miércoles, 25 de julio de 2012

El camino y los fantasmas


La semana pasada, por fin, vi la película Camino, de Javier Fesser (2008). Fue necesario para ello encontrármela en el programa de una asignatura que debía dar a mis estudiantes de la Universidad de Virginia. Decidí no quitarla, y enfrentarme a ella. Y sabía que iba a ser una película muy difícil de ver para mí. Sabía que durante dos horas iba a enfrentarme a muchos demonios personales e íntimos. Por eso no había sido capaz de verla antes.

Y así fue. Sé que cuando me levanté para despedir a los estudiantes e hice algunas bromas sobre las películas tan alegres que les hago ver me temblaba ligeramente la voz. Ellos, desde la distancia cultural, no pueden sospechar qué había debajo de ese temblor. No pueden sospechar cuántos curas y cuántas monjas ha habido en la existencia.

En un cajón de mi casa guardo las fotos de la ceremonia que convirtió a mi tía en monja en algún lugar de la oscura y siniestra postguerra. Fotos en blanco y negro de una joven veinteañera ofrecida a Dios como una vestal, casada con Cristo, como ella me diría mucho después. Una mujer joven, entregada en sacrificio vital. Una mujer joven para siempre infantilizada y alienada, con la misma actitud hacia el sexo que una pudorosa adolescente beata durante toda su vida. Con el mismo misticismo romanticoide de una novela de Rafael Pérez y Pérez. Con la fustración acaso de no haber tenido hijos que en algún momento le sospeché. Mi tía fue toda su vida una adorable niña grande. La quise mucho. La recuerdo con mucha ternura. Y ella no lo aprobaría si supiera que creo que la iglesia de la postguerra le robó su vida, su cuerpo, sus afectos. Le negó la mujer adulta que hubiera podido ser.

En el otoño de 1996, mi casa en Paterna estaba llena de monjas. Mi madre estaba muy enferma, y las monjas, como cuervos ocupaban el comedor de mi casa, opinaban sobre todo, nos decían a mi hermano y a mí lo que debíamos hacer. Una de ellas, lo recuerdo bien, además de darnos el pésame poco después, se quejó ásperamente de que la homilía de la misa hubiera sido en valenciano. Las mismas que sólo volvieron a llamar para pedirme que les llevara la llave del colegio que debía de estar en el bolso de mi madre. La mezquindad, el dogmatismo ideológico y la estrechez de miras vestidas con el ropaje de una bondad supuesta y raramente demostrada.

Fue una de aquellas monjas la que le dio a mi madre una estampa de “la santita”, a ver si hacía un milagro y la reconocían por fin como lo que había sido: una santa. Así es como se cruzó en mi vida Alexia González-Barros, una pobre niña que había nacido el mismo año que yo pero que había muerto con sólo catorce años de un tumor cerebral, aceptando el martirio, la voluntad de Dios, como creo recordar que decía aquella estampita. Yo la odié, como odié a aquella monja que desde su candidez, su estupidez, su misticismo, su enajenación, intentaba darnos falsas esperanzas con una sonrisa demasiado cretina para ser sincera. Aquella beatita del Opus no tenía nada que ver conmigo. Y si había aceptado la injusticia cósmica de una enfermedad como aquella como una bendición de Dios, pues mejor para ella, con su pan se lo comiera. Yo no podía ya tener aquel consuelo.

Mi madre le rezó; mi tía le rezó, pero, por supuesto, no hubo milagro. El silencio de la santita fue una versión menor del silencio de Dios.

Por eso no fui capaz de ver Camino, una película que se anunciaba basada en la vida de aquella remota santita. Y por eso, como me temía, la vi con emoción profunda, interpelado en cada fotograma, lidiando, como la niña protagonista, con mis fantasmas, que tenían la forma de un ángel de la guarda presuntamente bueno, afectamente hermoso, y que sin embargo aterroriza cuando aparece en una estación desierta en medio de la noche, cuando hemos sido abandonados por los padres, que se alejan en coche sin volver la vista atrás. La película es desoladoramente hermosa, insoportablemente bella, profundamente verdadera.

En aquella película estaba todo: las fases de la enfermedad, que me hacían apartar la vista de la pantalla; pero no sólo eso. En el personaje de la madre reconocía viejos gestos de la educación católic: el sacrificio es un bien en si mismo. Si lo que se desea realmente es un pastel de nata, pues entonces se compran torrijas. El deseo es siempre malo, hay que atajarlo porque es algo sucio, pecaminoso, una debilidad. En los sacerdotes que pululan por aquella casa haciendo sentir su imperio moral, su férrea dirección, secuestrando voluntades y cuerpos, reconocí los mismos gestos de aquellos cuervos siniestros que desgranaban rosarios en el comedor de mi casa tomada mientras dictaminaban inflexibles sobre lo que había que hacer, sobre lo que se había de sentir, sobre el pecado de la pena, sobre la soberbia infinita de cuestionar a Dios. En la niña, que en medio de su sufrimiento pide disculpas a las enfermeras por la lata que está dando, reconocí la culpa, ese virus insidioso que nos inocularon desde que éramos pequeños, que después nos pasamos toda la vida intentando sacudirnos aunque sospechamos que es en vano. Por eso conmueve tanto la voluntad de alegría de la niña de la película, que lo que quiere es entrar en el grupo de teatro en el que está el chico que le gusta, que delira con ello en los últimos instantes de su vida. La alegría de vivir amenazada, doblegada por el absurdo de la existencia humana, cercada por el fanatismo y la oscuridad de su entorno, dispuestos, si hubiera sobrevivido, a castrarla, a sepultarla en vida, como habían hecho con su hermana.

Con todas las escenas terribles que tiene la película, una me resultó especialmente conmovedora. La hermana mayor de Camino encuentra en el armario de la habitación del hospital su guitarra, que su padre había intentado infructuosamente hacerle llegar. Es una típica chica del Opus, con sus faldas largas, su sonrisa cándida y su mirada ausente. Y, de pronto, en la habitación de aquel hospital, recuerda quién fue, quién hubiera podido ser. La guitarra todavía tiene las pegatinas con que aquella otra que fue la decoró. Y entonces, se sienta junto a su hermana, comienza a tocarla y, dulcemente, canta. Una canción de Dover, si no recuerdo mal. Y nos olvidamos de las faldas largas. Y vemos a una joven llena de vida, de deseos, como la que seguramente había al otro lado de los hábitos negros y la mirada grave del sacerdote en las fotos que guardo en un cajón. Desgraciadamente, el encantamiento durará lo que dure la canción. La joven de las fotos murió convertida en una monja anciana muchos años después.

Camino es la película que me hubiera gustado rodar a mí. Hacía mucho tiempo que no sentía tanta identificación con el lugar desde donde se cuenta. Durante varios días la llevé en la cabeza. Creo que escribo este texto para librarme de ella. No hubo nadie del Opus Dei en mi familia, afortunadamente. Y sin embargo, al pensar en ello ahora me doy cuenta de que el Opus Dei es básicamente la radicalización de la lógica profunda del catolicismo: la castración, la represión, la culpa, el sufrimiento como valor, la obediencia ciega, la infantilización. Y entonces me doy cuenta de que después de todo Alexia González-Barros sí tenía algo que ver conmigo, más allá de aquella estampita que nos convirtió oscuramente en rivales.

No sé si Alexia se parecía en algo a la convincente y verosímil protagonista de la película. Sé que yo mismo he recorrido un largo camino (no es casual el uso de esta palabra) desde 1985, desde que tenía catorce años. Alexia hubiera podido ser cualquier cosa, hubiera podido sacudirse la costra de fanatismo que le tocó heredar. Quién sabe. Por ello, hoy me inspira ternura retrospectiva, solidaria, y una inmensa compasión. Y al revisar las páginas web que aún hoy siguen mercadeando con su nombre y su memoria, sólo puedo sentir desprecio hacia quienes han seguido utilizando su sufrimiento con fines propagandísticos, para erigir certezas y posiciones de poder sobre el dolor ajeno, hacia quienes han querido sacar provecho, sacan provecho todavía, de esa muda acusación hacia el vacío, hacia el sinsentido de todo, que es el dolor irreductible al discurso de una niña, la muerte terrible de cáncer de quien apenas ha empezado a asomarse al mundo.

Ojalá podamos un día librarnos definitivamente de tanto demonio vestido de pastor, de tanto cuervo, de tanto ángel de la guarda que nos aterroriza con su falsa hermosura, con el filo helado de su espada de dogmas. De los falsos refugios contra la nada, que nos hacen pagar con sometimiento, castración y culpa el calor precario de sus fingidas certezas.