martes, 19 de abril de 2011

Tlatelolco


Son aproximadamente las 18 horas y diez minutos del miércoles, 2 de octubre de 1968. El ambiente en la plaza de Tlatelolco, en el centro de la ciudad de México, es todavía tranquilo. La plaza está muy animada. El mítin convocado por el movimiento estudiantil está a punto de acabar. Uno de los oradores ha comunicado que se ha suspendido la marcha que debía comenzar a continuación. De pronto, el helicóptero militar que sobrevolaba la plaza lanza bengalas. La multitud las mira con expectación durante un segundo.
Estos días he estado leyendo La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska (Era, 1971, aunque mi edición es la de 2009), para una de mis clases en la Universidad. Y otra vez he tenido la sensación de estar allí, en ese instante decisivo, tal es la ilusión de inmediatez que este libro admirable produce.
Después de las bengalas comienzan a escucharse disparos, y la multitud echa a correr despavorida. “No corran, compañeros, son salvas”, grita alguien. Pero no son salvas. La multitud corre intentando salir de la plaza sólo para encontrar que el ejército espera en todas las salidas, disparando ráfagas de ametralladora. Intentan salir, vuelven a entrar para volver a encontrar más soldados que abren fuego sobre los cuerpos en movimiento. Desde uno de los edificios, francotiradores militares disparan también. El helicóptero ametralla también desde el aire. La plaza se va llenando de cadáveres, de cualquier edad, que vuelven a cobrar rostro e identidad en los relatos de los testigos, como Julio Salmerón, por ejemplo, estudiante de secundaria, de quince años, muerto cuando trataba de protegerse, agarrado de la mano de su hermana mayor.
Mientras leía, el mundo en torno desaparecía. Volvía a estar en 1968, tres años antes de mi nacimiento, en una ciudad que nunca he visitado. Escuchaba las voces, imaginaba las consignas, las asambleas. Sentía una profunda empatía con aquellas víctimas. Y eso lo consigue la autora con un aparentemente sencillo acto de escritura. Escribir es aquí montar testimonios, ceder la palabra. La narración es el hilado de las voces, las sutiles repeticiones, los pequeños estribillos, las diferentes versiones de un mismo hecho, las perspectivas diferentes sobre fragmentos de aquella plaza en caos. Una vez más, y lo hizo otras veces, Elena Poniatowska maneja con soltura procedimientos que se convertirían en habituales en la literatura (y, sobre todo, en los documentales audiovisuales) décadas después.
Un detalle me ha llamado la atención en esta lectura. Entre otras muchas cosas, Poniatowska reproduce de manera inmisericorde los titulares de la prensa del día siguiente, y muestra el papel que tuvo en todo aquello, y en la pasividad social posterior. La práctica totalidad de los periódicos mexicanos reproducen las informaciones ofrecidas por el gobierno, y habla de tiroteo con terroristas. Recuerdo entonces otro texto latinoamericano que he trabajado hace poco en otra clase, “Un domingo de Lilianne”, una de las Falsas crónicas del sur, de Ana Lydia Vega (Universidad de Puerto Rico, 1991), en que recrea la Masacre de Ponce, ocurrida en esta ciudad en 1937. También en esta ocasión el ejército disparó sobre una multitud desarmada. También en esta ocasión inventaron una agresión previa a la que respondían.
Todas las masacres decretadas desde el poder del estado se parecen: pensaba también en la plaza de Tiananmen en 1989, en el domingo sangriento de Derry en 1972. En todas, sorprende la premeditación, que a pesar de la confusión de los momentos en que sucedieron, todo, los movimientos de tropas, la disposición estratégica, cada detalle, se había encaminado a que sucediera exactamente lo que sucedió. En todas, el estado parece levantar un velo, y liberar la barbarie que sostiene la “civilización”, de la que hablaba Walter Benjamin, y que ya he citado en otra entrada de este blog. Por un momento, muestra su rostro feroz tras la corbatas y las ruedas de prensa, es un carnaval de violencia en que un soldado puede –con el estado de su parte- complacerse en apuntar a un adolescente que corre, y seguir disparando sobre él tras derribarlo.
Después, cuando la fiesta de la violencia acaba, se borran las pruebas, y el mismo poder del estado escribe el relato de lo ocurrido, y lanza a los propagandistas a cubrir las espaldas de los asesinos. Y la prensa viene entonces a certificarlo, a hacer de colaboradora necesaria, a extender la versión oficial. Para que todo continúe como si nada hubiera pasado, para que los Juegos Olímpicos puedan comenzar y las multitudes olviden la sangre, como en México en 1968, la cubran con una interpretación complaciente, piensen que ellos se lo buscaron. También esto tienen en común todas estas masacres: que el poder del estado, después de perpetrar el crimen, convierte a las víctimas en culpables.

martes, 12 de abril de 2011

Benimaclet, abril de 2011


Uno nota que se está haciendo viejo por pequeñas señales, poco llamativas, sin nada de épica, que no tienen nada que ver con las canas en las patillas, o sentir en las piernas una caminata. La primavera, en ese sentido, es ambivalente. Rejuvenece, sí. El mundo es joven. Pero de pronto uno se siente mirando esa juventud desde fuera.

Estos días he vuelto a sentir alguna de esas sensaciones. Y he percibido con claridad que hay algo peor que sentir que te haces viejo, y es sentir que te haces viejo siendo de izquierdas en el País Valenciano (a mí me gusta seguir llamándolo así, y eso es sin duda otro gesto que delata esa anacrónica condición).

Pongo un ejemplo. Me refiero a una permanente sensación de dejà vu: es a lo que se refería Bob en el cuento de Juan Carlos Onetti con precisión malvada cuando decía que no hay “ya experiencias, nada más que costumbres y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas”. Pero tampoco es exactamente eso, sino percibir las cosas en su transcurrir, como un instante en un proceso lento de desgaste.

Por ejemplo, estoy en un concierto de Obrint Pas, en Benimaclet y me veo a mí mismo con quince años menos. Detecto que Xavier Sarriá y Miquel Gironés, los líderes, tienen también también quince años más, y el inconfundible aire familiar y entrañable de los profesores de valenciano. Percibo en sus letras nuevas, en la reiteración de su combativa esperanza, un leve regusto de melancolía. Y a mi alrededor, algunas personas de mi edad y un montón de jovencitos que parecen exactamente los que asistían conmigo a los conciertos de hace quince años. Y de pronto, la certeza de que esos chicos son otros… que eran niños pequeños hace quince años… Y unas preguntas… ¿Cuántas de esas rebeldías se agotan en el gesto de bailar ska desaforadamente, o formar un círculo perfecto entorno a unas bolsas de plastico que contienen alcohol de garrofón? ¿Era así la mía? ¿Cuántos de ellos volverán a un concierto similar dentro de quince, de veinte años, y se harán estas mismas preguntas? ¿Cuántos votarán entonces al PP, y vivirán en chaletitos del extrarradio parecidos a los de sus papás, o en sus equivalentes globalizados? Y otra pregunta todavía más inquietante: ¿Por qué había tan poca gente de esa franja de edad en la manifestación contra la corrupción de la semana anterior?

Pongo otro ejemplo, ahora de cómo el mundo parece ser un palimpsesto, como las cosas parecen sobrescritas sobre las de antes, más nítidas en su condición irrecuperable. El sábado, también en Benimaclet, escucho un concierto de Feliu Ventura. De Feliu. Todo el tiempo siento la emoción a flor de piel. De pronto canta “que no s’apague la llum / que no vacil.le mai més./ Construïm un país de llums enceses”. Se me humedecen los ojos. A mi lado, a un viejo amigo, se le humedecen también… Me conmueve mucho el contraste entre lo que canta, esa promesa de pervivencia, y lo que obstinadamente no puedo dejar de ver. Recuerdo otros conciertos del pasado en esa misma plaza, por ejemplo los míticos carnavales de Benimaclet de los primeros noventa. Recuerdo algunas noches en el bar Glop. Y miro a mi alrededor. La gente tiene mi edad, algún año menos, algunos años más. Veo caras conocidas. Algunos niños corretean ante el escenario. Echo de menos a mis hijos. La voz de Feliu, desde su timidez, desde su suave melancolía, desde su temblor que sin embargo tiene voz y volumen, es una banda sonora perfecta. Somos más viejos, y aquella luz de la canción vacila. Somos más viejos y somos menos.

Definitivamente, el futuro era una estafa.

miércoles, 6 de abril de 2011

Ejercicios prácticos de nueva taxidermia


Una de las razones por las cuales me decidí a leer La nueva taxidermia (Mondadori, 2011) es que su autora, Mercedes Cebrián, nació el mismo año que yo. Buscaba guiños y complicidades generacionales, y alguna encontré. No sólo porque los personajes protagonistas fueron jóvenes más o menos en los mismos años que yo, sino porque el imaginario del libro, las preocupaciones que le dan sentido, no me resultan en absoluto ajenas.


De hecho, mientras leía era inevitable pensar en sesiones de taxidermia contemporánea paralelas a las que el libro propone. Está compuesto de dos relatos. El primero “Qué inmortal he sido”, está protagonizado por una supuesta decoradora dedicada a recomponer arqueológicamente en su casa los espacios del recuerdo, algunos lugares en los que fue feliz: la habitación de su primer novio, o un apartamento muy de moda a cuya inauguración asistió unos años atrás y que parecía ser la cifra perfecta del triunfo.


Y claro, uno piensa inmediatamente en qué espacios le gustaría recrear: por ejemplo, una habitación de niño, cuidadosamente desordenada, con, entre otras cosas, una pegatina con el anagrama del transbordador espacial Challenger, optimistamente ignorante del futuro, que habían regalado con una de las revistas insospechadas que leía mi madre, y un calendario alargado de tela del año 1982 que mi padre clavó con una chincheta en la puerta del armario y que le sobrevivió varios meses. Me recuerdo a mí mismo mirando ese calendario desde la cama y pensando que la persona que lo había colgado ya no estaba, y que yo nunca sería capaz de descolgarlo aunque acabara el año. Por supuesto, un día, no recuerdo cuál ni cómo, se cayó al suelo. La habitación recreada incluiría ese calendario fuertemente fijado.


En el segundo relato del volumen “Voz de decir malas noticias”, la protagonista, cansada de no decir nunca lo que realmente piensa, de no poder expresar sus verdaderos deseos, decide fabricarse tres grandes muñecos hiperrealistas, que maneja como un ventrílocuo y que representan las personalidades acaso deseadas y que ella nunca pudo tener. Hablan por ella a la clientela de su tienda, en el banco, incluso a sus padres. Puede esconderse tras ellos, y dejarlos hablar, ser brillantes, insolentes, protestar, insultar incluso. Y, claro, uno puede pensar en qué muñeco nos permitiría decir eso que siempre quisimos decir y nunca dijimos del todo, o no dijimos en absoluto, la sensación de impunidad en los espacios públicos, ser el que se piensa que se es en soledad y que en realidad nadie conoce y que por ello tal vez en realidad no es. Yo, por ejemplo, muy a gusto me llevaría uno –o dos diferentes- a los Consejos de Departamento.


Es verdad que por momentos, durante la lectura, pensaba que este libro estaba pidiendo a gritos ser el objeto de una comunicación en un congreso sobre literatura postmoderna. Y no estoy demasiado seguro de que eso sea una cualidad. Sin embargo, es un texto que recoge bien algo de lo que se llamaba el aire de época, y que por eso nos interpela, como lo hace ese pedazo de chocolate a medio comer encontrado en un bolsillo de un viejo abrigo escolar que encuentra la primera protagonista. Interpela, y provoca, y después nos corta la retirada.


Porque al final los espacios recreados nos acabarían expulsando al hacer evidente que son sólo eso, una recreación escénica fuera del tiempo habitada por un extraño. La materialidad de los objetos que copian necesariamente tiene una textura distinta a la del recuerdo. El hecho de que el calendario de tela no pueda caerse es la prueba más evidente de que no lo clavó en la puerta la misma mano que el original, perdido para siempre.


Y, además, porque los muñecos que hablan por nosotros, no serían en realidad nosotros. La transferencia es entonces una suplantación, la multiplicación de los portavoces convierte al sujeto en un lugar vacío, y constituye una forma de huida, como la que emprende la protagonista del segundo cuento a través de la puerta de emergencia de un restaurante cool. Sería una identidad por catálogo, profundamente insatisfactoria, en la que el último gesto del sujeto es la elección de las máscaras tras las que desaparecer.


(La fotografía de doña Rogelia procede de riosil-laciana.blogspot.com)