martes, 29 de marzo de 2011

El faro por fuera


Uno de los últimos libros que he leído es El faro por dentro, de Menchu Gutiérrez (Siruela, 2011), y tengo que confesar que me he aburrido bastante. Puesto que es un libro lleno de gestos de alta literatura, sin duda la culpa debe de haber sido mía. En cualquier caso, me interesó más el breve texto inicial que le da título, y que cuenta –o está escrito desde- los últimos días de la autora-narradora en el faro que habitó. De la nouvelle que completa el volumen, “Basenji”, ambientada también en un faro he aprendido básicamente que destilar alcohol para consumo propio es una práctica poco recomendable y que los perros que no ladran dan bastante mal rollo.

Sin embargo, de manera lateral, este libro me recuperó mi propia relación con un faro, el de la playa de Canet d’En Berenguer: algunas tardes de finales de los años 70 y los años 80, en que era el destino de los paseos estivales: con mis padres, primero; sólo con mi madre, después. Más tarde en bicicleta, con mis amigos de verano: al principio una roja, bastante pesada, de la marca G.A.C., con un sillín mullido que recordaba al de un ciclomotor, y que posiblemente es lo que le daba el pomposo nombre de Motoretta; más tarde con una flamante bicicleta de carreras de diez marchas. Aunque entonces el faro era ya apenas una etapa inicial de mis ambiciosas excursiones, en aquellos años felices en que creía –en algún caso contra toda evidencia- que los ciclistas corrían el tour sin doparse.

Recordar aquellos paseos es recordar caminos de huerta entre naranjos, sinuosos y verdes. A veces, parábamos para comer moras. Esa era precisamente la belleza popular de la playa de Canet, que los campos de naranjos se prolongaban prácticamente hasta el mar, hasta aquel mar de clase media, hacia aquellos veranos azules con sintonía televisiva de silbiditos. Y en el medio, como referencia, aquel faro que hablaba de travesías marítimas surcadas por grandes y misteriosos barcos, que nos recordaba que al otro lado de nuestros baños, que más allá de la “playeta” en la que hacíamos pie hasta muy adentro, había otras orillas.

Hoy el faro está en plena zona urbanizada, en el medio de un paseo. Junto a él, uno de los bloques de apartamentos está acabado, aunque vacío. No muy lejos, un par de edificios que se quedaron a medio construir. Sigue lanzando su chorro de luz, como si nada hubiera pasado, pero ya no lo hace por encima de los naranjos, sino de la arquitectura apresurada de nuestra costa, extendida a lo largo de innumerables filas paralelas. El Hostal Chispa, no muy lejos, eso sí, se ha convertido en Hotel.

Pero lo peor de la fealdad de Canet es que, en este caso, la fiebre recalificadora no tuvo su origen en un ayuntamiento del PP. Y ello me pone un poco más difícil creer en la condición humana, o, simplemente, en que este rinconcito del Mediterráneo llamado Valencia pueda tener arreglo.

(La fotografía del faro de Canet d'En Berenguer procede de la página web pictures.todocoleccion.net)

martes, 22 de marzo de 2011

Barrio Lejano


He leído muchos libros en un año. En eso sí me he mantenido constante. Y esa es precisamente una de las razones por las que entré en ese círculo vicioso que me llevó a abandonar el blog. ¿Por dónde empezar a volver a reseñar? Y, bueno, como todas las trampas que nos ponemos para no hacer lo que nos proponemos hacer, era un falso dilema. La respuesta era tan sencilla como esta: por el primer libro que me viniera a la cabeza de entre todos los leídos y no reseñados.

Y ese no es un libro ni poesía ni una novela. Bueno, una novela sí: una novela gráfica, un clásico del manga: Barrio lejano, de Jiro Taniguchi. El libro más conmovedor que he leído durante esta travesía del desierto. Y, precisamente, la historia de un regreso.

Un hombre de cuarenta y muchos visita al equivocarse de tren su pueblo lejano, en el que pasó su infancia. Ante la tumba de su madre, se desvanece. Cuando recobra el conocimiento vuelve a tener catorce años, ha vuelto atrás en el tiempo, es un adolescente, pero conserva su consciencia de adulto. Y vuelve al año en el que sabe que su padre desaparecerá, abandonará a su familia, un hecho traumático que nunca llegó a comprender.

¿Es posible cambiar el pasado? El protagonista, Hiroshi, lo va a intentar. Y, en algunas cosas, aparentemente lo conseguirá. Será más popular que en su primera adolescencia, y tendrá la novia que siempre soñó tener. Es lo que pasa. Si pudiéramos volver a vivir la adolescencia con todo lo que sabemos ahora... Cuántas veces hemos pensado eso. Qué breve es la juventud, y qué desaprovechada nos parece cuando la recordamos ahora. Y qué irrecuperable.

Pero además, descubrirá el misterio de su padre, la razón de su abandono. E intentará impedirlo. Y fracasará. Y el pasado se repetirá como fue. Inexorablemente. Porque el pasado puede llegar a entenderse, pero no a cambiarse.

Es una historia muy hermosa, impecablemente narrada, con unos dibujos sobrios, expresivos, cercanos. Una novela gráfica, sensible y delicada, que recomiendo mucho en estos días además en que Japón se siente más cercano que nunca. Un delicado golpe en el hígado que duele mucho tiempo después de haberse recibido.

Volver, con la frente marchita


Hace más de un año que abandoné el blog. Irónicamente lo hice con una entrada en la que anunciaba mi regreso. Sin duda, su final era demasiado optimista. Declaraba clausurado el tiempo de la destrucción, como si las cosas funcionaran así. Se declara y ya está.

Y de pronto, ayer, me encuentro un comentario anónimo a esa entrada: "Me alegro de que hayas vuelto". Así, simplemente. De que haya vuelto. Y la pregunta claro es ¿A dónde he vuelto? ¿Y desde dónde?

Irónicamente, una de las cosas que debo hacer esta tarde es escribir un párrafo que clarifique los objetivos de un artículo académico. Al parecer, al comité de la publicación no le han quedado claros, y los quiere al principio. Supongo que de lo que se trata es de algo que evite tener que leer el artículo completo. Y lo tendré que hacer, claro. Puedo incluso hacer un borrador ahora. Porque el artículo habla de regresos. En concreto de los relatos del regreso a España desde el exilio que escriben Max Aub, Francisco Ayala y Arturo Barea. Todos los textos que reviso han sido escritos antes del regreso efectivo, excepto uno. Y lo curioso, al leerlos seguidos, es que éste, La gallina ciega, de Max Aub, parece seguir el guión trazado por los anteriores. Hasta las sorpresas y los desengaños han sido anunciados por los regresos ficticios de personajes anteriores. La vida del exiliado es una larga preparación para el regreso, aunque este no llegue a producirse nunca. Y esa es precisamente una de las constataciones de todos estos textos, que en realidad nunca se vuelve del todo porque ya no existe el lugar de partida, y no es tampoco el mismo el viajero.

Y entonces resuena la voz de Daniel Viglietti cantando “los exilios de sí mismo”. Y uno se pregunta entonces si eso que pasa con los exilios sucede también con las deserciones.

Además, acabamos de quemar las fallas. Para mí las fallas son un regreso a la infancia, porque todas las noches de San José son la misma noche, todos los fuegos el fuego, como diría Julio Cortázar. Y también la noche de la plantà, los colores nuevos de los ninots en la madrugada. Y por ahí, entre las calles del barrio, del barrio lejano (y ahora la referencia es a Jiro Taniguchi, a un cómic al que le debo una entrada, porque lo tengo clavado muy adentro desde que lo leí), de repente uno cree entreverse. Porque a las fallas las agujerean para que respire el fuego. Y por eso, después, arden mejor.

Hace más de un año empecé a volver al blog. Pero el camino está resultando largo. No importa. Porque el viaje a Itaca fue también un viaje de regreso. Y al final, volver, si ello es posible, solo se hace con la frente marchita.