domingo, 21 de octubre de 2012

"Mediterráneo", esa canción de Raimon


 Últimamente estoy leyendo bastantes cómics, o, como se llaman pomposamente ahora para darles respetabilidad intelectual, novelas gráficas. El fin de semana pasado me leí uno detrás de otro El gourmet solitario, de Jiro Taniguchi y Masayuki Kusumi (Astiberri, 2011), El ángel de la retirada, de Serguei Dounovetz y Paco Roca (Bang ediciones, 2010), Ausencias, de Ramón Rodríguez y Cristina Bueno (Astiberri, 2012), al que me gustaría dedicarle próximamente una entrada en este blog, y Yo. Otro libro egocéntrico de Juanjo Sáez (Reservoir Books, 2010). Y es de este último, de un fragmento de este último, de lo que quería hablar en esta entrada.

De Juanjo Sáez recomiendo muy vivamente El arte. Conversaciones imaginarias con mi madre (Mondadori, 2006), un repaso gráfico por la historia del arte, interesante, vivo y, por momentos, emotivo. Un libro verdadero que se constituye en un ejemplo de contemplación –y reescritura- desprejuiciadas del arte desde la vida. Yo, me gustó también. Digo esto para contextualizar adecuadamente las cosas que voy a comentar en esta entrada.

Yo es un repaso a tiras gráficas que Juanjo Sáez publicó en distintas publicaciones y que permanecían dispersas, sin haberse vuelto a publicar. Pero -y eso es lo más interesante del libro- no se limita a ser una suma de tiras, sino que a través del procedimiento de un diálogo sobre ellas entre el propio Sáez y una autoritaria sombra interior a su conciencia que vendría a ser algo así como el superyó, se comentan, se ponen en relato, y se ofrece una explicación de su génesis, de su origen, y de su vinculación con el sujeto de la escritura. Y eso es lo que hace a este texto más interesante, porque se convierte en toda una revisión de la relación imaginaria de Sáez con su obra, y del estatuto del dibujante en la sociedad actual, es decir, del artista, del escritor, en el seno de la cultura de masas y de los medios de comunicación. Por todo eso es muy recomendable.

Me voy a detener, sin embargo, en un incidente concreto y en la manera cómo se explica, que reconozco que me irritaron profundamente y que a punto estuvieron de hacerme desistir de la lectura.

En la página 102 se reproduce una tira publicada en El Periódico. Consta de una sola viñeta en la que se puede ver un barquito cruzando alegremente el mar. Sobre él, una frase escrita con la típica caligrafía autógrafa del autor: “Raimon: Sólo conozco una canción, “Mediterráneo”. En la misma página del libro, el dibujo que representa al dibujante explica: “Ésta es la viñeta que más cola ha traído de todas las que he hecho”. En las páginas siguientes narra en qué consistió esa cola.

Para empezar, explica cuál era la intención del chiste: “Sólo quería decir que los de mi generación ya casi no se acuerdan de todo eso, y lo único que sabemos de la Nova Cançò es la canción “Mediterráneo”, de Serrat. Es un chiste bastante malo, aunque algunos vieron muy mala leche”.

Juanjo Sáez nació en 1972. Por lo tanto, cuando habla de su generación está hablando también de la mía. Y esa generalización me resultó ya muy fastidiosa, porque, desde luego, yo sé bastantes más cosas de la Nova Cançò, y aunque escuché las canciones muchos años después de que fueran cantadas por primera vez, lo hice con renovada emoción. Hoy, cuando las vuelvo a escuchar, me hablan no sólo de la mítica lucha antifranquista que yo no viví, sino de mi propia juventud, cuando las escuchaba, las cantaba y las hacía mías. Y, recientes encuentros con buenos amigos de mi edad y más jóvenes, me recuerdan que eso no es tampoco un hecho aislado. También es verdad, para ser justos, que puedo pensar en muchísimas personas de mi edad que merecerían el diagnóstico de Sáez.

Pero su narración continúa. “La cuestión es que el mismo día de la publicación, la mujer de Raimon llamó al diario (creo que es su mánager) para protestar y exigir responsabilidad por haber publicado “eso” y que era una falta de respeto y ta, ta, ta. Al poco tiempo mi sección de El Periódico se fue a hacer puñetas, por faltar el respeto a un tótem de la lucha antifranquista”.

A partir de este momento, vuelven a aparecer dibujos. Primero, el superyó interior le recuerda que en realidad al director del diario hacía tiempo que su sección le disgustaba profundamente. Pero después, el dibujo que representa al autor continúa explicando. Un tiempo después, estaba en casa viendo por televisión un documental sobre la Nova Cançò en el que aparecía el propio Raimon explicando sus problemas con la censura. Al principio, las anécdotas que contaba le impactaron, hasta que recordó el episodio de la viñeta: “Qué cabrón, al tío lo censuraban y ahora censura él”. A partir de ahí comienza una airada requisitoria generacional en la que, entre otras cosas, afirma su dibujito lo siguiente: “Nuestra generación no ha luchado contra nada y no nos hemos ganado esos privilegios de mierda. A veces, parece que nos tengan rabia por haber nacido en una época mejor y no haber tenido que correr delante de los grises”.

Obviamente la frase “haber nacido en una época mejor” escrita por alguien que nació en el 72 no debe ser leída en sentido literal. Entiendo que quiere decir haber crecido en una época mejor, o haber sido adolescentes o jóvenes en una época mejor. Así lo entiendo. O eso, o la perdonable coquetería de querer quitarse años olvidando que la biografía de la solapa no miente.

Lo primero que me nace responder es que él no habrá luchado contra nada, pero que a mí no me incluya en ese “nosotros” apolítico y hacer a continación una lista de las causas diversas en las que yo mismo me embarqué desde mi juventud. O, incluso, claro, narrar batallitas presentes de compromisos actuales, más necesarios que nunca. Pero la realidad cruda es que algo de lo que afirma Juanjo Sáez es verdad, y no creo que yo o mis amigos politizados seamos ejemplo de nada. Baste recordar que yo me convertí en mayor de edad en 1989. Es mi generacias absolutas del PP en Valencia, que se han convertido en la coartada para el saqueo. recordar que yo me convertia por haber nacón en Valencia la que ha cimentado las mayorías absolutas del PP, que han sido la coartada para el saqueo. La verdad es que la aportación de mi generación a la historia de este país es bastante lamentable. Nos ha gustado pensarnos como víctimas, pero en realidad hemos sido también cómplices y ejecutores. Y hay que decirlo. Aunque lo que me sigue irritando en el texto de Sáez es su orgullo generacional, el desafío que implica esa especie de seña de identidad basada en el pensamiento débil y la molicie acomodada.

Me ha recordado este texto, además, una tendencia detectable en autores de esta misma generación, y no sólo españoles. Algo que este cómic comparte con Los rubios, la película de Albertina Carri (Argentina, 2003), o con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Mondadori, 2008), la novela de Patricio Pron de la que ya hablé en este blog, es la tendencia a considerar la sociedad politizada de los años setenta, en la que nacieron los autores, como una realidad indescifrable por absolutamente ajena, y, lo que es peor, a basar una problemática superioridad, cuando no displicencia, en ella. Es un gesto adolescente, casi, peterpanista, en lo que por cierto, tal vez vendría a apuntar a otro de los rasgos definitorios más lamentables de esta generación perdida.

Pero al mismo tiempo, es curioso cómo ha envejecido este texto, publicado en España hace tan solo dos años. “No haber tenido que correr delante de los grises”, decía Juanjo Sáez. Y, probablemente, mientras lo escribía, pensaba que ya no habría que volver a correr delante de ellos.

En mi juventud, yo corrí alguna vez delante de los antidisturbios. Pero, para qué vamos a exagerar, fue bastante excepcional. Recuerdo una manifestación del 25 de abril en Valencia que acabó con golpes de los neonazis y de los antidisturbios. Como suele pasar, la carga fue motivada por la “pelea”, aunque al final las porras resultaron bastante selectivas, y la violencia fue, básicamente, unidireccional. También recuerdo algunas cargas a la salida de Mestalla después de un arbitraje muy polémico. Una con caballos y todo, contra una multitud numerosa y airada. Poca cosa. Y como además yo era muy prudente, corrí, porque lo cierto es que corrí, pero bastante de lejos, con la tranquilidad de que bastaba ir hacia la acera, pegarse a las paredes, o correr un par de calles, para que hubiera pasado el peligro y la amenaza.

Pero, la verdad es que nunca había visto tan de cerca las porras de los antidisturbios como en febrero pasado, en los alrededores del Instituto Luis Vives en Valencia. Por eso, yo no sé Juanjo Sáez, pero creo que ya no es posible decir eso de que nuestra generación no ha corrido delante de la policía. Ha corrido, como las generaciones que nos siguen. Han corrido y correrán. Estos días es posible leer en la prensa cómo el gobierno quiere impedir que se filmen las acciones represivas de la policía. Como los soldados de Estados Unidos al tomar Bagdad, las primeras balas son contra los testigos. Así que debemos prepararnos para lo peor.


Por eso creo que el texto de Juanjo Sáez puede leerse hoy como un síntoma del estupor con que los manifestantes han recibido la violencia de la policía en Valencia, en Barcelona, en Madrid. Los manifestantes de hoy no saben hacer cócteles molotov, ni siquiera llevan en realidad piedras ni palos. Se manifiestan pacíficamente y se han creído que viven en un estado democrático y garantista, y que, en efecto, los grises eran cosas de las generaciones anteriores. Y de pronto se han encontrado con policías que no dispersan manifestaciones ilegales o violentas, sino que apalean sin que medie provocación, o urden ellos mismos la provocación utilizando infiltrados, persiguen hasta la acera, o incluso hasta los andenes de la estación, para propinar escarmientos atrincherados en su chulería y en trajes de combate contra gente desarmada y en camiseta. Creímos que los tiempos habían cambiado, y ahora están aquí los violentos de siempre al servicio de un poder que resulta ser al final el de siempre, un poder oligárquico que gobierna contra el pueblo, que hace de la polarización social y la consolidación y blindaje de las élites sociales los evidentes objetivos de sus políticas.

En ese sentido, el libro de Juanjo Sáez, como tantas cosas publicadas en la primera década del siglo XXI parecen añejas. Mucho más añejas desde luego que las canciones de Raimon. Habrá que repasarlas entonces, para volver a decir no, con idéntica convicción, con idénticos motivos, a la ley del miedo y de la sangre.

Y, desde luego, ya no podremos volver a descartar que a la salida del concierto nos esperen los anti-disturbios con las porras preparadas. 



lunes, 24 de septiembre de 2012

El codo de Leonardo


El día 4 de julio de 1994 se jugaba en San Francisco el quinto partido de los octavos de final del Campeonato Mundial de Fútbol: Brasil contra Estados Unidos. Y aunque hoy, visto con la perspectiva que da el tiempo, cuando ya sabemos cómo acabó aquel campeonato, parezca un enfrentamiento muy desigual, entonces no lo parecía tanto.
La selección de Brasil tenía por seleccionador a Carlos Alberto Parreira. Y en aquel momento no era precisamente el hombre más popular de Brasil. La primera fase se había superado sin problemas, ganando los dos primeros partidos, contra Rusia (2-0) y contra Camerún (3-0). El tercer partido, de trámite, había acabado empatando contra la sólida selección sueca, que acabaría por llegar a las semifinales.
Y aun así, existían muchas dudas sobre el equipo. Tenía dos delanteros de esos que, si hubieran jugado en la selección de Zico y Sócrates, se habrían divertido mucho más: Romario Y Bebeto, dos jugadores con imaginación, dos niños grandes de los que parecían realizar todavía en los estadios jugadas imaginadas en los partidos callejeros de su infancia.
Pero la selección de Zico no ganó el Mundial. Y Parreira quería un equipo serio, táctico, bien armado en la defensa, y con un poderoso centro del campo, con Dunga, Mazinho y Mauro Silva como correosos contenedores del juego del rival, pero sin la desbordante creatividad de sus predecesores de la década anterior.
Era una apuesta arriesgada. Si se ganaba el Mundial, si Brasil se convertía en Tetracampeón, Parreira y sus jugadores demostrarían haber entendido los errores del 82 a cambio de privar a los espectadores brasileños del goce –y el orgullo- de ver a los jugadores divirtiéndose en el campo de fútbol, actualizando en cada partido el sentido que nunca debió perder el juego: pasarlo bien, hacer disfrutar a quienes lo practican y a quienes lo presencian. Ahora, sin embargo, los futbolistas eran disciplinados trabajadores. Y si no se ganaba, si el sacrificio de las señas de identidad futbolísticas se producía a cambio de nada, serían recibidos en Brasil como traidores, como derrotados sin gloria.
Y después de la primera fase, ahora, en octavos de final, es cuando había llegado el momento de la verdad. La eliminación sería un desastre total, el enfrentamiento inmediato con la deshonra, con las multitudes fervorosas decepcionadas. Es posible que los jugadores brasileños lo tuvieran en la cabeza aquella noche al saltar al terreno de juego. Que mientras le daban el primer toque a la pelota pudieran avanzar las imágenes de un triste regreso a un país triste.
El presidente del Brasil en aquel momento se llamaba Itamar Franco. No había sido el elegido en las elecciones de 1989. Entonces había ganado Fernando Collor de Melo, pero este había debido dejar el poder en 1992 en medio de un escándalo enorme de corrupción. El país se encontraba en una crisis política muy profunda que agravaba todavía más la crisis económica. Se venía de un periodo de hiperinflación que había llevado al Brasil al borde del colapso económico. Ahora, el nuevo Ministro de Hacienda, Fernando Henrique Cardoso, una vez disuelto su pasado y exitoso dúo con Enzo Faletto, había puesto en marcha el llamado Plan Real, que estaba estabilizando la economía a costa de profundizar las políticas neoliberales. Los brasileños pobres, como sucede hoy en España, eran entonces más pobres. Las clases medias eran ahora crecientemente pobres también. Y si hay una cosa que puede hacer más soportable la vida de un brasileño pobre –pan y circo, ya se sabe- es el fútbol: ver jugar a Brasil, a la canarinha, y verla jugar bien.
Y esa responsabilidad añadida los jugadores del equipo la conocen muy bien. Muchos de ellos fueron niños pobres; muchos son hijos de pobres, crecidos en esos barrios en que ahora mismo estarán buscando un televisor para ver a sus chicos dispuestos a sostener la leyenda de la camiseta amarilla, de la camiseta de Pelé. Y durante el tiempo que dure el Mundial, mientras la selección sea capaz de prolongar el sueño, no existirá nada más que fútbol. Los brasileños pobres se sentirán ricos por delegación. Se sentirán poderosos porque los suyos pueden hacer con un balón cosas que nadie más puede atreverse ni siquiera a intentar.
    Y ahora, este 4 de julio, el rival es nada menos que Estados Unidos. Se enfrentan Ariel y Calibán, los dos factores continentales de los que hablaban José Enrique Rodó y José Martí. La América Latina, mestiza, abigarrada, pasional, con el poderoso vecino del norte, con aquel que dictó las políticas neoliberales del gobierno brasileño, FMI mediante, con aquel que apoyó el derrocamiento del presidente João Goulart en 1964 por el ejército golpista. Los Estados Unidos, el Imperio todopoderoso, el águila que sobrevuela las Américas con gesto dominador.
Pero en el fútbol no es exactamente así. En el fútbol el norte es el sur, haciendo realidad la hipótesis cantada por Ricardo Arjona aquellos años. Estados Unidos es una selección menor, de jugadores amateurs que no tienen detrás la pasión de las multitudes. El equipo es una mezcla de latinos, de inmigrantes, de hijos de inmigrantes europeos y latinoamericanos, junto a algún niño de familia bien que encontraba el soccer elegante y europeo en la universidad, y que no tenía el físico para jugar al fútbol americano ni la altura para el baloncesto. Lalas, Meola, Pérez, Balboa, Clavijo, son apellidos del equipo titular de aquella selección.
Tab Ramos, su número 9, de hecho, es uruguayo. Vive en los Estados Unidos desde los once años pero él es tan uruguayo como José Enrique Rodó. Y allí está, con la mano en el pecho y mirando la bandera de las barras y las estrellas. Cuando su familia dejó Uruguay, en 1977, una dictadura militar gobernaba allí, con el beneplácito del país de cuya selección nacional de fútbol era, ahora, diecisiete años después, la figura principal.
Y allí están: las barras, las estrellas, el gesto marcial de los jugadores cantando el himno. Y entonces, un 4 de julio, Estados Unidos es Estados Unidos y Brasil es Brasil. Ariel y Calibán.
En la primera fase, Calibán había vencido. Estados Unidos se había clasificado tras vencer a la selección de Colombia, la de Higuita y Valderrama, en un partido extraño, que quedó sentenciado por un auto-gol de Andrés Escobar. La hegemonía simbólica de Latinoamérica en el fútbol había sufrido aquel día un duro golpe.

Todavía hoy no está claro que fuera por motivos estrictamente deportivos. Andrés Escobar había sido asesinado en Medellín el 2 de julio por pistoleros vinculados a mafias que operaban también en las apuestas deportivas. Alguien había ganado mucho dinero gracias a aquella derrota. Y alguien, también, lo había perdido. Y eso le había costado la vida al ejecutor, voluntario o involuntario.
La derrota de Colombia en el corazón de los 90 era también un símbolo: la derrota de un país que se hundía traicionado por las clases dirigentes, atravesado por la violencia y el dinero negro. Colombia, América Latina, se marcaba goles en propia puerta jugando contra Estados Unidos.
Por todo eso no es raro que la primera parte fuera tensa, con un dominio brasileño infructuoso. Los jugadores estaban posiblemente paralizados por el pánico de la representación. La primera ocasión de gol, además, fue para Estados Unidos. Balboa no llegó a rematar una pelota que le pasó por delante muy bien centrada, y que había dejado en evidencia a la supuestamente inexpugnable defensa de Parreira. Brasil había llegado después más al área rival, pero no con la frecuencia deseada. Los errores en el último momento, como los de Bebeto o Aldair, demostraban nervios e inseguridad. Aquel grupo de jugadores se enfrentaba a uno de esos momentos decisivos en la vida de los que habla a menudo Jorge Luis Borges: esos instantes en que un hombre mira cara a cara a su destino.
Y eso es precisamente lo que le ocurrió en el minuto 43 al lateral izquierdo de la selección brasileña, a Leonardo, que hasta hacía muy poco había jugado en el Valencia CF. Él nunca había sido un lateral de contención. Era más famoso por su capacidad para sumarse al ataque, uno de aquellos “carrileros” de los que tanto se hablaba en el fútbol de los 90. Y en aquel equipo de Parreira tenía que ser capaz además –sobre todo- de defender con autoridad.
Ese minuto 43 Leonardo estaba presionando muy avanzado. La pelota estaba en poder de los Estados Unidos, pero él estaba defendiendo en campo contrario. Tab Ramos recibió el balón a pocos metros, y él se adelantó todavía más para presionarlo. Entonces, la estrella de los Estados Unidos gira sobre sí misma para proteger el balón, manteniendo a distancia al defensa brasileño con la mano. Inmediatamente, intenta el regate: trata de pasar el balón entre las piernas de su rival y sobrepasarlo por el exterior, pero Leonardo reacciona con reflejos. Corta el balón con el pie derecho y, por un segundo, ve la banda libre para iniciar la incursión.
Quizá en esa fracción de segundo entrevió la jugada decisiva que grabaría su nombre en la historia de la selección y en la memoria colectiva de los suyos, la galopada rapidísima y el centro decidido que desbordaría a la defensa, el sorprendente remate de Romario enviando la pelota allí donde el portero no lo hubiera ni siquiera sospechado. Quizá lo presintió. Pero nada de eso llegó a suceder.
El jugador estadounidense, al sentir que perdía la pelota, agarró instintivamente de la camiseta al brasileño. Esa mano se interponía entre la banda y él. Leonardo trata de liberarse, tira enérgicamente, pero la mano de Tab Ramos es firme y se aferra aun más a su camiseta. Leonardo tiene un brazo libre, y ese es el instante decisivo: el instante que enfrenta a un hombre con su destino, en un gesto que ni siquiera pasa por la voluntad, que simplemente sucede, fatal, inexorable.
Leonardo extiende el brazo y lo descarga con fuerza hacia atrás, flexionándolo ligeramente. Su codo impacta en la cabeza de Ramos, que cae fulminado al suelo. Inmediatamente llegan dos jugadores norteamericanos y empujan al brasileño. Él, que nunca había sido un jugador violento, llega a esbozar un gesto de disculpa. El árbitro, Joel Quiniou, acude también, pero con la tarjeta roja ya en la mano. Leonardo está expulsado.
Durante los minutos que tarda en salir del campo, se le ve deambular entre los empujones y los insultos de los rivales, sin responder a ninguno. Se acerca a Tab Ramos, que continúa en el suelo pero finalmente emprende el camino de los vestuarios sin hablarle. Con una mirada vacía, tal vez porque solo mira hacia adentro. Quizá porque es el instrumento del destino, desmadejado y vacío después del instante decisivo. El actor sale de la escena. El destino se bifurcaba y escogió el sendero equivocado. Por un momento, la gloria entrevista; una décima de segundo después, el papel del malo, como Edipo justo antes de arrancarse los ojos.
En la segunda parte, a pesar de la inferioridad numérica, Brasil ganó el partido gracias a un gol de Bebeto. Ariel, finalmente, venció a Calibán. El Sur volvió a ser el Norte en el planeta del fútbol. Exactamente trece días después, Brasil se convirtió en la primera selección tetracampeona del mundo al vencer por penaltis a Italia. Sin magia, quizá; sin fantasía; sin parecer que estaban jugando en la calle del barrio de la infancia, pero ganaron. Y los brasileños pudieron olvidarse unos días más de los ajustes económicos –de los recortes, diríamos hoy- y de la pobreza.
Pero Leonardo no jugó ese partido. Ni tampoco la semifinal, contra Suecia. Ni siquiera los cuartos de final, contra Holanda. No pudo abrir el carril izquierdo. No fue un defensa seguro que a veces sube al ataque y desequilibra. Tenía una sanción de la FIFA por cuatro partidos. Brasil escribió aquella historia sin él. Los aficionados que recitan la alineación del equipo tetracampeón no dicen su nombre.
Posiblemente, Tab Ramos era un un jugador más sucio que Leonardo. Pero, aquel día, fue Leonardo quien agredió a Tab Ramos. Nada puede cambiar ese hecho. Y por eso, Leonardo está fuera de campo en la fotografía del éxito. Por muy poco. Por un instante. Por un gesto. Por una cabeza, como decía el tango. Por un giro del destino. Por un golpe de dados del azar. Por un golpe del codo. De su codo.
Del codo de Leonardo.

(Una versión previa de este relato apareció publicado en el Llibret 2012 de la Falla Na Jordana, de la ciudad de Valencia, con el título “El colze de Leonardo”. La Falla estaba dedicada este año a Leonardo Da Vinci)

miércoles, 25 de julio de 2012

El camino y los fantasmas


La semana pasada, por fin, vi la película Camino, de Javier Fesser (2008). Fue necesario para ello encontrármela en el programa de una asignatura que debía dar a mis estudiantes de la Universidad de Virginia. Decidí no quitarla, y enfrentarme a ella. Y sabía que iba a ser una película muy difícil de ver para mí. Sabía que durante dos horas iba a enfrentarme a muchos demonios personales e íntimos. Por eso no había sido capaz de verla antes.

Y así fue. Sé que cuando me levanté para despedir a los estudiantes e hice algunas bromas sobre las películas tan alegres que les hago ver me temblaba ligeramente la voz. Ellos, desde la distancia cultural, no pueden sospechar qué había debajo de ese temblor. No pueden sospechar cuántos curas y cuántas monjas ha habido en la existencia.

En un cajón de mi casa guardo las fotos de la ceremonia que convirtió a mi tía en monja en algún lugar de la oscura y siniestra postguerra. Fotos en blanco y negro de una joven veinteañera ofrecida a Dios como una vestal, casada con Cristo, como ella me diría mucho después. Una mujer joven, entregada en sacrificio vital. Una mujer joven para siempre infantilizada y alienada, con la misma actitud hacia el sexo que una pudorosa adolescente beata durante toda su vida. Con el mismo misticismo romanticoide de una novela de Rafael Pérez y Pérez. Con la fustración acaso de no haber tenido hijos que en algún momento le sospeché. Mi tía fue toda su vida una adorable niña grande. La quise mucho. La recuerdo con mucha ternura. Y ella no lo aprobaría si supiera que creo que la iglesia de la postguerra le robó su vida, su cuerpo, sus afectos. Le negó la mujer adulta que hubiera podido ser.

En el otoño de 1996, mi casa en Paterna estaba llena de monjas. Mi madre estaba muy enferma, y las monjas, como cuervos ocupaban el comedor de mi casa, opinaban sobre todo, nos decían a mi hermano y a mí lo que debíamos hacer. Una de ellas, lo recuerdo bien, además de darnos el pésame poco después, se quejó ásperamente de que la homilía de la misa hubiera sido en valenciano. Las mismas que sólo volvieron a llamar para pedirme que les llevara la llave del colegio que debía de estar en el bolso de mi madre. La mezquindad, el dogmatismo ideológico y la estrechez de miras vestidas con el ropaje de una bondad supuesta y raramente demostrada.

Fue una de aquellas monjas la que le dio a mi madre una estampa de “la santita”, a ver si hacía un milagro y la reconocían por fin como lo que había sido: una santa. Así es como se cruzó en mi vida Alexia González-Barros, una pobre niña que había nacido el mismo año que yo pero que había muerto con sólo catorce años de un tumor cerebral, aceptando el martirio, la voluntad de Dios, como creo recordar que decía aquella estampita. Yo la odié, como odié a aquella monja que desde su candidez, su estupidez, su misticismo, su enajenación, intentaba darnos falsas esperanzas con una sonrisa demasiado cretina para ser sincera. Aquella beatita del Opus no tenía nada que ver conmigo. Y si había aceptado la injusticia cósmica de una enfermedad como aquella como una bendición de Dios, pues mejor para ella, con su pan se lo comiera. Yo no podía ya tener aquel consuelo.

Mi madre le rezó; mi tía le rezó, pero, por supuesto, no hubo milagro. El silencio de la santita fue una versión menor del silencio de Dios.

Por eso no fui capaz de ver Camino, una película que se anunciaba basada en la vida de aquella remota santita. Y por eso, como me temía, la vi con emoción profunda, interpelado en cada fotograma, lidiando, como la niña protagonista, con mis fantasmas, que tenían la forma de un ángel de la guarda presuntamente bueno, afectamente hermoso, y que sin embargo aterroriza cuando aparece en una estación desierta en medio de la noche, cuando hemos sido abandonados por los padres, que se alejan en coche sin volver la vista atrás. La película es desoladoramente hermosa, insoportablemente bella, profundamente verdadera.

En aquella película estaba todo: las fases de la enfermedad, que me hacían apartar la vista de la pantalla; pero no sólo eso. En el personaje de la madre reconocía viejos gestos de la educación católic: el sacrificio es un bien en si mismo. Si lo que se desea realmente es un pastel de nata, pues entonces se compran torrijas. El deseo es siempre malo, hay que atajarlo porque es algo sucio, pecaminoso, una debilidad. En los sacerdotes que pululan por aquella casa haciendo sentir su imperio moral, su férrea dirección, secuestrando voluntades y cuerpos, reconocí los mismos gestos de aquellos cuervos siniestros que desgranaban rosarios en el comedor de mi casa tomada mientras dictaminaban inflexibles sobre lo que había que hacer, sobre lo que se había de sentir, sobre el pecado de la pena, sobre la soberbia infinita de cuestionar a Dios. En la niña, que en medio de su sufrimiento pide disculpas a las enfermeras por la lata que está dando, reconocí la culpa, ese virus insidioso que nos inocularon desde que éramos pequeños, que después nos pasamos toda la vida intentando sacudirnos aunque sospechamos que es en vano. Por eso conmueve tanto la voluntad de alegría de la niña de la película, que lo que quiere es entrar en el grupo de teatro en el que está el chico que le gusta, que delira con ello en los últimos instantes de su vida. La alegría de vivir amenazada, doblegada por el absurdo de la existencia humana, cercada por el fanatismo y la oscuridad de su entorno, dispuestos, si hubiera sobrevivido, a castrarla, a sepultarla en vida, como habían hecho con su hermana.

Con todas las escenas terribles que tiene la película, una me resultó especialmente conmovedora. La hermana mayor de Camino encuentra en el armario de la habitación del hospital su guitarra, que su padre había intentado infructuosamente hacerle llegar. Es una típica chica del Opus, con sus faldas largas, su sonrisa cándida y su mirada ausente. Y, de pronto, en la habitación de aquel hospital, recuerda quién fue, quién hubiera podido ser. La guitarra todavía tiene las pegatinas con que aquella otra que fue la decoró. Y entonces, se sienta junto a su hermana, comienza a tocarla y, dulcemente, canta. Una canción de Dover, si no recuerdo mal. Y nos olvidamos de las faldas largas. Y vemos a una joven llena de vida, de deseos, como la que seguramente había al otro lado de los hábitos negros y la mirada grave del sacerdote en las fotos que guardo en un cajón. Desgraciadamente, el encantamiento durará lo que dure la canción. La joven de las fotos murió convertida en una monja anciana muchos años después.

Camino es la película que me hubiera gustado rodar a mí. Hacía mucho tiempo que no sentía tanta identificación con el lugar desde donde se cuenta. Durante varios días la llevé en la cabeza. Creo que escribo este texto para librarme de ella. No hubo nadie del Opus Dei en mi familia, afortunadamente. Y sin embargo, al pensar en ello ahora me doy cuenta de que el Opus Dei es básicamente la radicalización de la lógica profunda del catolicismo: la castración, la represión, la culpa, el sufrimiento como valor, la obediencia ciega, la infantilización. Y entonces me doy cuenta de que después de todo Alexia González-Barros sí tenía algo que ver conmigo, más allá de aquella estampita que nos convirtió oscuramente en rivales.

No sé si Alexia se parecía en algo a la convincente y verosímil protagonista de la película. Sé que yo mismo he recorrido un largo camino (no es casual el uso de esta palabra) desde 1985, desde que tenía catorce años. Alexia hubiera podido ser cualquier cosa, hubiera podido sacudirse la costra de fanatismo que le tocó heredar. Quién sabe. Por ello, hoy me inspira ternura retrospectiva, solidaria, y una inmensa compasión. Y al revisar las páginas web que aún hoy siguen mercadeando con su nombre y su memoria, sólo puedo sentir desprecio hacia quienes han seguido utilizando su sufrimiento con fines propagandísticos, para erigir certezas y posiciones de poder sobre el dolor ajeno, hacia quienes han querido sacar provecho, sacan provecho todavía, de esa muda acusación hacia el vacío, hacia el sinsentido de todo, que es el dolor irreductible al discurso de una niña, la muerte terrible de cáncer de quien apenas ha empezado a asomarse al mundo.

Ojalá podamos un día librarnos definitivamente de tanto demonio vestido de pastor, de tanto cuervo, de tanto ángel de la guarda que nos aterroriza con su falsa hermosura, con el filo helado de su espada de dogmas. De los falsos refugios contra la nada, que nos hacen pagar con sometimiento, castración y culpa el calor precario de sus fingidas certezas.