martes, 24 de septiembre de 2013

Juan Manuel Sánchez Gordillo y la nueva vieja izquierda


Revisando viejos documentos me encontré el otro día con este texto escrito ahora hace exactamente un año. Fue un encargo para un fanzine dirigido con entusiasmo por unos jóvenes amigos. Desgraciadamente, esa empresa de agitación cultural en tiempos difíciles nunca llegó a buen puerto, y este texto cayó en el olvido. Releyéndolo hoy, he pensado en que en realidad parece mentira que haga sólo un año que fue escrito. Parece que mucho más tiempo nos separa de estos acontecimientos y de estas reflexiones.

Y eso en realidad es muy triste: hace un año parecía que algo se movía, que se estaban ensayando nuestras estrategias de resistencia civil. Hoy da la sensación que fueron otros más de esos esfuerzos inútiles que acarrean melancolía. El SAT sigue luchando, pero nosotros estamos como acostumbrando el cuerpo a recibir golpes, resignándonos a perder derechos, a mirar a los ricos de siempre cada vez más desde abajo y desde una posición más precaria. Siguen paseando a los antidisturbios por las calles, siguen aprobando leyes injustas, siguen insultándonos con la jactancia de su impunidad. Pero ahora ya apenas si encuentran resistencia.

En fin: esto es lo que escribía ahora hace un año. Su conclusión, con más amargura, me sigue pareciendo válida.


Uno de los temas del verano fue el revuelo alzado por la acción realizada por Juan Manuel Sánchez Gordillo y otros sindicalistas del SAT, al llevarse por las buenas de dos supermercados andaluces el día 7 de agosto carros cargados con productos de primera necesidad. Debates en televisión, revuelo mediático, incomodidad de los partidos de izquierda, y el Ministro de Interior compareciendo ante los medios para declarar la busca y captura de los osados bandoleros. Todo tuvo un poco de aire de serpiente de verano, del tipo de serpiente que el gran verano de la crisis y las políticas antisociales del gobierno de Mariano Rajoy podía producir. Y ahora, cuando ya ha pasado tiempo suficiente, y cuando nos disponemos a internarnos en el otoño de 2012 ha llegado el momento de reflexionar sobre todo aquello, sobre el gesto, y sobre las reacciones. Y también tratar de decidir si se puede sacar alguna enseñanza de aquellos días de agosto.

Confieso que al recibir la noticia mi reacción inicial fue la perplejidad. Los videos que pude ver en internet tampoco mostraban nada demasiado heroico. Creo que había como cierta desproporción, cierto desfase, entre las palabras, las banderas, y aquellos humildes y cotidianos carros cargados de arroz y aceite amontonados con cierto descuido. Y también, quizá, con los rostros, con las camisetas, muy poco parecidos a los héroes de los productos culturales de masas, con su aspecto inequívoco de pueblo real. “Gli eroi son tutti giovani e belli”, como cantaba Francesco Guccini. El pueblo alzado, que caminaba decidido hacia adelante en el cartel de Novecento, no secuestraba una locomotora de vapor, como en la canción, sino que empujaba carritos de la compra dispuesto a entrar en Mercadona.

Sin embargo, a medida que iban pasando los días, cuando escuchaba las reacciones histéricas de la derecha mediática, y los balbuceos de la izquierda más institucional, me fui formando una opinión. Y sí, claro que los héroes de 2012 tienen ese aspecto. Y claro que llevan carritos a Mercadona. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Y lo mejor de todo es que al hacerlo saltan las representaciones, las inercias políticas, las mascaradas. Acertaron el resorte exacto, y el monigote saltó de la caja mostrando la precariedad balanceante de su alambre.

Para empezar, robaban alimentos de primera necesidad. No es muy glamouroso un paquete de arroz, pero es la base de todo. Ni siquiera robaban dinero, como los viejos anarquistas, sino comida envasada por marcas blancas. Y, en efecto, de eso se trata en un país con un 25% de paro: de comer. Hemos pasado de avergonzarnos de no hacer un viaje estupendo en vacaciones, a preocuparnos por la comida. Y esa es la realidad de muchos miles de españoles cada día. Aunque de eso no se habla, o se habla poco, se minimiza, se reduce a la anécdota. El dinero, parece ser elástico, si escuchamos a nuestros ministros. Parece que hace falta muy poco para vivir. Y de pronto, estos hombres y estas mujeres señalan, visibilizan los platos vacíos concretos detrás de tanto número, de tanto recorte de derechos, que se presentan como privilegios, o chollos. “Que se jodan”, gritó Andrea Fabra expresando de manera ejemplar un resentimiento hacia las clases populares propio de señoritos falangistas. Y ahí estaba Sánchez Gordillo y sus muchachos mostrando con claridad quiénes eran esas personas anónimas que se tenían que joder según el pío deseo de la ilustre prócer.

Además, de pronto nos recordaba que existía el SAT, y los trabajadores del campo andaluz, las peonadas, los andaluces de Jaen, aceituneros altivos ,que cultivan las tierras del amo, que las riegan con su sudor, como decía la canción, sin poder salir nunca de la miseria. Nos recordaba palabras antiguas, fósiles de palabras, como “reforma agraria”, esa reforma tímida y frustrada que fue una de las razones por las que los oligarcas sacaron a las tropas a la calle a matar gente en el 36. Y volvía a poner en el mapa del imaginario social Marinaleda y las ocupaciones de fincas. El problema de la propiedad injusta de la tierra, que se dejó atrás sin haberse resuelto nunca, de pronto, estaba de nuevo ahí, ante nuestros ojos, al otro lado de la burbuja inmobiliaria. A desalambrar. Que la tierra es nuestra. Y tuya. Y de aquel.

Pero eso es no es todo. De pronto, el gobierno enloquecía de furor, y el ministro decretaba la busca y captura, sin preocuparse ni siquiera de mantener en pie la ficción de la separación de poderes. El gobierno lanzaba dicterios y amenazas contra los peligrosos ladrones de comida. Y era tan obvia la diferencia en la persecución de otros ladrones menos rudimentarios: de quienes saquearon Bankia, de quienes tejieron redes clientelares, de la rancia nobleza monárquica utilizando sus oropeles como pantalla para ocultar –y propiciar- sus latrocinios. Y de repente, por un momento, era todo muy obvio. El gobierno cómplice de la oligarquía corrupta persiguiendo a los ladrones del supermercado, ante el temor de que se rompa el orden público, de que comiencen los saqueos, de que la gente hambrienta, sin presente y sin futuro, se harte y trate de conseguir a las bravas lo que necesita para sobrevivir. De que se viole la legalidad que laboriosamente burlan aquellos para quienes en realidad todo el entramado institucional parece estar al servicio. La perfección de este sistema corrupto es que unos roben, mientras los otros se resignan a su miseria. Y de pronto, las bambalinas estaban a la vista para quien supiera mirar, tras de ese ministro furibundo sobreactuando.

Y más. Las capas de significado de un acto tan sencillo parecen inagotables. Ellos repitieron la acción en dos supermercados. Uno, Carrefour, optó por una solución airosa e inteligente, logrando desviar de sí mismo las miradas. Esta no era su guerra. El otro, Mercadona, entró al trapo, convirtiéndose en ariete del ministro encolerizado. Mercadona, precisamente. Y así, durante unos días, se habló, quien quiso hacerlo, de la política empresarial de esta cadena, de su “cultura del esfuerzo” que pone discurso melifluo a la explotación, de su cuidadosa supresión de los productos sobrantes, de su abuso de los productores, de su agresividad. Esa empresa familiar de pronto mostraba su faz oligárquica, y todo encajaba. La cultura del esfuerzo es la cultura del recorte. Algún despistado hubo que se equivocó de tema y colocó a esta empresa baix els plecs de la nostra senyera. Pero, muchas personas miraron y vieron. Y no solo a Mercadona, sino a los despistados patriotas también.
Y no sólo a ellos. La izquierda institucional se encontró interpelada por aquellos desharrapados poco divinos. Y, más de uno se encontró enfrentado a esa contradicción que cada día oculta, o soslaya, entre idealizar al pueblo, a sus héroes jóvenes y bellos de la ficción, y sentir fastidio ante la presencia real, ante su imagen, ante sus voces y sus acentos. Y empezó a balbucear. A contemporizar.

Por todo ello, creo que la acción del SAT fue ejemplar. Cuando nos encontramos hastiados, desanimados, al término de esas protestas rituales e inanes en que se han convertido las manifestaciones, sentimos que es necesario encontrar nuevas formas de protesta, nuevas formas de resistencia civil ante la injusticia, de desobediencia a un poder que consagra sus esfuerzos a agrandar la brecha entre los pobres y los ricos, entre las clases populares y la oligarquía de siempre, con nuevos rostros, con incorporaciones, con nuevas modas y nuevos gestos, pero gritando el “que se jodan” de siempre, con la misma cara de encono y repugnancia.

Y he aquí de pronto, que estos trabajadores, que estos sindicalistas, nos muestran un ejemplo de acción nueva, efectiva, simbólica, revulsiva y cargada de significado. La nueva política viene, quién lo iba a decir, de Marinaleda, de un nombre asociado históricamente a la lucha del campesinado andaluz. El gobierno se obstina en volver atrás, en atrasar el reloj, en eliminar derechos. El gobierno, los señoritos para quien trabaja, quieren volver a un pasado sin educación pública, sin cobertura sanitaria. Quieren, como diría el clásico, exprimir al máximo la plusvalía.

La respuesta nueva, entonces, tiene un rostro conocido. Y tiene discurso. Y tiene ideología, la ideología de la justicia social, la ideología de que el estado debe garantizar un mínimo de bienestar a los ciudadanos en lugar de amparar legalmente la desigualdad y la exclusión. Su respuesta no es aquello de no somos ni de derechas ni de izquierdas. No. Son de izquierdas. Porque los valores por los que luchan son de izquierdas. Y vale la pena realmente luchar por ellos. Hoy, como antaño, es una cuestión de supervivencia.

Por eso, para renovar la lucha, volvamos a los clásicos. Volvamos a Marinaleda. Y pongámonos al día. Y echémonos a andar. Porque somos más. Porque no es justo lo que nos hacen. Porque tenemos dignidad.