martes, 8 de octubre de 2013

Una heráldica urbana y popular: los escudos de las fallas de la Ciudad de Valencia

Siguiendo con el rescate de textos a los que me gustaría darles una segunda vida virtual y ciberespacial, a continuación reproduzco el texto de una ponencia que presenté a un Congreso Internacional sobre heráldica y emblemática. Es uno de mis acercamientos a la fiesta de las fallas desde la perspectiva de los estudios culturales. Me lo pasé muy bien escribiéndolo, y creo que incluí una saludable dosis de mala leche. A mí me resultó bastante catártico, cita del llibret de mi falla incluida. Si os animáis a leerlo, espero que os entretenga...

Aparece publicado en García Mahíques, Rafael y Zuriaga Senent, Vicent Francesc (eds.) (2008): Imagen y cultura. La interpretación de las imágenes como historia cultural, Valencia, Biblioteca Valenciana, vol. II, pp. 1269-1275.

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Las fallas son, por muchos motivos, una fiesta total. La definición pertenece a Gil-Manuel Hernández y la juzgo acertada y precisa. Es una fiesta en constante expansión que ocupa incesantemente nuevos espacios simbólicos, urbanos y temporales. Es una fiesta que aspira, en efecto, no ya a ser la fiesta mayor de la ciudad de Valencia, a pesar de sus humildes orígenes menestrales, sino a hegemonizar de manera tentacular la gestión de la identidad valenciana, e incluso la articulación misma de su sociedad civil.

Ese peculiar ciudadano que es el fallero tiende a identificar su colectivo con el total de la ciudad. Organizador de unas fiestas que en buena medida celebra para su propio disfrute, se visualiza a sí mismo como un abnegado trabajador por las glorias valencianas, como un depositario de tradiciones seculares y de identidades barriales y urbanas. El poder político, de diferentes maneras, corresponde interviniendo la fiesta, coordinándola con paternalismo y realizando determinados gestos que confirman al fallero su participación, de una manera u otra, en una especie de micropoder simbólico y temperamental, ramificación callejera de toda una economía de los sentimientos y las pertenencias. Ser fallero en Valencia, para un fallero, es, desde luego, un asunto muy serio.

Sólo en la ciudad de Valencia existen trescientas ochenta y tres comisiones falleras repartidas entre todos los barrios. Forman, por lo tanto, un entramado asociativo complejo. Son para muchos valencianos un espacio de socialización básico, un ámbito de relaciones mayor que la familia y menor que el barrio, un espacio de realización, una caja de resonancia de los éxitos cotidianos, una red de solidaridad para los momentos de crisis. Xavier Costa ha estudiado con detalle los rituales y los modos de funcionamiento que presentan estos peculiares lugares de encuentro comunitario.

Cualquier fallero de cualquier falla de la ciudad se siente participante de una tradición secular, de orígenes remotos, vinculada a la identidad cultural misma de la comunidad. Las fallas son, sin embargo, un buen ejemplo de tradición inventada. Las más antiguas de estas asociaciones tienen ciento cincuenta años, y a buen seguro un rótulo de cerámica recordará la efeméride en algunas de las paredes de la demarcación. Pocos falleros actuales son conscientes, sin embargo, de que ese aniversario corresponde solamente a la más antigua documentación sobre fallas plantadas en ese cruce de calles y que no existe continuidad institucional alguna entre aquellas primitivas celebraciones y las altamente codificadas asociaciones actuales, o que ni siquiera la existencia de una falla en esa ubicación ha sido ininterrumpida. La comisión fallera es un invento apenas de los años 20 del siglo XX. Las fallas actuales, además, no pueden entenderse sin la refundación emprendida por los ayuntamientos franquistas al término de la guerra civil, poniendo la fiesta tradicional al servicio de una política de masas de inspiración fascista. Sin embargo, su verosimilitud tradicional es tan grande que crea la ilusión retrospectiva en los falleros de hoy, y alargan hacia el pasado, casi idéntica a sí misma, la forma actual de la fiesta de las fallas. Pueden consultarse al respecto los imprescindibles trabajos de Antonio Ariño y Gil-Manuel Hernández. De hecho, la inmensa mayoría de las comisiones de fallas actuales fueron creadas, refundadas o dotadas de estructura institucional durante la época franquista. Poco tiene que ver entonces la fiesta republicana y popular que todavía retrata Vicente Blasco Ibáñez en Arroz y tartana con la fiesta actual que se sueña a sí misma eterna.


Trescientas ochenta y tres fallas en la ciudad de Valencia. Y todas tienen algunas cosas en común. Una falla, un casal, una fallera mayor, un presidente y un estandarte. Un pendón, un guión, como los que llevaban los gremios y las órdenes de caballería en las procesiones medievales. Como señala Costa, «Viene a funcionar como el nombre, el emblema y la imagen de la comunidad; en términos durheimianos, podría considerarse la representación totémica». Y este emblema identificador tiene en la inmensa mayoría de los casos un inconfundible aire de escudo de armas. Una tradición que tiene su origen, como tal, en el siglo XIX, adopta entonces un disfraz medievalizante.

En los hiper-ritualizados actos internos de las comisiones, estos pendones tienen un tratamiento análogo a una bandera, oficial y quasi-religioso. En los actos colectivos, los falleros desfilan con orgullo detrás de su estandarte. Un acto como la ofrenda de flores a la Virgen de los Desamparados ofrece al visitante que la ve desde fuera, sin la densidad de signos que constantemente la redefinen y recontextualizan, el desfile de una multitud ordenada, quasi-militarizada, de seis en fondo, dividida por géneros y por edades, clasificada geográficamente –socioeconómicamente– por los estandartes. Es un acto de disciplinamiento del pueblo, de escritura de la masa como texto, que la jerarquiza interna y exteriormente, que la pasea a los pies de una imagen floral de su patrona en una apoteosis kitsch de religiosidad popular y masiva for export. Es una performance a mitad de camino entre una demos- tración sindical fascista y una procesión del Corpus medieval. Y en ese inconfundible aire retro, los estandartes son sin duda un elemento fundamental. En los años setenta y buena parte de los ochenta, además, en muchos casos aparecían complementados con la presencia de bandas de cornetas y tambores en lugar de las bandas de música. La disciplina devenía entonces casi militarización estricta.





Rastrear los orígenes de este gusto medievalizante ciertamente supera el ámbito de esta comunicación. Pero no puedo evitar señalar que no se trata de un signo aislado, sino que forma parte de un subsistema dentro de ese complejo sistema semiótico que es el mundo de la falla. Y no me refiero tan sólo al ritual arcaizante vinculado a la fallera mayor, a su tratamiento de reina, que la relaciona, por ejemplo, con la figura de la reina de los Juegos Florales de Lo Rat Penat en el siglo XIX en la ciudad de Valencia. La Fallera Mayor, una figura surgida en los albores del siglo XX, nos remite a la imitación pequeño burguesa de los rituales de la alta burguesía anterior, en la que cualquier cursi que se preciara aspiraba a mirarse. Y la alta burguesía anterior, la alta burguesía que ha- bía producido una determinada identidad de lo valenciano, tan insatisfactoria como se quiera, era definitivamente medievalizante, con sus justas poéticas y sus englantines, y dotaron, queriendo o sin querer –pero no se olvide que es precisamente Lo Rat Penat quien primero establece premios para las fallas, un fenómeno clave en su proceso de re- conducción social, y su acceso paulatino a la categoría de respetable–, a la pequeña burguesía, de un imaginario, de unos rituales sociales, de unas ceremonias adaptadas a sus propios sueños de grandeza que iban a resultar muy pregnantes. La redefinición franquista, una vez más, de la feminidad de la fallera mayor, su definitiva consagración de la figura de esta reina silente, receptác lo de todos los símbolos, convertida en espectáculo de sus atributos, pero desposeída de su palabra, iba a completar la figura. Por comparación, incluso las reinas de los juegos florales que entregaban personalmente la flor natural al poeta galardonado resultan extremadamente activas.




Pero, con ser importante, no es solamente esto a lo que me quería referir. Es a algo más sutil, pero que dota de sentido a las relaciones sociales internas al colectivo, que las cohesiona, pero jerarquizándolas, trazando fronteras imaginarias, expulsando a los extraños al indiferenciado desierto del afuera. Son, por ejemplo, las condecoraciones, los bunyols d’or amb fulles de llorer i brillants, ese distintivo que pauta la vida de todo fallero, esa grotesca parodia de las condecoraciones militares y las armas de caballero medieval a un tiempo, ese vástago tardío de la orden de la Garrotera que es el buñuelo de oro con hojas de laurel y brillantes, pero que, a su vez, coagula una práctica mucho más diseminada y general, una escisión fundamental en cualquier comisión, más cuanto más presuntamente antigua: los falleros de toda la vida y los que no lo son, la nobleza de la sangre y los parvenus. «Yo, que soy fallero desde que nací» es el blasón desde el que se legitima cualquier discurso fallero que se precie.


«Si os fijáis en los apellidos [de las falleras mayores y los presidentes del ejercicio] seguro que os suenan bastante, familias muy arraigadas en nuestra comisión. Seguro que va a ser un gran año», puede leerse por ejemplo en la página 35 del llibret de una comisión fallera correspondiente a 2007. El apellido es la garantía de la conducta intachable, de la seguridad del éxito. Un rancio clasismo de casta en encarnación barrial, una excrecencia tardía y –contra su voluntad– levemente paródica de la ideología nobiliaria, un cochero de alcurnia que habría inspirado un artículo de Larra, un inesperado descendiente del hidalgo del Lazarillo de Tormes que habría sido objeto de las pullas de los jóvenes del 98 leídos por Carlos Blanco Aguinaga, y acaso el objeto de un cuadro nostálgico e intemporal de un Azorín menor. Pasan los siglos y sigue el hidalgo castellano o valenciano, tanto da en este caso, puliendo sus blasones, sacando lustre a su apellido de cristiano viejo. Vivir es ver volver.



Y tal vez –y eso sí que sólo puedo apenas aventurarlo– no sea del todo disparatado trazar una genealogía de este tópico paralela a la que hemos sugerido para la reina de la fiesta, para la fallera mayor. Tal vez la revolución burguesa fallida de nuestro siglo XIX tan sólo trajo consigo una democratización de la hidalguía. No es poco, según se mire. Las fuerzas vivas de las que el fallero se siente parte devienen entonces –quién iba a decirlo– una rama menor de la aristocracia. Los falleros con el bunyol d’or amb fulles de llorer i brillants resultan ser la última orden de caballería, los herederos del Centenar del Ploma.

Pero, detengámonos un poco en el aire medievalizante de estos escudos, evidente, como decía, a un observador superficial. Fijémonos, por ejemplo, en alguno de los muchos que toman como punto de partida el escudo de la ciudad de Valencia, pero introduciéndole significativas modificaciones, y veamos en qué sentido actúan sus reescrituras.


El escudo de la falla Tomasos-Carlos Cervera es idéntico al de la ciudad, salvo por el hecho de que han desaparecido las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo, y en su lugar puede verse una imagen del campanario de San Valero, icono representativo del barrio de Russafa, en el que se ubica la falla,
con un ninot en lo alto y envuelto en llamas, rojas y amarillas. Por supuesto, el fondo del escudo es azul. En este caso, el desplazamiento semántico localiza la falla en el barrio, a la vez que la vincula a la ciudad de Valencia en su conjunto. Literalmente, el escudo de esta falla se plantea como una versión del escudo de la ciudad, escribiendo así su pertenencia, pero también su participación como elemento identificador: «La ciu- dad de Valencia se divide en fallas. He aquí una de ellas, del barrio de Russafa», vendría a ser el mensaje.

Este mismo esquema siguen otros escudos, que modifican el modelo incorporando algún elemento representativo de la demarcación: así, la falla de la Plaza de España coloca en el centro del rombo un pequeño mapa de España, con Portugal prudentemente recortado; la falla Santos Justo y Pastor-Serrería opta por unas vías de tren (muy próxima a esta demarcación pasaba durante años el trenet que llevaba a los valencianos a la playa), cuyas traviesas están siendo serradas por una rueda dentada (otra vez una sinécdoque). Transparente es también el signo que propone la falla Benicadell-San Roque, que lleva a su escudo nada menos que una imagen de san Roque, convenientemente acompañado de su perro, con lo que, de paso, se apunta hacia la religiosidad oficial de la fiesta fallera.
Pero no todas las variaciones pueden ser leídas con esta nitidez. En muchos casos, determinados elementos del escudo desaparecen y son sustituidos por otros que aluden de forma sinecdóquica a la identidad valenciana, popular, fallera i/o rural. Y entonces son un poco más difíciles de leer.

Por ejemplo: la falla Camino de Alba- Castillo de Cullera sustituye las dos eles del escudo de la ciudad por un tabal y una dolçaina, a un lado, y unas barraquitas atravesadas por una enorme llama que las cruza en diagonal, al otro. Sobre el murciélago, eso sí, en referencia al nombre de una de las calles, una pequeña imagen del castillo de Cullera. La falla de la Plaza de Patraix elimina la corona, pero añade una enorme paella que cruza en diagonal una de las dos eles. La falla Montortal-Torrefiel elimina las dos eles, pero en su lugar coloca tres enormes petardos, la parte superior del Micalet y el busto de una fallera con su brazo izquierdo en jarras.

Muchos escudos, de hecho, consistirán básicamente en la yuxtaposición de estos elementos populares: un buñuelo con pañuelo de labrador (falla Vall de Laguar- Padre Ferris), un buñuelo y una naranja hu- manizada (Molinell-Alboraya), una enorme naranja en la que se ha clavado una senyera (Menéndez Pelayo-Avenida de Cataluña), etc.

Así descritos, vistos fuera de contexto, fuera del estandarte reverenciado en todo tipo de eventos, estos escudos parecen ser parodias de la heráldica tradicional, escudos de comedia, de sainete popular. Parecen tener –genealógicamente, acaso lo tuvieron– un fuerte componente carnavalesco. Son una heráldica menor. En los casos en que se desplaza el escudo de la ciudad se escribe explícitamente esta minoridad. Las fallas, incluso las de nueva creación, parecen anclarse así en la tradición satírica e irreverente de la que partieron, que tenía ya mucho de escenificación, de construcción letrada de una supuesta franqueza popular, cuyo modelo venía a su vez de muy atrás, de los sainetes, y de más atrás aún, de los col·loquis i rahonaments satíricos entre labradores de principios del siglo XIX.

Estos escudos remiten a una fiesta que se iniciaba con un pregón burlesco, él mismo escenificación coral de un sainete. Pero ese pregón sería sustituido paulatinamente, después de la guerra civil, por la configuración actual del acto de la crida, en la que el alcalde (o alcaldesa) anuncia a la multitud fallera –con sus correspondientes estandartes– congregada a los pies de las torres de Serranos (o, al principio, del propio balcón del Ayuntamiento) que el tiempo de la fiesta ha comenzado, es decir, a un acto concebido como la puesta en escena del patronazgo del poder sobre la fiesta, de su carácter de concesión reglada y graciosa desde arriba. Esa heráldica humorística devenida incluso regla de escritura para los nuevos escudos, habiendo sobrevivido en ese nuevo contexto, se ha resemantizado. No hay rasgos ya de carnavalización bajtiniana, de revulsiva literatura menor. La heráldica menor, la minorización de la heráldica es pura y simplemente, entonces, la escritura de una minoridad, el trazado desde abajo de la distancia con el referente original, la gozosa, ordenada y festiva escritura de una minoridad.

La resemantización de estos signos, entonces, procede de su permanencia, de su identidad formal consigo mismos en un nuevo contexto. Aunque, como veremos, los diferentes elementos de la ritualidad fallera presentan habitualmente una cierta tendencia, no sólo a fosilizarse, sino a avejentarse cosméticamente para devenir imaginariamente seculares, este hecho se combina con una cierta volatilidad de otros elementos. En otros casos, además, es posible detectar modificaciones en la morfología de determinados escudos falleros que escriben en ellos las huellas de algunos procesos sociales.



Tomemos, por ejemplo, uno de los escudos que se configuran a partir de la modificación del de la ciudad, el de la falla Ripalda, Beneficencia y San Ramón. En este caso, han desaparecido las eles, sustituidas por una alegre banderola que incluye el largo nombre concreto de la comisión. Las cuatro barras rojas sobre fondo dorado permanecen, evidentemente, en el escudo. Pues bien, ese escudo, en su forma actual, aparece por primera vez en el llibret del año 1973. Puede verse que en ese año, la ban- derola es una senyera sin franja azul ni corona ni nada que se le parezca. Al año siguiente se convierte en blanca con el nombre de la comisión. En 1978, en pleno conflicto ciudadano por los símbolos que debían representar a la non nata comunidad autónoma, esta banderola se ha convertido en azul. Así la encontramos actualmente en la versión del escudo que puede contemplarse en la página web de la Junta Central Fallera.


Y esto no es un hecho aislado. Gran cantidad de escudos que incluyen las barras rojas, ahora vituperables para los falleros, se poblarán de distintivos azules. Muchos de los nacidos después de esas fechas incluirán enormes senyeres coronadas con franja azul rodeadas de otros elementos pertenecientes a diversos niveles del imaginario popular. Baste mencionar, por ejemplo, los escudos de las fallas Cedro-Explorador Andrés, formado por una senyera sobre la que descansa un ramo de naranjas, o el abigarrado emblema de la falla Conchita Piquer-Monestir de Poblet, que presenta nada menos que un murciélago, una imagen del Micalet, un buñuelo, un petardo, un tabalet y una dolçaina, en torno a una gran senyera que tiene en su centro un medallón con el inconfundible perfil de doña Concha Piquer, devenida ella misma emblema de la valencianidad, aderezo especificador de la bandera, estandarte de la tradición.

Por lo tanto, la permanencia de determinados signos es significativa en sí misma, precisamente porque hay otros que sí sufren transformaciones.

Detengámonos, por último, en dos de los escudos que resultan a primera vista heterogéneos con respecto al grupo, y que sin embargo podrán ser leídos como corolario de la función de esta heráldica urbana y popular respecto a los colectivos que designa. La falla Pie de la Cruz presenta en el suyo la imagen de una enorme hoja de parra de la que cuelga un pequeño higo (una "figa"  es más expresivo y de más frondosas connotaciones erótico-festivas). Heráldica menor, cierto es, pero sorprendente. La falla Norte-Doctor Zamenhoff presenta, por su parte, bajo un sempiterno murciélago protector, un enorme clavel en llamas.



Los dos escudos, por supuesto, tienen su historia particular. Ambos, de un modo u otro, se imbrican en un relato de orígenes de la falla, pertenecen a la cultura oral compartida que define la identidad de la comisión. El primero, según me explicó una fallera, alude a que en un año que no recuerda, pero del que ha pasado mucho tiempo, una falla particularmente memorable ardió completamente, pero entre sus cenizas se encontraron intactas precisamente las figuras que representaban la hoja de parra y el higo. En el segundo, con mucha mayor precisión cronológica, un fallero me relató que en 1971 los hombres de esta comisión se atrevieron a contravenir las rígidas normas jerarquizadoras y clasificadoras de la ofrenda, a las que antes hacíamos referencia, y arrojaron a los pies de la Virgen de los Desamparados un clavel cada uno. Este hecho disolvente les ocasionó la correspondiente sanción por la autoridad, que, sin embargo, los convirtió en más pertinaces en su actitud.



Este episodio, en efecto, nos remite al inicio del desborde de las normas franquistas de la ofrenda, que culminaría a lo largo de los años 80, y que, por ejemplo, se tradujo en una revolución en la indumentaria masculina. Es en sí mismo reflejo de un proceso social y de una tímida democratización simbólica de un acto especialmente codificado. Pero lo que me interesa ahora señalar es el paso de este elemento al escudo de la falla, desplazando al escudo anterior al uso y también al nomenclátor fallero. En efecto, además del nombre oficial, limitado a las calles en cuyo cruce se planta el monumento, esta falla es conocida popularmente como la falla El Clavel, y así puede leerse orgullosamente en la puerta de su casal. La historia oral comunitaria deviene relato de orígenes, identificador colectivo, legitimador de la propia individualidad, en este caso, además, por oposición, tímida pero efectiva al nivel simbólico, al poder ordenador de la fiesta, que, paradójicamente, terminará por acogerla en su seno y neutralizar el gesto, asegurándose que se mantiene al nivel simbólico, homologando el esquema, incorporándolo entonces al paradigma identificador. El clavel, en resumen, pasa él mismo a reforzar la función clasificatoria del estandarte.

Ambas anécdotas ilustran además esa volatilidad de la tradición, que la perpetúa, en tanto que signo, como estructura significativa. Ambas son tradiciones recientes. Su ritualización, su petrificación, su conversión en identificadores colectivos, las equipara de hecho a cualquier otra supuesta tradición secular de las que componen el sistema. Más allá de las modificaciones en el programa de actos, por ejemplo, el fallero vive cada ejercicio fallero como el retorno de lo conocido, como la recuperación de las etapas inexorables de un ciclo que lo ancla en el tiempo y en la historia, que lo protege del mundo ancho y ajeno. Cada elemento es válido en tanto signo de tradición, de continuidad, de celebración de la permanencia del pequeño colectivo. Por ello, las novedades son adaptadas gracias a su repetición, y entonces es imposible diferenciarlas de los otros elementos que vienen efectivamente de más lejos en el tiempo. Las fallas son una fiesta total, precisamente, entre otras cosas, por esta capacidad fagocitadora.


Como me explicó una vez un fallero con cierta sorna, en su falla, cuando una cosa se repite dos años seguidos, se convierte en una tradición de toda la vida. Y es así, es exactamente así. Porque ese elemento, a partir de la segunda repetición, ya significa la tradición. Por eso, sólo es válido si regresa. Pero, a cambio, cualquier elemento es susceptible de ingresar en el sistema, de colonizar el estandarte incluso, de cambiar el nombre del grupo: un clavel, un desfile de moros y cristianos, un espectáculo pirotécnico diseñado por niños, una hoja de parra y un higo, una merienda con chocolate, un énfasis particularmente ruidoso en la despertà, una traca simulada con globos.


Cualquier elemento es bueno si es susceptible de ser convertido en emblema, de ser alzado en una bandera, literalmente o de forma figurada, y de poderse desfilar detrás. 


Las fotos incluidas pertenecen a las siguientes páginas web:
Ofrenda: www-levante-emv.com
Exaltación de la Fallera Mayor de Valencia: www.lasprovincias.es
Escudo falla Tomasos-Carlos Cervera: www.ciberfallas.com
Escudo falla Santos Justo y Pastor - Serrería: www.totfallas.com
Escudo falla Plaza de Patraix: www.plazadepatraix.es
Crida: www.lovevalencia.com
Escudo falla Ripalda, Beneficencia y Sant Ramon: www.fallaribesan.com
Escudo falla Pie de la Cruz: www.lovevalencia.com
Escudo Norte-Dr. Zamenhoff: www.twitter.com