martes, 27 de octubre de 2009

Documentos de cultura, documentos de barbarie


He leído no sólo con interés, sino también con placer, La corona hecha trizas, el ensayo de José Carlos Mainer sobre la literatura española entre 1930 y 1960 (Crítica, 2008). Porque, cosa rara en un texto académico español, es un ensayo agradablemente escrito, estimulante, entretenido, y con inteligentes dosis de ironía.

Me han interesado particularmente los ensayos en los que hace un ajuste de cuentas generacional con la literatura fascista y su épica ramplona. Por ejemplo, y en la sección dedicada a las novelas escritas sobre la peripecia de la División Azul, me encuentro con una reseña de Campaña de Rusia, los cuadernos de Dionisio Ridruejo, uno de los escasos buenos escritores franquistas, finalmente publicados en 1978 y que fueron escritos durante su experiencia en el Frente Oriental durante la Segunda Guerra Mundial. Y es de una cita de estas anotaciones de un fascista ideológicamente sólido de lo que quería hablar.

En un momento, hace referencia a los grupos de judíos con los que se cruzaban y que eran trasladados por miembros de las SS hacia el lugar de su deportación o su exterminio. Y hay un momento en que él, fascista convencido, no puede evitar la compasión: “pienso –mientras siento una gran piedad- que una cosa es la comprensión de la teoría y otra la de los hechos”. Rápidamente añade: “comprendo la reacción antisemita del Estado alemán. Se comprende por la historia de los últimos veinte años. Se comprende –aún más hondamente- por toda la historia”. Poco después se apresta a aclarar con sospechoso énfasis que “aunque sólo tengo vagos datos de la persecución, pero por lo que vemos es excesiva”. Ya se sabe que después nadie sabía nada de nada. Aunque todos dejaban hacer. Pero Ridruejo va más allá y consigue alejar de sí toda su compasión inicial de un manotazo retórico: “entre nosotros estas columnas de judíos levantan tempestades de conmiseración en la que, por otra parte, no se incluye simpatía alguna. Acaso, en conjunto, nos repugnan los judíos” (p. 247).

Estas citas nos permiten desde luego rescatar la calaña de Dionisio Ridruejo en una época en que se viene a destacar más su distancia posterior del franquismo e incluso sus contactos con la oposición democrática. Estas frases, como diría mi amiga Mónica Oltra, son una canallada. Y retrata al que las dice como un canalla.

Pero me interesa mucho el gesto, las fases del gesto. Él, un fascista convencido, atiborrado de ideología, se ve sorprendido por su propia compasión ante el rostro del supuesto enemigo convertido en unas pobres gentes indefensas de camino al matadero. Y lo que hace es conjurarla mediante una nueva dosis de ideología, volviendo a convertir a esos seres humanos con los que se cruza en abstracciones condenables de manera genérica al exterminio. Los deshumaniza. La ideología –el racismo- le sirve para ello.

Dionisio Ridruejo era un hombre culto, pero eso, en 1941, no le convirtió en mejor persona. De hecho, le sirvió para anestesiarse respecto al dolor ajeno, para consolidar su indiferencia y convertirse en cómplice.

Posiblemente mi estupor de esta noche es un resto de ingenuidad. Pero aterra comprobar una vez más como la cultura –al servicio de la ideología- puede ser un largo rodeo para acabar desembocando en la barbarie. O su adorno retórico. O su legitimación. Ya lo dijo Walter Benjamin.

Y una vez más, entonces, me acuerdo de Max Aub (La gallina ciega, Alba, 1995, p. 509): “Para mí un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales”. Y no convertir a las (otras) personas en abstracciones (por ejemplo, los judíos, pero también, hoy, en España, los inmigrantes) es una cuestión moral. O, mejor todavía, una cuestión de ética. Y son esas cuestiones lo que nos separa de los fascistas. De cualquier versión del multiforme fascismo.

lunes, 19 de octubre de 2009

El jersey de Salvador


Esta tarde he vuelto a poner para mis estudiantes norteamericanos Salvador Puig Antich (Manuel Huerga, 2006). Y como cada vez, al encender la luz del salón de actos me he encontrado ojos llorosos. No es para menos, la verdad. El impacto visual de las secuencias finales, la manera en que hace sentir la angustia de la madrugada anterior a la ejecución, la implacable llegada del alba, subrayada por la música de Lluís Llach y una cámara que gira y gira sobre el rostro de Salvador en el garrote, es muy poderoso, y, aunque lo he visto muchas veces, cada vez me conmuevo.

Hoy, sin embargo, me he dado cuenta de un detalle que creo que me había rondado por la cabeza otras veces sin llegar a hacerse del todo consciente. El jersey que lleva Salvador en esas secuencias finales es muy parecido, si no idéntico, a uno que llevaba mi padre. No el color, desde luego, pero sí el grosor, y también el punto. Si pudiera consultar la Enciclopedia del punto y la costura que coleccionó mi madre en fascículos, posiblemente daría incluso con su nombre.

Y, claro, esa es una razón añadida y personal para la emoción. El jersey de Salvador funciona como metonimia personal e intransferible y de pronto significa a mi padre en la casita de Montserrat, y también a mi madre, escuchando en la radio Directamente Encarna –eso escuchaba, qué le vamos a hacer- y tejiendo incansable jerseys de punto. Y el recuerdo es muy intenso, aparentemente inmediato, y sin embargo inalcanzable. Exactamente igual que las sombras de simulacros del pasado proyectadas sobre la pantalla del salón de actos.

Entonces recuerdo otra película, Tren de sombras (José Luís Guerín, 1997). Y como la primera vez que la vi, se me hace evidente que las imágenes en movimiento en una sala oscura tienen algo de fantasmas. Además de cualquier otra cosa, son siempre una representación de la muerte.

(El fotograma de Tren de sombras procede de www.diagonalperiodico.net)

lunes, 12 de octubre de 2009

Miradas, palabras y cámaras de seguridad


Días de nada, vísperas de mucho. Después de meses de abstinencia, la semana pasada fui al cine dos días seguidos. El martes, con Gemma a ver Gigante; el miércoles, con algunos de mis estudiantes de la Universidad de Virginia y una amiga, a ver El secreto de sus ojos. Dos películas latinoamericanas, entonces. Y dos películas sobre miradas.

En el caso de Gigante (Adrián Biniez, 2009), una mirada unidireccional, mediada durante casi todo el tiempo, la del vigilante del turno de noche de unos grandes almacenes, enamorado en secreto de una de las limpiadoras, que prosigue después su vigilancia en un seguimiento obsesivo, que lo condena a ser testigo desde la periferia, espectador y no actor de su propia vida, de su propio deseo. Se trata de una película sencilla y hermosa sobre la soledad, sobre la ciudad, sobre las cámaras de seguridad, sobre las miradas que no encuentran otros ojos que las devuelvan y las sostengan. Pero también, gracias a una luminosa secuencia final, sobre la posibilidad de tender puentes entre soledades.

En cuanto a El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), es una película mucho más ambiciosa, con más medios, y con voluntad de simbolizar muchas cosas a la vez. Pero sobre todo una película sobre miradas que dicen lo que las palabran ocultan o tratan de rodear: la culpa, el deseo, el amor, la perversidad, la pena, el dolor, incluso un prisionero privado en las habitaciones interiores, la quiebra (la traición) del Estado que se convierte en el criminal, la discontinuidad del tiempo, la falta de sentido, los duelos abiertos, el fracaso de una vida o de una generación, la pérdida. Y en el centro mismo del argumento, lo que no se llega a contar, el tabú.

Tal vez porque había recibido recomendaciones demasiado entusiastas, la película me gustó un poco menos de lo que pensé que me iba a gustar. O tal vez porque pretende ser demasiadas cosas a la vez y en demasiados tonos. Pero me quedo con ese poso en las miradas que va dejando la historia personal y la colectiva, esa narrativa de palabras no dichas, en una película llena de palabras. Y, al final, con la posibilidad –con la necesidad- de cerrar por fin la puerta y de decirlo todo, mirándose a los ojos. Siempre, entonces, como dice Max Aub en uno de mis relatos favoritos, se puede renacer.

(El cartel de la película procede de www.filmaffinity.com)

lunes, 5 de octubre de 2009

El fumador y Juan Dahlmann boca arriba



Después de una novela monumental, como reacción lógica, me he entretenido esta semana con dos libros de relatos breves. Y la verdad es que el contraste ha sido bastante grande. La sensación ha sido más bien de levedad, lo cual no es necesariamente malo, pero el placer lector ha sido diverso.

Comencé con El fumador y otros relatos, de Marcelo Lillo (Caballo de Troya, 2008). Sus historias cotidianas y tristes transmiten bien la desolación de la experiencia y de los instantes en que irrumpe en ella la evidencia de la falta de sentido, de la banalidad total. Me gustaron bastante algunos relatos, por ejemplo “Hielo”, que abre el volumen, el relato de la muerte de una madre enferma y del silencio posterior o “Una cita”, con esa madre que entregó a su hijo en adopción hace décadas, y que, ahora, reencontrado en un café, le pide tan sólo permiso para acariciarle las canas, o “Diente de león” en que un pederasta recién salido de la cárcel no encuentra palabras para justificarse ante su hijo. Sin embargo, confieso que a veces me aburrí un poco, y que en unos textos que se pretenden cotidianos, los diálogos me resultaban levemente postizos. Al final me quedó una pregunta... ¿cómo escribir la banalidad sin que su relato resulte banal? Y una cosa más: los relatos más cargantes, sin duda son los dos que incluían personajes escritores, incluido el que da título al volumen. La automitificación del escritor en el margen me chirrió bastante.

Me divertí bastante más con El experimento Wolberg, de Manuel Moyano (Menoscuarto, 2008), que me llegaba bastante recomendado. Eso sí, tuve una sensación de déjà vu durante toda la lectura: es una especie de Cortázar menor varias décadas después, con algunas gotitas de Borges. Eso es especialmente claro en cuentos como “El día de los dones”, que, además del eco al poema de los dones, es como si Juan Dahlmann hubiera tenido un accidente de moto y hubiera soñado con la noche boca arriba. Pero el libro es interesante, está bien escrito, y se lee con placer, especialmente el último relato, el que da título al libro, que es el que me ha hecho buscar fotos de monos por wikipedia commons, y “La bestia en su guarida”, mi preferido. “Corsini contrariado” y su retrato de la suciedad de la política de partido cruzado con una abducción extraterrestre, me divirtió bastante. Algún cuento se me cayó de las manos también, especialmente “La voz de la tierra”, que parece una versión literaturizada del spot ese de cerveza que dice que lo propio siempre mola más, y el especialmente previsible “confesiones”.

Por cierto, hablando de banalidad y de suciedad de la política, a ver si un día de estos me inspiro y escribo alguna cosita sobre el caso Gürtel.