martes, 7 de junio de 2011

Tomar la plaza


Han pasado semanas desde aquel 15 de mayo en que se abrieron las grandes alamedas. Desde entonces, he leído libros -que reseñaré- y nos han pasado cosas –que recordaré-. Entre ellas, he asistido a diversas asambleas de las que se han celebrado en la plaza del Ayuntamiento de Valencia, en la Plaza del Quince de Mayo, como les gusta llamarla a los que allí se reúnen.

Es pronto para saber en qué quedará todo esto. Ayer estuve en otra asamblea, y había mucha menos gente que en las primeras a las que asistí. Pero vaya donde vaya, y antes de que asome el desencanto –que no tiene por qué asomar, no tengo ganas hoy de ponerme fatalista- quiero escribir aquí que, pase lo que pase ahora, ha sido muy hermoso.

Recuerdo la primera vez que me acerqué al recinto de los acampados. Iba con mis hijos. De pronto se me acerca una chica y me entrega un folleto, una fotocopia de aire fanzine retro. En ella, una silueta en negro ondea una flor como una bandera. Y el lema: Mayo de 2011. La belleza está en la calle. En ese momento supe que todo me iba a encantar, con su aire primaveralmente retro, con su desparpajo provocadoramente ingenuo.

Y, en efecto, esa noche asistí a mi primera asamblea. Con la plaza llena a rebosar, ciudadanos cualquiera tomaban el micrófono y hablaban de cualquier cosa, compartían sus problemas, su vivencia vivida en soledad y ahora devenida en piedra de toque identitaria. Allí en la plaza había –habíamos- muchos otros con problemas iguales o equivalentes, y se extendía la sensación de solidaridad y reconocimiento. Una comunidad se estaba formando, y no era una convocatoria de un partido político clientelista, ni un evento publicitario, sino que estábamos hablando de los que nos pasa, de lo que nos han presentado como inevitable, todos juntos, de política en el mejor sentido de la palabra. Una madre soltera que comparte la imposibilidad de trabajar y cuidar de su hijo en una ciudad sin guarderías públicas, un trabajador de la televisión autonómica que comparte su frustración por trabajar en precario para el poder caciquil, un inmigrante ilegal acosado, una licenciada en paro. De pronto, alguien recuerda a su abuela que votó por primera vez en las elecciones de 1933. De pronto, alguien acaba su arenga llamando a la revolución. Fue todo muy hermoso. Nunca pensé que yo fuera a ver eso alguna vez durante mi vida en la plaza del Ayuntamiento de Valencia. Era como un sueño.

Ahora han pasado dos semanas, las acampadas siguen, las asambleas son menos populosas, y en su funcionamiento se detectan algunos síntomas de burocratización. Sin embargo, se plantean nuevas iniciativas y próximas movilizaciones. Y mientras tanto, se va perfilando un documento de mínimos que debe convertirse en el objetivo concreto en que centrar la lucha. Ahora es un poco menos espontáneo, tal vez, pero la reivindicación toma forma y se consolida. La sociedad civil ha vuelto. Y sigue emocionando escuchar hablar en la plaza de democracia directa, de artículos de la constitución, de educación, de urbanismo. Por un momento creímos que las conversaciones habían sido colonizadas para siempre por la banalidad. Y ahí está de vuelta la opinión pública, con cosas que decir, dispuesta a tomar el micropoder por las asas y a darle la vuelta. Y eso sólo ya es mucho. Habrá que seguir caminando, y a ver qué pasa.

De entre todas las cosas que me han llamado la atención de lo que he visto estas semanas en la plaza, quiero destacar dos. “El botellón no es revolución”, dice uno de los carteles que dan la bienvenida a los visitantes. En algún momento incluso se ha acentuado un poco demasiado la nota seria. A fin de cuentas el carnaval es en sí mismo subversivo. Pero es verdad que había que hacerlo. Para contrarrestar ese estigma puesto sobre la franja de edad que protagoniza, aunque no totalmente, la movilización. Ese estigma que en algún momento se asumió como rasgo identificador, como gesto de rebeldía sin discurso, sin llegar a percibir que ahí era donde se los quería poner, en un ocio alienado y alienante, vuelto sobre sí mismo, infantilizado y primario. Y las gentes de la plaza lo saben, lo enfrentan y lo invierten.

También me ha llamado la atención la proliferación de discursos, de textos escritos, manifiestos, lemas. Eso para los apocalípticos que decían que el sms acabaría con la escritura, que internet acabaría con los discursos. Me encanta el aire sesentero de la plaza, con sus cartulinas con lemas escritos en rotulador con caligrafía redondeada, los eslóganes ingeniosos y trabajadamente ingenuos o ingenuos a secas, los recitales de poesía, las arengas retóricas de algunos de los oradores, jóvenes incluidos. Y todo eso en una movilización capaz de crear un espacio wifi en las primeras horas. Una movilización digital es también una movilización analógica, por hacer el juego de palabras. Las cartulinitas de colores y las redes sociales cada una en su ámbito trabajando juntas. La palabra no ha muerto, la imaginación al poder, la literatura en la revolución, la revolución en la literatura. Ahí estamos, después de todo. Todo un poco retro, y al mismo tiempo revulsivamente nuevo. Porque estas generaciones se lo perdieron –nos lo perdimos-. Y ya nos iba tocando.

Y la plaza. Por supuesto la plaza. He pasado algún día entero con mis hijos en la plaza, como si fuera una plaza de pueblo. Ellos, jugando en los talleres que los voluntarios espontáneamente ofrecían. Yo, charlando con los conocidos que me iba encontrando. Y los niños que no se querían ir, y que preguntaban después cuándo volveríamos. La plaza de las mascletás reinventada como lugar de encuentro comunitario. Eso, en sí mismo, recuperar el centro de la ciudad como un lugar de encuentro para la gente; humanizarlo, vivirlo, ya es una revolución en sí mismo, y más en una ciudad como esta, que hipócritamente coloca bicicletas aquí y allí sin carriles por las que circulen, y que está diseñada para los coches. "Toma la plaza", es otro de los lemas. Sí tomémosla. Y no la soltemos. Porque la ciudad –las ciudades- son nuestras, de las gentes que las habitamos. Y no de los políticos corruptos que sólo saben de ellas el valor del suelo sobre el que están construidas.