domingo, 27 de diciembre de 2009

Esto no es el silencio


A veces encontrar un libro es como enamorarse. De pronto, una cadena inesperada de pequeños acontecimientos, de causas y efectos, nos lleva a encontrarnos. Lo hojeamos, y sentimos que estaba ahí para nosotros, que nos ha estado aguardando en el anaquel de la librería, para que nosotros lo escogiéramos entre todos, lo abriéramos distraídamente, y nos reconociéramos a nosotros mismos en sus páginas.

Porque esas cosas pasan raramente, y porque ayer sucedió, hoy necesito recomendar uno de esos libros. No glosarlo, ni reseñarlo. Recomendarlo. En todo caso, compartir el momento de la lectura, una vez, y otra vez, con el mundo suspendido en torno, la magia de la palabra, de reconocer en la voz de otro, -de otra- algo muy íntimo, que nos pertenece: un pliegue, una fisura, los términos precisos que aciertan a nombrar, a rodear, un hueco, un espacio vacío.

Así leí ayer el libro de poesía Esto no es el silencio, de Ada Salas (Hiperión, 2008). Desde la pasión del reconocimiento, lo recomiendo.

Porque, por ejemplo, en la página 40, se lee

“CUARENTA DÍAS y cuarenta noches y cuarenta

años

para que yo entendiera

que el filo que acechaba como un puñal

la nuca

-a veces sólo un roce

y a veces una hoja

hundida hasta el origen

del dolor-

es el vértice

sur

-tan ciego

y para mí

desde tu ombligo-

el más aquilatado

de tu amor

un legado tan hondo que yo

desconocía

y me hace fuerte ahora y para siempre

ahora

que puedo descansar sobre mi nuca

madre

inmensa soledad donde duerme la mía”

Leche, cacao, avellanas y azúcar



Cuando leí la reseña crítica de Nocilla lab, la tercera novela del traido y llevado Proyecto Nocilla, de Agustín Fernández Mallo, decidí rellenar ese imperdonable hueco en mis lecturas empezando por el principio, así que me hice con un ejemplar de Nocilla dream (Candaya, 2008), la primera de las tres novelas. Y, en el famoso puente de la Inmaculada Concepción de María (sin pecado concebida) que tanto dio de sí en cuanto a lecturas, me di un auténtico atracón de Nocilla.

Lo primero que me hizo bastante gracia fue el alborozo con el que se saluda la aparición de una novela en forma de rizoma, algo que me parece estupendo por otra parte. Me acordé entonces de mi amiga Eleonora Cróquer, que fue quien me dejó un ejemplar de Mil mesetas, de Gilles Deleuze y Felix Guattari, hace como diez años, en épocas heroicas en las que, entre otras cosas reseñables, todos éramos más jóvenes,

Lo segundo que me llamó la atención es que la novela revolucionaria y rizomática era bastante ligerita de lectura, lo cual también me parece estupendo. Por algún motivo recordé la frase cargada de veneno que alguien me dedicó también hace más de diez años. La prueba de que dio en el blanco es que tanto tiempo después todavía la recuerdo. Si yo, como decía ese alguien, había traducido a Josefina Ludmer al cocoliche, Fernández Mallo había traducido a Deleuze –y a Borges, y a Cortázar, entre muchos otros- a algo, pero así, de pronto, no se me ocurrió a qué.

Dicho lo cual, también he de decir que disfruté la lectura. Que por momentos me interesó, incluso me fascinó, toda esa red de personajes hilados en torno a esos zapatos colgados en un árbol en el medio del desierto de Nevada, habitantes excéntricos todos ellos de sus propios desiertos: el internauta danés que “pinta” cuadros con chicles masticados, los diversos habitantes de micronaciones, los ancianos surfistas, el constructor de un borgiano monumento a Borges... Me gustaron muchas de las referencias intertextuales, la propia idea de la red de textos que la novela teje y de la que forma parte. Me gustó el cruce con el registro científico, y, de pronto, aquí y allá, frases rotundas y magníficas: “Dentro de cada uno de nosotros existe otra ciudad si cabe aún más compleja; el sistema de venas, vasos y arterias por las que circula el torrente sanguíneo. […] Un desierto que no avanza, un tiempo mineralizado y detenido llevamos dentro. De ahí que el ‘yo’ consista en una hipótesis inamovible que al nacer se nos asigna y que hasta el final sin éxito intentamos demostrar”.

Todo iba entonces más o menos bien, cuando, de repente, al llegar a la página 167, me encuentro con lo siguiente. El protagonista no es otro que un anciano llamado Ernesto Che Guevara:

“A sus 78 años Ernesto ya no estaba para esos trotes. Ya había tenido bastante con haber salido a los 18 años de Argentina en moto, haber abanderado una revolución en Cuba, y haber sobrevivido a 3 intentos de asesinato antes de calcular finalmente con precisión relojera la simulación de su muerte en Bolivia para irse a Las Vegas a dedicarse al juego y al lujo bajo el sobrenombre de J.J. Wilson. No obstante, contra su voluntad, cediendo a las presiones de su joven novia, Betty, se plantaron allí. Visitaron los lugares típicos budistas entre la multitud, pero al cuarto templo Ernesto se cansó y cambió a Betty por una puta vietnamita. Con los días se fue acostumbrando al modus operandi del típico turista, e incluso participó en los regateos que ella entablaba con los vendedores de los mercadillos nocturnos. […]. Le hizo gracia ver que una sola camiseta se repetía allí como en todo el planeta, la de su rostro con boina. 7 pm, hace calor, es de noche y llueve en el mercado. Él empieza a calentarse y compra unas gafas imitadas Ray Ban de espejo azul, una camiseta rosa en la que pone Play Boy bajo el dibujo del conejito serigrafiado, y se deja incluso fotografiar por la puta con la camiseta, las gafas y un puro entre los dientes”.

Así que la gran revolución novelesca era esto: la iconoclastia gratuita, inmotivada, la inversión por la inversión, con notas gruesas, incluso, zafias, con un narrador (el que habla de “una puta vietnamita”) convertido en una especie de españolito nuevorrico, machista y etnocéntrico (por no decir racista), de viaje de turismo sexual por el exótico Oriente (nada menos que Vietnam, ahí, ahí duro con los mitos de la izquierda trasnochada, parece ser entonces el gesto). Así que rizoma significaba simplemente batiburrillo, como los innumerables pares de zapatos en el desierto de Nevada, cuando no celebración hueca y tardía, rancia y añeja, del fin de la historia.

Y de pronto lo entendí: la estructura es la del gag que funciona por acumulación de absurdos inmotivados más allá de las posibilidades ofrecidas por la situación de partida. Agustín Fernández Mallo ha conseguido traducir a Deleuze al lenguaje de los Morancos. Todo un hito postmoderno.

La foto que ilustra el post procede de www.leadingbrandsofspain.com

martes, 15 de diciembre de 2009

Aurora Venturini y Ana María Matute


Las primas, de Aurora Venturini (Caballo de Troya, 2009) es una novela gamberra. El personaje narrador, esta chica con un cierto retraso mental y una gran intuición para la pintura, tiene una voz muy personal, una inocencia irónica que a veces uno no sabe hasta qué punto es verdadera inocencia, y qué tiene de fingida. En cualquier caso, no deja títere con cabeza. La familia de la que procede es toda una galería de freaks, desde la madre, “maestra de puntero”, como es presentada en la primera frase, y la deforme Bettina y sus “cuetes”, al profesor de dibujo que se les agrega (llamado José Camaleón) o a su amigo Abalorio de los Santos Apóstoles, y su novia Anita del Porte.

Todo el texto tiene un punto carnavalesco muy divertido. Por momentos, me ha recordado a Silvina Ocampo, en lo malvada y mordaz que puede ser esta narradora. Claro, la novela viene precedida de toda la anécdota del jurado del Premio de Nueva Novela del 2007, que, al abrir la plica y descubrir que la ganadora tenía 85 años creyó que era una broma Pero no, los tenía, y muy bien llevados, con una actitud de estar de vuelta de todo, y de reírse de todo y de todos. Algo de broma tiene la novela, pero de broma inteligente y contagiosa, de broma por el puro gusto de gastarla. Y le contagia al lector ese tono de divertimento políticamente incorrecto, incómodo alguna vez, divertido siempre. Yo me la leí de un tirón en el famoso puente. Y me lo pasé muy bien.

El hecho de que la narradora sea una jovencita que va modificando su tono a medida que escribe (gracias por cierto a abundantes consultas al diccionario, de las que deja testimonio) y que la escritora sea una inteligente abuelita, me recordó a otra novela deliciosa, de tono muy distinto, escrita por otra adorable abuelita de escritura muy potente, Paraíso inhabitado, de Ana María Matute (Destino, 2008), que, de pronto, nos devolvía al universo –y a los tonos- de sus primeras novelas, con una narración aparentemente ligera (trabajadamente ligera) pero en el fondo devastadora sobre la irreversible pérdida del paraíso de la infancia, el paraíso inhabitado del título.

Amo a estas dos abuelitas. A una me la imagino difícil y mordaz, con una chispa de ironía permanente en sus ojos vivarachos, un punto cascarrabias, un punto burlona, pero adorable y divertida; a la otra me la imagino afable y cariñosa, paciente y dulce, a la que el desengaño sobre el mundo ha llevado a un sereno amor compasivo por las personas que lo habitan. A las dos, las veo elegantes y cultas, sabias, escépticas. Las dos me parecen como maestras alternativas y complementarias. Las dos son en un mundo basado en la juventud como valor en sí mismo, un emblema de una ancianidad posible, sabia, activa intelectualmente, capaz de compartir con la sociedad el bagaje de toda una vida, la perspectiva reposada y profunda o socarrona y carcajeante que da el haber percibido el mecanismo del tiempo, de haber podido comprobar lo melancólica o lo grotesca que puede resultar la sucesión infinita de las generaciones.

(La fotografía de Aurora Venturini procede de www.publico.es)

sábado, 12 de diciembre de 2009

Señales que precederán al fin del mundo


Aunque creo que un hecho tan problemático -y fútil- como que la Virgen María naciera sin pecado original (algo que por cierto tendría consecuencias bastante incómodas para el bueno de San José) no debería justificar un día festivo en un estado supuestamente laico, lo cierto es que no le hice ascos al puente, y que leí bastante.

Uno de los libros que leí fue Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera (Periférica, 2009), una breve relato de tono mítico sobre un viaje a través de la frontera entre México y los Estados Unidos. Y, bueno, éste sí. Éste definitivamente sí.

Se trata de un texto muy pequeñito, muy concentrado, sintético, y suficiente, sobre la emigración, sobre la frontera, sobre la pérdida de la identidad. Y el narrador, focalizado en la protagonista, alcanza el tono justo, la distancia adecuada, entre el tono mítico, entre su papel de cronista y el lenguaje de los personajes.

Especialmente hermosos son los títulos de los capítulos, que aluden a las diferentes etapas del relato mítico: “El lugar donde son comidos los corazones de la gente”, por ejemplo, se titula el capítulo en el que Makina encontrará a su hermano, emigrado al norte, convertido en soldado y con otro nombre. “El cerro de obsidiana” se titula otro, en el que la protagonista llega a la ciudad del norte, que es descrita de manera muy certera: “La ciudad era un arreglo nervioso de partículas de cemento y pintura amarilla. Carteles de prohibición hormigueaban calle a calle inspirando a los nacionales a verse siempre protegidos, seguros, amables, inocentes, soberbios, intermitentemente azorados, livianos y desbordantes; sal de la única tierra que vale la pena conocer. Florecían en los supermercados, vergel donde se podía tener más que los demás, o algo diferente, o una marca más nueva o un pan menos chico que el de los demás” (p. 64).

Y es que esta novela tiene pasajes muy poderosos. Por ejemplo, en el capítulo titulado “La serpiente que aguarda”, Makina, junto a otros inmigrantes ilegales es puesta de rodillas por la policía. Uno de los detenidos lleva un libro, y el policía le humilla obligándole a escribir. Tiene la mano tan temblorosa que no lo consigue. Makina lo hará en su lugar. Y esto es exactamente lo que escribe: “Nosotros somos los culpables de esta destrucción, los que no hablamos su lengua ni sabemos estar en silencio. Los que no llegamos en barco, los que ensuciamos de polvo sus portales, los que rompemos sus alambradas. Los que venimos a quitarles el trabajo, los que aspiramos a limpiar su mierda, los que anhelamos trabajar a deshoras. Los que llenamos de olor a comida sus calles tan limpias, los que les trajimos violencia que no conocían, los que transportamos sus remedios, los que merecemos ser amarrados del cuello y de los pies; nosotros, a los que no nos importa morir por ustedes, ¿cómo podría ser de otro modo? Los que quién sabe qué aguardamos. Nosotros los oscuros, los chaparros, los grasientos, los mustios, los obesos, los anémicos. Nosotros, los bárbaros”.

En resumen, un texto poderoso, rotundo, hermoso, que nos interpela directamente.

(La fotografía procede de muyinteresante.com.mx)

martes, 8 de diciembre de 2009

Un tratado sobre la soledad


En la página 251 de La vida infidel d’un arlequí, de Joan Oleza (Pagès editors, 2009), podemos leer: “La vida ens espenta sempre en la mateixa direcció, la de ser els altres dels altres, els altres d’algú, ens espenta cap a una soledat ineludible. Clar que també ens enganya i ens fa creure que és possible tornar a allò que vàrem ser durant la infància, a formar part d’un altre o d’uns altres, amb una lleialtat sense incerteses. Aqueix és el més miserable dels miratges”.

Quien habla es la tía Diana, una sofisticada, excéntrica y desengañada mujer, que en general parece bastante fiable en su escepticismo.

Y realmente, todo en la novela parece confirmar este juicio contundente. Esta narración, aunque es verdad que recorre la historia de España desde el escándalo Matesa a la llegada del PP al poder, aunque desfilan una gran cantidad de nombres ilustres, aunque incluye toda una reflexión sobre los hilos ocultos de intereses económicos y grupos de poder que trazan el argumento superficial de la historia, aunque incluye referencias interculturales, y algunas alusiones traviesas (me ha encantado especialmente la semblanza que se realiza del personaje de un profesor de literatura llamado Joan Oleza), es sobre todo una novela sobre la soledad.

Todos los personajes están abocados. Los protagonistas, desde luego: Estrela, ensimismada en su enfermedad mental, el padre y la hija condenados a cargar con todo el peso de su pasado, y a no poder encontrarse jamás. Pero prácticamente todos los personajes –protagonistas o episódicos, positivos o negativos- de la novela aparecen marcados por idéntico signo: el padre de Descós fotografiado muerto en vida, la enfermera para todo Elisa, recluida en la mansión junto a su paciente, la propia Tía Diana, teórica de la sofisticada misantropía, el patético Ricard, condenado a arrastrar en vano su resentimiento hasta su muerte, tan hortera como él lo fue en vida, o incluso el malvadísimo Fernando Sila, abandonado por todos a medida que pierde poder.

Pero sin duda, el gran solitario es el protagonista, Descós, que al final de la novela aparece moviendo él ahora los hilos de otros personajes, pero recluido en una cámara secreta, convertido en el nan ballador de la leyenda que asustaba a su hija. Es verdad que la soledad puede parecer el corolario de la vida infiel de arlequín a que alude el título. Pero también es verdad que cuando el arlequín infiel consagró su vida a una mujer, Estela, fue la muerte y el destino, el malefici de ponent, los que se lo impidieron. La soledad, parece ser entonces, para todos y cada uno de los personajes, como anunció implacable la tía Diana, una inexorable fatalidad.

(La fotografía de la encina procede de foroantiguo.infojardin.com)

viernes, 4 de diciembre de 2009

Marta, la que no cupo por el excusado


Hace algunas semanas leí Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia (RBA, 2009), recién publicada en España. Y ya era hora, porque la novela, ciertamente importante, es de 1977.

Como me pasa a veces, la empecé a leer con mucha ilusión, y eso resultó un poco contraproducente. Porque, bueno, esta vez voy a decirlo claro: la verdad es que no me gustó nada. Y me sabe un poco mal, pero qué le vamos a hacer.

La novela está bien escrita. Desde luego que sí. Es irónica y punzante. Desde luego que sí. Pero creo que me llega tarde. Me pasa al revés que con Señas de identidad, de la que hablaba en otro post. Si la hubiera leído cuando era jovencito, tal vez me hubiera gustado. Hubiera saboreado su mirada exótica de las clases populares de los pueblos mexicanos. Entonces, hubiera podido compartir la perspectiva con el narrador sin problematizarlo demasiado. Y hubiera disfrutado de la lectura.

Pero ahora. No sé. O sí que sé. Demasiadas prostitutas que mueren ridículamente, demasiadas madrotas sin corazón, demasiados militares brutales por palurdos, demasiados horneros primarios. Y sobre todo, demasiada sonrisa condescendiente del narrador que, creo, los expulsa, los convierte en otros. Todo es tan grotesco, que hasta la posible denuncia de la corrupción queda neutralizada, en ese ambiente animalizado. Da la sensación de que todos los personajes populares son primarios, brutales, arbitrarios, inconstantes en sus afectos, egoístas, violentos. Y eso, por cierto, amortigua sus sentimientos. El narrador los mira condescendiente desde arriba y sonríe todo el tiempo. Y hay cosas que, vaya, no acaban de tener gracia. O por lo menos no me la hacen. Y es que creo que a los pobres también les duele cuando les pegan. Yo no digo que el narrador no lo sepa. Pero a veces, da la sensación de que se le olvida.

Y eso sin contar con que uno puede sospechar que esta mirada desde arriba no sólo es de clase, sino también de género. Las muertas son mujeres prostitutas, y sus muertes son ridículas. Y el narrador se recrea. Sólo un ejemplo. En la página 173 encontramos una fotografía de las protagonistas, con las caras en blanco, eso sí. Pues bien, el pie de foto identifica a las personas que aparecen. La que está señalada con el número 8 es “Marta”, y para que recordemos cuál es el episodio más destacado que protagoniza en la novela, entre paréntesis, se señala: “no cupo por el excusado”.

Esto, en general, ya no tendría demasiada gracia. Pero si tenemos en cuenta que se supone que esta novela está basada en un proceso judicial real, pues, la verdad, todavía tiene menos. Como lector, no podía evitar rescatar el sufrimiento real, la desigualdad real, la explotación sexual real que esta ficción risueña viene a ocultar. No sé. Tal vez haya sido culpa mía, que no he sabido leer. Pero a mitad lectura, el narrador empezó a caerme gordísimo. Y entonces, el libro, se me cayó de las manos. Y eché de menos a Juan Rulfo.

La fotografía de Guanajuato procede de www.paraconocer.com

jueves, 19 de noviembre de 2009

Sobre señas de identidad, charangas y panderetas


Hace muchos años, empecé a leer Señas de identidad, de Juan Goytisolo (1966), y no lo acabé. Era muy muy joven. Creo que no tenía ni 20 años, y me había hecho una lista de novelas imprescindibles que debía leer. Esta, sin embargo, se me indigestó. Y ahí se quedó, de estantería en estantería, mudanza a mudanza, hasta hace un par de semanas.

No fue una lectura escogida exactamente por placer. Tiene que ver con un articulito que ando escribiendo para ver si le gusto a la ANECA, pero ese es otro tema del que no me apetece hablar en este blog. El caso es que pensé que no podía seguir por ahí sin haber leído Señas de identidad y me dispuse a leerlo como hago con los libros que pienso que se me pueden eternizar, asignando una cantidad razonable de páginas a cada día.

Sorpresa. Me ha gustado. Me ha gustado mucho. Y no sólo eso, sino que he disfrutado leyéndolo. Incluso en algunos momentos lo he leído con emoción. Eso deben de ser cosas de la edad.

Sí, es cierto. Todo el libro es un demorado ejercicio de liberación de esas señas de identidad. Es verdad que Álvaro Mendiola es un pijo individualista y exquisito, no exento del dilettantismo del que hablaba en otro lugar, que, finalmente, se sacude el polvo de España de los zapatos y se lanza liberado por el ancho mundo, desasido de la “España cerril de las fallas y los San Fermines”. Sí es cierto. Si hubiera podido acabarlo a mis 20 años no me habría gustado. Tenía que hacer algunas travesías del desierto antes, que pagar algunas deudas simbólicas, y superar algunas culpas. Por tener, hasta tenía que ser presidente de falla, no cerril, pero obcecado.

Sin embargo, ahora... Cada libro tiene un momento. Que nos guste o no depende en parte de si nos cruzamos con él en el momento adecuado. Como las personas, por otra parte.

Álvaro Mendiola es todo eso... Se larga finalmente dando un portazo. Pero, ¡Cuánto dolor hay en el gesto! ¡Cuánto amor antes de la ruptura definitiva! ¡Cuánta voluntad de amar! ¡Y cuánta impotente solidaridad con los perdedores, de los que forma parte!

En cierta ocasión, contempla en un tren el reencuentro entre una hija, española, emigrada o exiliada, y su madre, tras dieciséis años. “Cuando la desesperanza humana te abrumaba más fuerte que de ordinario –escribe inmediatamente después- (lo que últimamente te acontecía con cierta frecuencia) la evocación de la madre y la hija, del encuentro de la madre y la hija en el compartimiento del vagón de segunda clase (rumbo a París, a través de la Francia oscura) te curaba y reconfortaba de la tristeza y melancolía que (por tu culpa quizá) constituían tu pan cotidiano)”.

Poco tiempo antes, en la gare d’Austerlitz, ha visto bajar un grupo de emigrantes españoles, con sus boinas, con sus maletas de cartón, “expulsados por el paro, el hambre, el subdesarrollo hacia países de civilización eficiente y fría”, y lo único que se le ocurre hacer es rodar un documental que después le será requisado por la policía franquista al intentar rodar dentro de España. Y eso es todo.

Mientras tanto, en España, el imaginario desarrollista lo cubre todo. La zafia fealdad de los chiringuitos comienza a tomar la costa. Una España nueva rica y acomplejada –a veces reaccionando agresivamente para sublimar ese complejo- se ofrece como emblema para la Europa rica consumidora que viene a hacer turismo. El castillo de Montjuïc se convierte en atracción turística, con pomposos folletos, y telescopios que funcionan si se les inserta una moneda, sin que nada ni nadie –o casi nadie- recuerde ni quiera recordar a los que allí estuvieron presos, “hombres cuyo único delito fuera defender con las armas el gobierno legal cumplir con su juramento de fidelidad a la República proclamar el derecho a una existencia justa y noble...”. Así lo recuerda en el memorable capítulo final.

El gesto intelectual, la huida elitista hacia adelante, es la constatación de una derrota. Y por eso duele. Se puede intuir que en el desasimiento individual de las malhadadas señas de identidad está el único alivio posible. Pero igualmente duele.

Y claro, cuando uno lee esas cosas en los tiempos crepusculares del zafio reinado de Francisco Camps, mientras le invade a uno la desesperanza, no puede evitar sentirse identificado. En la distancia enorme, en la quiebra, respecto a un pueblo que idolatra al cacique; un pueblo dispuesto a defender hasta el final a quien destruye el territorio, lo malbarata para que especuladores sin escrúpulos obtengan sustanciosos y rápidos beneficios, para que corra el dinero, para que desborde de comisión en comisión; un pueblo ufano y orgulloso, nuevorico y fanfarrón, que confunde los grandes eventos con la riqueza, que desprecia la cultura, que “desprecia cuanto ignora”, que “ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza”, como aquel del mañana efímero que imaginó don Antonio: el “pueblo cerril de las Fallas”, en resumen.

Y entonces se comparten los deseos de huir hacia adelante, de dejarlo atrás definitivamente. Pero también el dolor que hay debajo. Y la fría sensación de la intemperie.

(La fotografía del Castillo de Montjuïc procede de www.conocerbarcelona.com)

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Sobre la utilidad del material humano


Leí prácticamente de un tirón El material humano, de Rodrigo Rey Rosa (Anagrama, 2009). Significa eso que me atrapó y me agradó. Se dejó leer. Me interesó. Y sin embargo, no sé...

Un escritor investiga archivos policiales en Guatemala, en concreto los del Gabinete de Investigación, de los que está a cargo el Proyecto de Recuperación del Archivo de la Policía Nacional. Pronto, empieza a encontrar cosas interesantes. No tanto cosas concretas, sino sobre el funcionamiento de la maquinaria represiva en el país a a partir de los años 20, su lógica de culpabilización de las clases populares, de fichado casi aleatorio. Pronto empieza a encontrar trabas para continuar su investigación. Esos problemas aparecen en la página 60. Nunca más volverá a entrar en el archivo. Toma una vía lateral, la de investigar la personalidad de Benedicto Tun, el funcionario paciente y con vocación científica que prácticamente creó el Gabinete, y gracias a su hijo traza un retrato verosímil de un bienintencionado burócrata, eficiente y desideologizado, al servicio de todos los gobiernos que pasaron por Guatemala desde 1922 hasta 1970; al servicio siempre del poder, del estado. Un indígena, además, que había encontrado en esa posición una vía de ascenso social en un entorno hostil.

Por otro lado, interesa también la manera como los guatemaltecos incorporan a su cotidianidad la violencia, la posibilidad de convertirse en víctima, las amenazas. Y eso abarca tanto al escritor como a una profesora de su hija: llamadas telefónicas en la madrugada, merodeadores cerca de casa, ofertas telefónicas de servicios de pompas fúnebres de empresas inexistentes... También, la difícil gestión de la memoria histórica, la convivencia tensa y vigilante de ex-combatientes en bandos opuestos.

Y todo esto interesa precisamente porque el libro pertenece al género “diario de escritor”, porque integrado con todas esas referencias históricas y sociales, aparecen reflexiones sobre las lecturas que está haciendo, viajes a congresos y demás eventos sociales, alternativas sentimentales, la relación con la hija de su matrimonio anterior. Pero también por eso el texto resulta un poco más diario de escritor de lo que pensaba que iba a ser, y sentí que la información de la contracubierta (y una reseña que leí) esta vez me había dado bastante gato por liebre. Y, bueno, la verdad, francamente, los altibajos de la relación entre el escritor y B+ (así la llama en el diario) me dejaron en general bastante tibio. Y que todo lo que se cuenta acabe culminado en el cierre del libro por una lapidaria frase de la nena, que además se llama Pía, pues no lo acabo de ver. “¿Sabes cómo podría terminar?”, pregunta el escritor. “Conmigo llorando, porque no encuentro en ninguna parte a mi papá”, es la respuesta. El repliegue a lo privado parece ser entonces la conclusión.

Y no el repliegue a cualquier ámbito privado, sino a uno bien cool y oligárquico. Vamos a ver, el personaje del escritor me cae fenomenal durante la lectura, pero hay que reconocer que el tío vive como dios, vamos. Pongo como ejemplo que en un momento dado se marcha de viaje a París y se aloja en la casa de Miquel Barceló, que le comenta la cúpula que está preparando para Naciones Unidas. En suma, todo un guatemalteco de a pie, el tío.

Y por ahí viene la otra reflexión que me suscitó la lectura de este libro: la de la condición (y la perspectiva) oligárquica del escritor en sociedades como la que retrata el libro. En Guatemala, desde luego, pero no sólo.

Ya al leer la magnífica El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (Seix Barral, 2007), tuve una impresión parecida, al comprobar el porcentaje de apellidos colombianos ilustres entre los amigos del autor. Pero, mientras aquélla sí me conmovió, como novela, muy bien escrita, sobre un padre y un hijo, pero también como retrato de un compromiso ético y de un hombre íntegro, en El material humano no nos podemos quitar de encima del todo la impresión de dilettante del escritor, de cierta mirada exotista sobre los pobres pintorescos fichados por la policía porque, por ejemplo se dedican "a ingerir licor con otros individuos que se dedican a desnudar a los ebrios trasnochadores”. Pueden parecer un espectáculo curioso entre otros, y entonces, al final, si el poder impide seguir husmeando, pues tampoco pasa nada, porque ya se ha tenido bastante material humano para publicar un libro resultón, con ayuda de una contraportada prometedora y de una crítica complaciente, no sea que la pobre Pía se vaya a quedar llorando porque no encuentra a su papá.

(La fotografía del archivo procede de www.hrdag.org)

domingo, 1 de noviembre de 2009

Una casa, y su dueño


“La dignidad siempre es el objetivo cuando las circunstancias la descartan”, es una de las afiladas frases que se dedican los personajes de Una casa y su dueño, de Ivy Compton-Burnett (Lumen, 2009), en la excelente traducción de Bettina Blanch Tyroller. Llegué a este texto casi por casualidad, y puedo decir que lo he disfrutado mucho, entre taza de té y taza de té, entre eventos sociales y tormentas privadas.

Publicada originalmente en 1935, A House and Its Head es una novela inglesa, donde los vecinos acomodados se visitan y conversan, se despellejan a las espaldas, y a veces a la cara también, sin dejar de sonreír, con dobles sentidos, con frases imprudentes que se amagan, se retiran, disculpas corteses que no mitigan en nada las heridas infligidas. “La queríamos lo suficiente para desear que tuviera una vida, aunque se viera obligada a vivirla en compañía de papá. Eso demuestra lo que pensamos de la vida”, puede decir amargamente un personaje. “Las pequeñeces domésticas confieren una nota de sordidez a lo que debería ser puramente espiritual”, observa otro. “No os inmiscuyáis en las vidas ajenas. Ocupaos de la vuestra, por mísera que sea”, sentencia el tiránico padre de familia. “No considero que los hombres sean superiores a las mujeres, algo que muy pocos hombres pueden afirmar. El hecho de que sean más simples no los hace mejores”, es otra de las sentencias memorables.

La novela es básicamente una sucesión de diálogos inteligentes, con breves narraciones intercaladas, y uno tiene a veces la sensación de que se ha colado inadvertido, y escucha agazapado en el hueco de la escalera de la mansión Edgeworth, y conoce así secretos inconfesables, sórdidas estrategias revestidas de gestos elegantes, una lucha soterrada por el patrimonio y la legitimidad social del apellido. Y puede así contemplar la condición humana asomar bajo las cortesías y las fórmulas. No es extraño que algún personaje, en medio de una discusión se sienta “consciente de la transparencia de su disfraz”. Una novela elegante, fina, divertida a su modo, punzante, afilada, tremendamente escéptica. Una lectura excelente para las veladas invernales cuando finalmente lleguen.

Tres consejos sin embargo: Uno: no hay que dejarse apabullar por la sucesión de nombres y de personas que hablan a la vez en el capítulo segundo. Al final, acabas por conocerlos a todos. Dos: no se debe olvidar que algunos personajes se dirigen a otros por su nombre de pila, y otros por su apellido. Algunas conversaciones son precisamente sobre el cambio de status que eso implica. Hay que recordar, entonces, que Beatrice y la señorita Fellowes, por ejemplo, son la misma persona dependiendo de la edad y de la distancia social de quien se dirija a ella. Y tres: No hay que leer la contracubierta. Destripa innecesariamente la novela. Y no hay por qué privarse del primario –e intenso- placer lector de dejarse sorprender por los giros argumentales.

martes, 27 de octubre de 2009

Documentos de cultura, documentos de barbarie


He leído no sólo con interés, sino también con placer, La corona hecha trizas, el ensayo de José Carlos Mainer sobre la literatura española entre 1930 y 1960 (Crítica, 2008). Porque, cosa rara en un texto académico español, es un ensayo agradablemente escrito, estimulante, entretenido, y con inteligentes dosis de ironía.

Me han interesado particularmente los ensayos en los que hace un ajuste de cuentas generacional con la literatura fascista y su épica ramplona. Por ejemplo, y en la sección dedicada a las novelas escritas sobre la peripecia de la División Azul, me encuentro con una reseña de Campaña de Rusia, los cuadernos de Dionisio Ridruejo, uno de los escasos buenos escritores franquistas, finalmente publicados en 1978 y que fueron escritos durante su experiencia en el Frente Oriental durante la Segunda Guerra Mundial. Y es de una cita de estas anotaciones de un fascista ideológicamente sólido de lo que quería hablar.

En un momento, hace referencia a los grupos de judíos con los que se cruzaban y que eran trasladados por miembros de las SS hacia el lugar de su deportación o su exterminio. Y hay un momento en que él, fascista convencido, no puede evitar la compasión: “pienso –mientras siento una gran piedad- que una cosa es la comprensión de la teoría y otra la de los hechos”. Rápidamente añade: “comprendo la reacción antisemita del Estado alemán. Se comprende por la historia de los últimos veinte años. Se comprende –aún más hondamente- por toda la historia”. Poco después se apresta a aclarar con sospechoso énfasis que “aunque sólo tengo vagos datos de la persecución, pero por lo que vemos es excesiva”. Ya se sabe que después nadie sabía nada de nada. Aunque todos dejaban hacer. Pero Ridruejo va más allá y consigue alejar de sí toda su compasión inicial de un manotazo retórico: “entre nosotros estas columnas de judíos levantan tempestades de conmiseración en la que, por otra parte, no se incluye simpatía alguna. Acaso, en conjunto, nos repugnan los judíos” (p. 247).

Estas citas nos permiten desde luego rescatar la calaña de Dionisio Ridruejo en una época en que se viene a destacar más su distancia posterior del franquismo e incluso sus contactos con la oposición democrática. Estas frases, como diría mi amiga Mónica Oltra, son una canallada. Y retrata al que las dice como un canalla.

Pero me interesa mucho el gesto, las fases del gesto. Él, un fascista convencido, atiborrado de ideología, se ve sorprendido por su propia compasión ante el rostro del supuesto enemigo convertido en unas pobres gentes indefensas de camino al matadero. Y lo que hace es conjurarla mediante una nueva dosis de ideología, volviendo a convertir a esos seres humanos con los que se cruza en abstracciones condenables de manera genérica al exterminio. Los deshumaniza. La ideología –el racismo- le sirve para ello.

Dionisio Ridruejo era un hombre culto, pero eso, en 1941, no le convirtió en mejor persona. De hecho, le sirvió para anestesiarse respecto al dolor ajeno, para consolidar su indiferencia y convertirse en cómplice.

Posiblemente mi estupor de esta noche es un resto de ingenuidad. Pero aterra comprobar una vez más como la cultura –al servicio de la ideología- puede ser un largo rodeo para acabar desembocando en la barbarie. O su adorno retórico. O su legitimación. Ya lo dijo Walter Benjamin.

Y una vez más, entonces, me acuerdo de Max Aub (La gallina ciega, Alba, 1995, p. 509): “Para mí un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales”. Y no convertir a las (otras) personas en abstracciones (por ejemplo, los judíos, pero también, hoy, en España, los inmigrantes) es una cuestión moral. O, mejor todavía, una cuestión de ética. Y son esas cuestiones lo que nos separa de los fascistas. De cualquier versión del multiforme fascismo.

lunes, 19 de octubre de 2009

El jersey de Salvador


Esta tarde he vuelto a poner para mis estudiantes norteamericanos Salvador Puig Antich (Manuel Huerga, 2006). Y como cada vez, al encender la luz del salón de actos me he encontrado ojos llorosos. No es para menos, la verdad. El impacto visual de las secuencias finales, la manera en que hace sentir la angustia de la madrugada anterior a la ejecución, la implacable llegada del alba, subrayada por la música de Lluís Llach y una cámara que gira y gira sobre el rostro de Salvador en el garrote, es muy poderoso, y, aunque lo he visto muchas veces, cada vez me conmuevo.

Hoy, sin embargo, me he dado cuenta de un detalle que creo que me había rondado por la cabeza otras veces sin llegar a hacerse del todo consciente. El jersey que lleva Salvador en esas secuencias finales es muy parecido, si no idéntico, a uno que llevaba mi padre. No el color, desde luego, pero sí el grosor, y también el punto. Si pudiera consultar la Enciclopedia del punto y la costura que coleccionó mi madre en fascículos, posiblemente daría incluso con su nombre.

Y, claro, esa es una razón añadida y personal para la emoción. El jersey de Salvador funciona como metonimia personal e intransferible y de pronto significa a mi padre en la casita de Montserrat, y también a mi madre, escuchando en la radio Directamente Encarna –eso escuchaba, qué le vamos a hacer- y tejiendo incansable jerseys de punto. Y el recuerdo es muy intenso, aparentemente inmediato, y sin embargo inalcanzable. Exactamente igual que las sombras de simulacros del pasado proyectadas sobre la pantalla del salón de actos.

Entonces recuerdo otra película, Tren de sombras (José Luís Guerín, 1997). Y como la primera vez que la vi, se me hace evidente que las imágenes en movimiento en una sala oscura tienen algo de fantasmas. Además de cualquier otra cosa, son siempre una representación de la muerte.

(El fotograma de Tren de sombras procede de www.diagonalperiodico.net)

lunes, 12 de octubre de 2009

Miradas, palabras y cámaras de seguridad


Días de nada, vísperas de mucho. Después de meses de abstinencia, la semana pasada fui al cine dos días seguidos. El martes, con Gemma a ver Gigante; el miércoles, con algunos de mis estudiantes de la Universidad de Virginia y una amiga, a ver El secreto de sus ojos. Dos películas latinoamericanas, entonces. Y dos películas sobre miradas.

En el caso de Gigante (Adrián Biniez, 2009), una mirada unidireccional, mediada durante casi todo el tiempo, la del vigilante del turno de noche de unos grandes almacenes, enamorado en secreto de una de las limpiadoras, que prosigue después su vigilancia en un seguimiento obsesivo, que lo condena a ser testigo desde la periferia, espectador y no actor de su propia vida, de su propio deseo. Se trata de una película sencilla y hermosa sobre la soledad, sobre la ciudad, sobre las cámaras de seguridad, sobre las miradas que no encuentran otros ojos que las devuelvan y las sostengan. Pero también, gracias a una luminosa secuencia final, sobre la posibilidad de tender puentes entre soledades.

En cuanto a El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), es una película mucho más ambiciosa, con más medios, y con voluntad de simbolizar muchas cosas a la vez. Pero sobre todo una película sobre miradas que dicen lo que las palabran ocultan o tratan de rodear: la culpa, el deseo, el amor, la perversidad, la pena, el dolor, incluso un prisionero privado en las habitaciones interiores, la quiebra (la traición) del Estado que se convierte en el criminal, la discontinuidad del tiempo, la falta de sentido, los duelos abiertos, el fracaso de una vida o de una generación, la pérdida. Y en el centro mismo del argumento, lo que no se llega a contar, el tabú.

Tal vez porque había recibido recomendaciones demasiado entusiastas, la película me gustó un poco menos de lo que pensé que me iba a gustar. O tal vez porque pretende ser demasiadas cosas a la vez y en demasiados tonos. Pero me quedo con ese poso en las miradas que va dejando la historia personal y la colectiva, esa narrativa de palabras no dichas, en una película llena de palabras. Y, al final, con la posibilidad –con la necesidad- de cerrar por fin la puerta y de decirlo todo, mirándose a los ojos. Siempre, entonces, como dice Max Aub en uno de mis relatos favoritos, se puede renacer.

(El cartel de la película procede de www.filmaffinity.com)

lunes, 5 de octubre de 2009

El fumador y Juan Dahlmann boca arriba



Después de una novela monumental, como reacción lógica, me he entretenido esta semana con dos libros de relatos breves. Y la verdad es que el contraste ha sido bastante grande. La sensación ha sido más bien de levedad, lo cual no es necesariamente malo, pero el placer lector ha sido diverso.

Comencé con El fumador y otros relatos, de Marcelo Lillo (Caballo de Troya, 2008). Sus historias cotidianas y tristes transmiten bien la desolación de la experiencia y de los instantes en que irrumpe en ella la evidencia de la falta de sentido, de la banalidad total. Me gustaron bastante algunos relatos, por ejemplo “Hielo”, que abre el volumen, el relato de la muerte de una madre enferma y del silencio posterior o “Una cita”, con esa madre que entregó a su hijo en adopción hace décadas, y que, ahora, reencontrado en un café, le pide tan sólo permiso para acariciarle las canas, o “Diente de león” en que un pederasta recién salido de la cárcel no encuentra palabras para justificarse ante su hijo. Sin embargo, confieso que a veces me aburrí un poco, y que en unos textos que se pretenden cotidianos, los diálogos me resultaban levemente postizos. Al final me quedó una pregunta... ¿cómo escribir la banalidad sin que su relato resulte banal? Y una cosa más: los relatos más cargantes, sin duda son los dos que incluían personajes escritores, incluido el que da título al volumen. La automitificación del escritor en el margen me chirrió bastante.

Me divertí bastante más con El experimento Wolberg, de Manuel Moyano (Menoscuarto, 2008), que me llegaba bastante recomendado. Eso sí, tuve una sensación de déjà vu durante toda la lectura: es una especie de Cortázar menor varias décadas después, con algunas gotitas de Borges. Eso es especialmente claro en cuentos como “El día de los dones”, que, además del eco al poema de los dones, es como si Juan Dahlmann hubiera tenido un accidente de moto y hubiera soñado con la noche boca arriba. Pero el libro es interesante, está bien escrito, y se lee con placer, especialmente el último relato, el que da título al libro, que es el que me ha hecho buscar fotos de monos por wikipedia commons, y “La bestia en su guarida”, mi preferido. “Corsini contrariado” y su retrato de la suciedad de la política de partido cruzado con una abducción extraterrestre, me divirtió bastante. Algún cuento se me cayó de las manos también, especialmente “La voz de la tierra”, que parece una versión literaturizada del spot ese de cerveza que dice que lo propio siempre mola más, y el especialmente previsible “confesiones”.

Por cierto, hablando de banalidad y de suciedad de la política, a ver si un día de estos me inspiro y escribo alguna cosita sobre el caso Gürtel.

martes, 29 de septiembre de 2009

Vida y destino


Este fin de semana, refugiado en Almudaina, dejando caer afuera la lluvia, concluí las 1100 páginas de Vida y Destino, de Vasili Grossman. De allí se sale como de una catedral, hablando bajito, conmovido por su monumentalidad. El listado que cierra el libro, como guía a los lectores, incluye 165 personajes. Y todos ellos tienen pasado, personalidad, y una manera diferente de gesticular: soldados rusos y alemanes, prisioneros del campo alemán y del campo ruso, comisarios políticos, intelectuales disidentes: y, por sobre todos, la familia Shaposhnikov, Shtrum, y su amor secreto por Maria Ivanovna, Liudmila, Nadia, o el conductor de tanques Nóvikov, enamorado sin remedio de Zhenia, a su vez fatalmente ligada al perdedor Krímov. A todos ellos me parece haberlos conocido. La batalla de Stalingrado es para mí ahora el recuerdo de la lectura, no comparable al recuerdo de la experiencia, pero recuerdo poderoso al fin.

Se trata de individuos, como el pequeño David, al que le dediqué un post, zarandeados, aplastados por la historia. Y, sin embargo, al final de todo, se inicia la primavera, y dos personajes innominados descubren que los campos verdes han esperado bajo el hielo. Mientras, la anciana Aleksandra Vladimirovna, la matriarca de la familia protagonista, contempla las ruinas de lo que fue su casa en el centro de Stalingrado. Sin embargo, en ese momento, cuando sus ventanas dejan ver al otro lado el cielo azul, lo ve claro:

“Aunque ninguno de ellos pueda decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano no es ya forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de indultar y castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la historia, ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro –la fama por su trabajo o la soledad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución-, ellos vivirán como seres humanos y morirán como seres humanos, y lo mismo para aquellos que ya han muerto; y sólo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo” (p. 1093)

Ha sido hermoso eso otra vez. ¡Qué placer leer otra vez una novela total, perderme, vivir durante un mes entre sus páginas! Después de todo, es la novela lo que persiste: el placer de levantar sus espejismos, de conscientemente creerlos, persiste. La tercera persona de Grossman, con sus voces, con sus cambios de tono, con sus insertos ensayísticos sobre el totalitarismo, con sus efectos de montaje, con sus historias inacabadas, ordena, da sentido, interpreta, pero al mismo tiempo reactualiza el estupor: ordena el caos, para exponerlo, pero su orden dice el caos, la falta de sentido de los mecanismos ciegos, de las diversas formas de totalitarismo, pero también lo inabarcable de la experiencia humana. Y al otro lado de ese narrador, sin embargo, o precisamente porque ese narrador está, lo humano resiste.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El niño del vagón de ganado


En la página 244 de Vida y destino, de Vasili Grossman, leemos: “La mayor parte del tiempo permanecía inmóvil y callado. De vez en cuando sacaba del bolsillo una vieja caja de cerillas, miraba de reojo en el interior y luego volvía a esconderla en el bolsillo”.

Se llama David, tiene seis años, y está en un vagón de ganado, con una multitud de personas, siendo trasladado desde Kiev, donde había ido a pasar las vacaciones con su abuela, a Auschwitz. Más adelante, bajaremos con él del vagón, asistiremos al proceso de selección, caminaremos hasta las duchas, hasta los vestuarios, hasta la cámara de gas.

En la caja de cerillas, que miraba con insistencia, guarda un capullo. Cuando llegue a su destino se habrá convertido en una crisálida. Seis años es la edad que tiene mi hijo ahora. Puedo imaginarlo perfectamente comprobando de cuando en cuando que lleva la peonza en el bolsillo. Puedo recordarme a mí mismo comprobando por ejemplo cuáles son los cromos de la liga que tengo repetidos. Y de pronto siento que esos gestos infantiles los hubiéramos podido repetir –nosotros- en un vagón de ganado.

Eso es lo deslumbrante de esta novela. Es monumental, coral, totalizadora, ese tipo de novelas que ya no se escriben y de pronto, destaca un detalle, conmovedor, cotidiano, verosímil. Y el lector se siente en ese tren. Siente con toda su claridad –con todo su estupor- que esas cosas sucedieron de verdad, a gente de verdad, con sus abuelas, sus veranos, y sus cajitas de cerillas llenas de pequeños tesoros, a gente para la que aquellos trenes y aquellas duchas eran tan ajenas como lo son para nosotros, hasta el instante mismo en el que dejaron de serlo.

Y eso es entonces lo que la literatura actualiza, su grandeza y su necesidad. Y uno siente, por un momento, que ha entendido algo, terrible, precioso y triste sobre el ser humano, sobre sí mismo, sobre los individuos pequeños arrastrados por los vientos de la historia. Y es algo tan precioso, tan triste, tan terrible, que uno no sabe muy bien qué puede hacerse después.

El recuerdo se convierte entonces en una forma de acción. Y en una ética.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Los libros del verano (II)


Hubo más libros en mi vida durante este verano, estos leídos en el sopor de la siesta, sentado en la calle, a la fresca, o a la sombra de la torre de Almudaina, leídos en la piscina mientras mi hijo Martí nadaba o jugaba a las cartas con sus nuevos amigos, leídos en la terraza por la noche, sabiendo que sobre mi cabeza seguían las estrellas.

En esas condiciones leí 13,99 euros de Frédéric Beigbeder (Anagrama, 2002), en apenas dos tardes. El arranque me divirtió mucho, y me interesó, con las citas de Goebbels aplicadas a la publicidad comercial y todo eso. Es provocadora e inteligente, cínica y lúcida, un auténtico exabrupto calculado contra la sociedad de consumo y los mecanismos productores de necesidades ilusorias. Sin embargo, hacia la mitad, la novela empieza a desbocarse, y a tender un poco demasiado hacia el disparate, lo cual creo que le resta un poco de fuerza a la sátira. De todos modos, lo pasé muy bien.

Después, aunque seguí con literatura francesa, el cambio de tono fue brutal. El informe de Brodeck, de Philippe Claudel (Salamandra, 2008), me propuso una nueva reflexión sobre la violencia, sobre las secuelas de la violencia, tanto en un individuo como en una colectividad, y sobre el paso, a veces inquietantemente rápido, de la condición de víctima a la de victimario. Pero también –y sobre todo- la novela se plantea como una reflexión sobre el papel y la responsabilidad del narrador, acusador o constructor de relatos exculpatorios, constructor de la propia comunidad imaginaria. Una novela muy bien escrita, (bien traducida también), que no llegó a apasionarme, pero que me interesó mucho.

Con más fruición leí El comienzo de la primavera, de Patricio Pron (Mondadori, 2008). Aunque por momentos me recordó mucho En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, esta novela no deja de ser estimable en sí misma. Bien escrita y bien narrada, nos acerca a los filósofos alemanes, como el escurridizo Hollenbach tras cuyos pasos se desencadena la pesquisa narrada en la novela, que configuraron la epistemología del nacionalsocialismo, por convicción o por afán de medro personal, o, como en el caso de Martin Heidegger en la novela, por ambas cosas, y que después hubieron de gestionar todo el complejo resto de decepción y culpa que aquella siniestra aventura política les dejó. Una novela que se deja leer con agrado, y que plantea incómodas preguntas, no sólo sobre las huellas colectivas que el nazismo dejó en la sociedad alemana, sino sobre cómo fue posible que aquella refinada y sutil sociedad, que aquellos filósofos, que siguen en la base de mucha de la filosofía contemporánea, acabaran por producir la barbarie más sistemática y absoluta. También en este sentido, y como decía Walter Benjamin, todo acto de civilización descansa sobre un acto de barbarie. O a la inversa: la barbarie es la hija de la civilización. Eso es lo que más estremece cuando se observa la perfecta maquinaria industrial que fue Auschwitz. Nada, allí, era fruto del azar.

El último libro que pude leer entero fue La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe (Anagrama, 2009). Y la culpa fue ahora el nexo de unión. Esta historia de madres devoradoras que condicionan las vidas de sus hijas, que las destruyen psicológicamente, me interesó y me conmovió. La anciana Rosemond graba la descripción y el comentario de veinte fotografías, que el lector debe imaginar. La voz grabada, que es el cuerpo principal de la novela, no sólo detalla lo que las fotografías muestran, sino también lo que ocultan, el fuera de campo, lo que velaban las sonrisas de las poses. Y así se desentrañan los secretos de familia, un maltrato doméstico que se reproduce durante tres generaciones, una nieta que acaba pagando, aumentados en la repetición, los errores de su bisabuela. Por eso entendemos que una de estas niñas que se convertirán en madres diga que su lluvia preferida es la lluvia antes de caer. En efecto, nunca nada es tan hermoso como su promesa.

Después, me abismé en las páginas de la monumental Vida y destino, de Vasili Grossman (Debolsillo, 2009). Y ahí sigo, apabullado ante una novela grandiosa, total, como ya no se escriben. Un día de estos escribiré sobre ella.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Los libros del verano (I)

Según la metereología, el verano todavía no ha acabado, aunque a estas alturas de septiembre las vacaciones de verano parezcan haber sido un sueño agradable y borroso.

Antes que se me pierdan del todo, me he propuesto escribir una notas sobre los libros que he leído este verano. Esa es precisamente una de las cosas mejores del verano: el poder leer libros por placer y prácticamente de un tirón, dejándose envolver por los lugares que nos proponen, por sus atmósferas, empatizando con ellos, viviendo dentro de sus páginas, en su tiempo y en su espacio.

El verano, que no las vacaciones, lo comencé con El maestro Juan Martínez, que estaba allí, de Manuel Chaves Nogales (Libros del Asteroide, 2007). La reconstrucción de la peripecia histórica de este bailador flamenco es deliciosa, y una excelente muestra del mejor periodismo que se haya escrito en España. Al protagonista, la Gran Guerra le sorprende en Turquía en 1914, y no tiene mejor idea que marcharse a Rusia porque está lejos del frente, con lo cual vivirá también la Revolución de 1917 y la posterior guerra civil. Es un texto delicioso, por momentos terrible, que nos ofrece una perspectiva periférica y desideologizada, pero también desprejuiciada, la de un hombre que quería básicamente sobrevivir, y que siempre estaba en el lugar equivocado, en el epicentro del terremoto de la historia. Y confieso que empecé a leerlo un poco escamado por culpa del prólogo de Andrés Trapiello, ocupado siempre en tratar de llevar el agua a su molino. Creo, para bien, que el texto no es exactamente lo que él dice que es. Manuel Chaves Nogales es un buen escritor, y una perspectiva lúcida y personal, importante para entender la España de los años 20 y 30, la que se acercaba ella misma de manera inexorable al cataclismo.

Continué con El miedo, de Gabriel Chevalier (Acantilado, 2009), otra ficción autobiográfica, aunque muy diferente en tono. Con ella me encontré de pronto en las trincheras de la Gran Guerra, esperando a que dieran la señal para cargar a la bayoneta a los enemigos atrincherados, bajo las bombas y los gases. Es un acercamiento a pie de obra a la experiencia individual de la guerra, al estupor que produce, al miedo, a la sordidez, a su carácter inexpresable, y exento de gloria y demás aditamentos de la propaganda y el recuerdo. Magnífica novela, muy recomendable.

Después. Goetz y Meyer, de David Albahari (Funambulista, 2008). Y con ella la primera decepción. Llevo una temporada leyendo magníficas novelas sobre la Segunda Guerra Mundial, renovando esa gigantesca interrogación por el sentido y por la condición humana que plantea. Por ejemplo: Los hundidos, de Daniel Mendelsohn, Las benévolas, de Jonathan Littell, Dora Bruder, de Patrick Modiano, y sobre todo el estremecedor diario de Hélène Berr, que me acompaña todo el tiempo desde que lo leí. Por eso, Goetz y Meyer, me pareció en exceso circular, reiterativa, y con una presencia excesiva del escritor ficcionalizado, excesivamente narcisista. Creo que en realidad es porque es una novela muy basada en la textualidad. Por ello, creo, que habría que ser capaz de leer el original y saborear su materialidad lingüística para opinar plenamente. Lo que puedo confesar es que a veces me estremecí –sobre todo al principio-, pero otras veces me aburrí. Afortunadamente es breve. Es como si una vez planteado el estupor (otra vez esta palabra), la ausencia de sentido que provoca el rutinario trabajo de dos tipos que consiste en conducir un camión modificado para ser cámara de gas, no pudiera más que ser reiterado una y otra vez. Con todo, el libro me permitió pensar un poco en la sociedad serbia, en la genealogía de la violencia étnica, de los genocidios, que volverían a tener lugar en los años 90.

La siguiente fue El camino de la oca, de Jokin Muñoz (Alberdania, 2009). La leí con mucho placer, casi de un tirón, y eso es un valor en sí mismo. Ofrece además una perspectiva interesante sobre la violencia en Euskadi, y sobre los motivos que pueden llevar a un joven idealista a convertirse en un asesino. La descripción de la actual Donosti es muy interesante y vivida, con personajes verosímiles y convincentes. Sin embargo, el paralelismo con la violencia durante la guerra civil que se propone, aunque es muy interesante, creo que tiene tantas aristas, es decir, se descompone en tantos paralelismos diversos, que al final se desdibuja un poco, y cualquier violencia puede ser genealogía de cualquier violencia. En resumen, una novela agradable de leer, bien construida, bien escrita, y cuyos elementos más discutibles invitan a un diálogo posterior.

Después de las novelas anteriores, necesité un respiro, un poco de diversión pura. Escogí para ello El club de los pirómanos para incendiar casas de escritores, de Brock Clarke (Duomo, 2009). Lo pasé bien. Creí que sería más metaliteraria, pero es divertida, y entretenida, y con un narrador metepatas, a mitad de camino entre El guardián entre el centeno y La conjura de los necios. Sin embargo, en ese medio tiempo, a veces me resultaba irritante. Personalmente, cuando el narrador intentaba ponerse transcendente, y hacer observaciones generalizables sobre la vida y la sociedad, la novela se me caía de las manos.

Pues, por ahora esto... Pero aún me falta algún libro más. En la próxima entrega continúo.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Un pan de huerta de 1969

Estoy releyendo La gallina ciega. Diario español, de Max Aub (Alba editorial, 1995), y de pronto, me encuentro: "Panes enormes -de huerta decimos en Valencia- morenos..." (p. 115), y me conmueve esa primera persona del plural. Max Aub eligió ser valenciano, con tanto en contra, decidió ser de esa Valencia que lo ignoraba en 1969, cuando escribió este diario, que lo sigue ignorando ahora, a través del exilio y la distancia, de la derrota y la extrañeza. Max Aub se seguía considerando valenciano en 1969. Eso me conmueve siempre. Pero ahora, en estos días de trajes regalados por mafiosos, de Gürtel, de mayorías aplastantes, de populismo desmemoriado feroz y clientelista, de arrogante ignorancia, ahora, cuando hay tantas razones por las que resulta difícil sentirse orgulloso de formar parte de la sociedad de este rinconcito del mundo, me produce además una gran melancolía. Y es que me parece hoy que si otra Valencia fue posible, se perdió para siempre en una vía muerta de la historia.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Segundo intento


Este es uno de los resultados de mi verano, en concreto de los largos paseos matinales desde Almudaina. Volver a intentar un blog: sin tanta ambición como la primera vez, sin tanto ímpetu en el arranque, pero buscando esta vez continuidad. La intención de partida es la misma: escribir esas cosas que a veces tengo ganas de escribir, de compartir con alguien o de dejarme escritas para dejar una huella de un instante, de una impresión fugaz, de una lectura. Pero que sean las cosas las que pidan ser escritas, en lugar de esforzarme por buscarlas. Simplemente.