin
embargo, tres conclusiones inmediatas podemos extraer de esta primera secuencia
familiar: la primera, que las familias de los policías franquistas vestían muy
cool y a la moda sixties y que la inspiración estética de las esposas que
cocinan sopa de arroz es Jackie Kennedy o similares; la segunda, que sus hijos
adolescentes podían haber dejado crecer su pelo hasta lucir una melena beatle
perfecta entre las protestas más o menos retóricas de su señor progenitor; y la
tercera, la más sorprendente de todas: que había grises que compartían en casa
las tareas domésticas. Después de que el barbero acabe de cortarle el pelo a
domicilio, el personaje barre el comedor, a pesar de que su esposa le dice que
no hace falta, que ya está la comida en la mesa. “No voy a dejar esto así”,
dice rotundo, mientras maneja la escoba con soltura y dignidad.
Es
el primero y posiblemente el más flagrante de los anacronismos (o los golpes de
guión) que lastran la película. Pero su enumeración podría continuar: al hijo
del gris –por citar otro elemento llamativo-
en cuestión no le gustan demasiados los Beatles, pero ello es porque, en
la España de 1966 y en el seno de una familia muy conservadora, prefiere a los
Rolling Stones ¡y a los Kinks! Todo un mod británico muy al día además el
muchacho. Belén la chica embarazada que comparte protagonismo y viaje (que por
cierto es fan de Los Brincos) escapa de la institución para chicas embarazadas
de buena familia donde la tienen recluida durante una inexplicable elipsis. Las
motivaciones de las decisiones de este personaje en el desenlace (como también el
comportamiento del papá de Juanjo una vez más), no resultan en absoluto claras
ni creíbles con la lógica de 1966. Ni tampoco por cierto que Antonio, el
profesor de inglés interpretado por Javier Cámara se desprenda de la grabación
que le ha arrancado a John Lennon sin ni siquiera haberla escuchado una sola
vez para regalársela porque sí al fan de los Kinks…
En
resumen: la película no me ha gustado nada. Es endeble y rutinaria, mal
narrada, mal resuelta, y llena de anacronismos e inverosimilitudes. Personajes
del siglo XXI deambulan soltando texto disfrazados de sixties por una España
franquista de cartón piedra. Sólo lo buenos actores que son sobre todo Javier
Cámara y Jorge Sanz evitan que se deslice al ridículo y que además de producir
sopor e indiferencia produzca sonrojo.
Sin
embargo, creo que no es sólo una mala película sin más, sino que presenta una
tendencia desgraciadamente habitual en el cine español de la memoria histórica:
se maquilla la historia que se pretende contar, y se desdibujan –y
desideologizan- los conflictos. Esta España en la que levantabas una piedra y te
salían fans de los Beatles y Mods, en la que los guardias civiles te llaman
amablemente una grúa después que te han visto subido a un capó dando gritos en
medio del campo almeriense, en que los grises ayudan en las tareas domésticas,
y responden prácticamente como padres de sit
com a la fuga de su hijo melenudo que no se quiere cortar el pelo, nada
tiene que ver con la España casposa y sometida a la reacción, que celebraba los
25 “años de paz”, con la de las generaciones ya maleadas no sólo por la
represión y la violencia, sino también por la educación y la propaganda. Nada
tiene que ver, por ejemplo, con lo que retratan películas de la época como las Nueve cartas a Berta, dirigida precisamente por Basilio Martín
Patino en 1966, el mismo año en que el improbable Antonio de esta ficción realiza su viaje en busca de Lennon.
En la película de David Trueba se nombra la represión, la miseria, o el sexismo, pero no los
vemos. Es más, el diseño de producción lo desmiente. Tampoco es para tanto, es
el subtexto insidioso. Del mismo modo que los protagonistas alojados en el
hotel sin duchas del campo almeriense, aparecen siempre impolutos, limpísimos y
estrenando modelito secuencia tras secuencia, es posible huir del asilo para
chicas descarriadas de buena familia, para acabar huyendo a Madrid auxiliada
por la familia carca de un adolescente de 16 años al que se ha conocido en la carretera. España en realidad nunca fue cutre. Los policías en realidad no eran
tan malos (Y Enrique Ruano se cayó por la escalera). De hecho, si acaso, el único malo malo violento que
aparece es un campesino almeriense, que él sí corta el pelo por la fuerza, no
como los blandos policías de Madrid, pero del cual el protagonista y manso
Antonio se venga por el expeditivo, urbano y ejemplar método de arrasarle las tomateras
con el coche. En suma, a juzgar por esta película, los sixties en España fueron
puro brit pop. Paco Martínez Soria (y Manolo Escobar) nunca existieron, o si
acaso fueron mero residuo del pasado arrastrados por la fuerza
incontenible de los profesores de inglés fans de los Beatles.
En
efecto, vivir es fácil con los ojos cerrados, como cantan los Beatles en Strawberry fields forever. Interpretando
mal todo lo que ves, por cierto, que es como continua la canción (“misunderstanding
all you see”). Y ese es realmente el lema descontextualizado de la película, y
no sólo de esta. No es precisamente este es tipo de cine que va a permitir abrir los ojos al
espectador y trazar una genealogía verosímil de
este presente crítico y neocutre.
Es
desde luego más fácil vivir falseando –dulcificando- la propia memoria,
borrando las huellas de la miseria, de la represión, de la acción de décadas de
dictadura fascista. Sobre ese almíbar retrospectivo y autocomplaciente se
edificó la transición. Persistir en él hoy es el complemento perfecto para la
(des)memoria histórica selectiva que le encanta a la derecha postfranquista.
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