domingo, 27 de diciembre de 2009

Leche, cacao, avellanas y azúcar



Cuando leí la reseña crítica de Nocilla lab, la tercera novela del traido y llevado Proyecto Nocilla, de Agustín Fernández Mallo, decidí rellenar ese imperdonable hueco en mis lecturas empezando por el principio, así que me hice con un ejemplar de Nocilla dream (Candaya, 2008), la primera de las tres novelas. Y, en el famoso puente de la Inmaculada Concepción de María (sin pecado concebida) que tanto dio de sí en cuanto a lecturas, me di un auténtico atracón de Nocilla.

Lo primero que me hizo bastante gracia fue el alborozo con el que se saluda la aparición de una novela en forma de rizoma, algo que me parece estupendo por otra parte. Me acordé entonces de mi amiga Eleonora Cróquer, que fue quien me dejó un ejemplar de Mil mesetas, de Gilles Deleuze y Felix Guattari, hace como diez años, en épocas heroicas en las que, entre otras cosas reseñables, todos éramos más jóvenes,

Lo segundo que me llamó la atención es que la novela revolucionaria y rizomática era bastante ligerita de lectura, lo cual también me parece estupendo. Por algún motivo recordé la frase cargada de veneno que alguien me dedicó también hace más de diez años. La prueba de que dio en el blanco es que tanto tiempo después todavía la recuerdo. Si yo, como decía ese alguien, había traducido a Josefina Ludmer al cocoliche, Fernández Mallo había traducido a Deleuze –y a Borges, y a Cortázar, entre muchos otros- a algo, pero así, de pronto, no se me ocurrió a qué.

Dicho lo cual, también he de decir que disfruté la lectura. Que por momentos me interesó, incluso me fascinó, toda esa red de personajes hilados en torno a esos zapatos colgados en un árbol en el medio del desierto de Nevada, habitantes excéntricos todos ellos de sus propios desiertos: el internauta danés que “pinta” cuadros con chicles masticados, los diversos habitantes de micronaciones, los ancianos surfistas, el constructor de un borgiano monumento a Borges... Me gustaron muchas de las referencias intertextuales, la propia idea de la red de textos que la novela teje y de la que forma parte. Me gustó el cruce con el registro científico, y, de pronto, aquí y allá, frases rotundas y magníficas: “Dentro de cada uno de nosotros existe otra ciudad si cabe aún más compleja; el sistema de venas, vasos y arterias por las que circula el torrente sanguíneo. […] Un desierto que no avanza, un tiempo mineralizado y detenido llevamos dentro. De ahí que el ‘yo’ consista en una hipótesis inamovible que al nacer se nos asigna y que hasta el final sin éxito intentamos demostrar”.

Todo iba entonces más o menos bien, cuando, de repente, al llegar a la página 167, me encuentro con lo siguiente. El protagonista no es otro que un anciano llamado Ernesto Che Guevara:

“A sus 78 años Ernesto ya no estaba para esos trotes. Ya había tenido bastante con haber salido a los 18 años de Argentina en moto, haber abanderado una revolución en Cuba, y haber sobrevivido a 3 intentos de asesinato antes de calcular finalmente con precisión relojera la simulación de su muerte en Bolivia para irse a Las Vegas a dedicarse al juego y al lujo bajo el sobrenombre de J.J. Wilson. No obstante, contra su voluntad, cediendo a las presiones de su joven novia, Betty, se plantaron allí. Visitaron los lugares típicos budistas entre la multitud, pero al cuarto templo Ernesto se cansó y cambió a Betty por una puta vietnamita. Con los días se fue acostumbrando al modus operandi del típico turista, e incluso participó en los regateos que ella entablaba con los vendedores de los mercadillos nocturnos. […]. Le hizo gracia ver que una sola camiseta se repetía allí como en todo el planeta, la de su rostro con boina. 7 pm, hace calor, es de noche y llueve en el mercado. Él empieza a calentarse y compra unas gafas imitadas Ray Ban de espejo azul, una camiseta rosa en la que pone Play Boy bajo el dibujo del conejito serigrafiado, y se deja incluso fotografiar por la puta con la camiseta, las gafas y un puro entre los dientes”.

Así que la gran revolución novelesca era esto: la iconoclastia gratuita, inmotivada, la inversión por la inversión, con notas gruesas, incluso, zafias, con un narrador (el que habla de “una puta vietnamita”) convertido en una especie de españolito nuevorrico, machista y etnocéntrico (por no decir racista), de viaje de turismo sexual por el exótico Oriente (nada menos que Vietnam, ahí, ahí duro con los mitos de la izquierda trasnochada, parece ser entonces el gesto). Así que rizoma significaba simplemente batiburrillo, como los innumerables pares de zapatos en el desierto de Nevada, cuando no celebración hueca y tardía, rancia y añeja, del fin de la historia.

Y de pronto lo entendí: la estructura es la del gag que funciona por acumulación de absurdos inmotivados más allá de las posibilidades ofrecidas por la situación de partida. Agustín Fernández Mallo ha conseguido traducir a Deleuze al lenguaje de los Morancos. Todo un hito postmoderno.

La foto que ilustra el post procede de www.leadingbrandsofspain.com

1 comentario:

  1. Jesús, yo también he leído alguna entrega de la saga nocillera... en fin, en ocasiones es inenarrable, pero nadie lo habría podido expresar como tú lo has hecho.

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