martes, 29 de septiembre de 2009

Vida y destino


Este fin de semana, refugiado en Almudaina, dejando caer afuera la lluvia, concluí las 1100 páginas de Vida y Destino, de Vasili Grossman. De allí se sale como de una catedral, hablando bajito, conmovido por su monumentalidad. El listado que cierra el libro, como guía a los lectores, incluye 165 personajes. Y todos ellos tienen pasado, personalidad, y una manera diferente de gesticular: soldados rusos y alemanes, prisioneros del campo alemán y del campo ruso, comisarios políticos, intelectuales disidentes: y, por sobre todos, la familia Shaposhnikov, Shtrum, y su amor secreto por Maria Ivanovna, Liudmila, Nadia, o el conductor de tanques Nóvikov, enamorado sin remedio de Zhenia, a su vez fatalmente ligada al perdedor Krímov. A todos ellos me parece haberlos conocido. La batalla de Stalingrado es para mí ahora el recuerdo de la lectura, no comparable al recuerdo de la experiencia, pero recuerdo poderoso al fin.

Se trata de individuos, como el pequeño David, al que le dediqué un post, zarandeados, aplastados por la historia. Y, sin embargo, al final de todo, se inicia la primavera, y dos personajes innominados descubren que los campos verdes han esperado bajo el hielo. Mientras, la anciana Aleksandra Vladimirovna, la matriarca de la familia protagonista, contempla las ruinas de lo que fue su casa en el centro de Stalingrado. Sin embargo, en ese momento, cuando sus ventanas dejan ver al otro lado el cielo azul, lo ve claro:

“Aunque ninguno de ellos pueda decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano no es ya forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de indultar y castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la historia, ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro –la fama por su trabajo o la soledad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución-, ellos vivirán como seres humanos y morirán como seres humanos, y lo mismo para aquellos que ya han muerto; y sólo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo” (p. 1093)

Ha sido hermoso eso otra vez. ¡Qué placer leer otra vez una novela total, perderme, vivir durante un mes entre sus páginas! Después de todo, es la novela lo que persiste: el placer de levantar sus espejismos, de conscientemente creerlos, persiste. La tercera persona de Grossman, con sus voces, con sus cambios de tono, con sus insertos ensayísticos sobre el totalitarismo, con sus efectos de montaje, con sus historias inacabadas, ordena, da sentido, interpreta, pero al mismo tiempo reactualiza el estupor: ordena el caos, para exponerlo, pero su orden dice el caos, la falta de sentido de los mecanismos ciegos, de las diversas formas de totalitarismo, pero también lo inabarcable de la experiencia humana. Y al otro lado de ese narrador, sin embargo, o precisamente porque ese narrador está, lo humano resiste.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El niño del vagón de ganado


En la página 244 de Vida y destino, de Vasili Grossman, leemos: “La mayor parte del tiempo permanecía inmóvil y callado. De vez en cuando sacaba del bolsillo una vieja caja de cerillas, miraba de reojo en el interior y luego volvía a esconderla en el bolsillo”.

Se llama David, tiene seis años, y está en un vagón de ganado, con una multitud de personas, siendo trasladado desde Kiev, donde había ido a pasar las vacaciones con su abuela, a Auschwitz. Más adelante, bajaremos con él del vagón, asistiremos al proceso de selección, caminaremos hasta las duchas, hasta los vestuarios, hasta la cámara de gas.

En la caja de cerillas, que miraba con insistencia, guarda un capullo. Cuando llegue a su destino se habrá convertido en una crisálida. Seis años es la edad que tiene mi hijo ahora. Puedo imaginarlo perfectamente comprobando de cuando en cuando que lleva la peonza en el bolsillo. Puedo recordarme a mí mismo comprobando por ejemplo cuáles son los cromos de la liga que tengo repetidos. Y de pronto siento que esos gestos infantiles los hubiéramos podido repetir –nosotros- en un vagón de ganado.

Eso es lo deslumbrante de esta novela. Es monumental, coral, totalizadora, ese tipo de novelas que ya no se escriben y de pronto, destaca un detalle, conmovedor, cotidiano, verosímil. Y el lector se siente en ese tren. Siente con toda su claridad –con todo su estupor- que esas cosas sucedieron de verdad, a gente de verdad, con sus abuelas, sus veranos, y sus cajitas de cerillas llenas de pequeños tesoros, a gente para la que aquellos trenes y aquellas duchas eran tan ajenas como lo son para nosotros, hasta el instante mismo en el que dejaron de serlo.

Y eso es entonces lo que la literatura actualiza, su grandeza y su necesidad. Y uno siente, por un momento, que ha entendido algo, terrible, precioso y triste sobre el ser humano, sobre sí mismo, sobre los individuos pequeños arrastrados por los vientos de la historia. Y es algo tan precioso, tan triste, tan terrible, que uno no sabe muy bien qué puede hacerse después.

El recuerdo se convierte entonces en una forma de acción. Y en una ética.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Los libros del verano (II)


Hubo más libros en mi vida durante este verano, estos leídos en el sopor de la siesta, sentado en la calle, a la fresca, o a la sombra de la torre de Almudaina, leídos en la piscina mientras mi hijo Martí nadaba o jugaba a las cartas con sus nuevos amigos, leídos en la terraza por la noche, sabiendo que sobre mi cabeza seguían las estrellas.

En esas condiciones leí 13,99 euros de Frédéric Beigbeder (Anagrama, 2002), en apenas dos tardes. El arranque me divirtió mucho, y me interesó, con las citas de Goebbels aplicadas a la publicidad comercial y todo eso. Es provocadora e inteligente, cínica y lúcida, un auténtico exabrupto calculado contra la sociedad de consumo y los mecanismos productores de necesidades ilusorias. Sin embargo, hacia la mitad, la novela empieza a desbocarse, y a tender un poco demasiado hacia el disparate, lo cual creo que le resta un poco de fuerza a la sátira. De todos modos, lo pasé muy bien.

Después, aunque seguí con literatura francesa, el cambio de tono fue brutal. El informe de Brodeck, de Philippe Claudel (Salamandra, 2008), me propuso una nueva reflexión sobre la violencia, sobre las secuelas de la violencia, tanto en un individuo como en una colectividad, y sobre el paso, a veces inquietantemente rápido, de la condición de víctima a la de victimario. Pero también –y sobre todo- la novela se plantea como una reflexión sobre el papel y la responsabilidad del narrador, acusador o constructor de relatos exculpatorios, constructor de la propia comunidad imaginaria. Una novela muy bien escrita, (bien traducida también), que no llegó a apasionarme, pero que me interesó mucho.

Con más fruición leí El comienzo de la primavera, de Patricio Pron (Mondadori, 2008). Aunque por momentos me recordó mucho En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, esta novela no deja de ser estimable en sí misma. Bien escrita y bien narrada, nos acerca a los filósofos alemanes, como el escurridizo Hollenbach tras cuyos pasos se desencadena la pesquisa narrada en la novela, que configuraron la epistemología del nacionalsocialismo, por convicción o por afán de medro personal, o, como en el caso de Martin Heidegger en la novela, por ambas cosas, y que después hubieron de gestionar todo el complejo resto de decepción y culpa que aquella siniestra aventura política les dejó. Una novela que se deja leer con agrado, y que plantea incómodas preguntas, no sólo sobre las huellas colectivas que el nazismo dejó en la sociedad alemana, sino sobre cómo fue posible que aquella refinada y sutil sociedad, que aquellos filósofos, que siguen en la base de mucha de la filosofía contemporánea, acabaran por producir la barbarie más sistemática y absoluta. También en este sentido, y como decía Walter Benjamin, todo acto de civilización descansa sobre un acto de barbarie. O a la inversa: la barbarie es la hija de la civilización. Eso es lo que más estremece cuando se observa la perfecta maquinaria industrial que fue Auschwitz. Nada, allí, era fruto del azar.

El último libro que pude leer entero fue La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe (Anagrama, 2009). Y la culpa fue ahora el nexo de unión. Esta historia de madres devoradoras que condicionan las vidas de sus hijas, que las destruyen psicológicamente, me interesó y me conmovió. La anciana Rosemond graba la descripción y el comentario de veinte fotografías, que el lector debe imaginar. La voz grabada, que es el cuerpo principal de la novela, no sólo detalla lo que las fotografías muestran, sino también lo que ocultan, el fuera de campo, lo que velaban las sonrisas de las poses. Y así se desentrañan los secretos de familia, un maltrato doméstico que se reproduce durante tres generaciones, una nieta que acaba pagando, aumentados en la repetición, los errores de su bisabuela. Por eso entendemos que una de estas niñas que se convertirán en madres diga que su lluvia preferida es la lluvia antes de caer. En efecto, nunca nada es tan hermoso como su promesa.

Después, me abismé en las páginas de la monumental Vida y destino, de Vasili Grossman (Debolsillo, 2009). Y ahí sigo, apabullado ante una novela grandiosa, total, como ya no se escriben. Un día de estos escribiré sobre ella.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Los libros del verano (I)

Según la metereología, el verano todavía no ha acabado, aunque a estas alturas de septiembre las vacaciones de verano parezcan haber sido un sueño agradable y borroso.

Antes que se me pierdan del todo, me he propuesto escribir una notas sobre los libros que he leído este verano. Esa es precisamente una de las cosas mejores del verano: el poder leer libros por placer y prácticamente de un tirón, dejándose envolver por los lugares que nos proponen, por sus atmósferas, empatizando con ellos, viviendo dentro de sus páginas, en su tiempo y en su espacio.

El verano, que no las vacaciones, lo comencé con El maestro Juan Martínez, que estaba allí, de Manuel Chaves Nogales (Libros del Asteroide, 2007). La reconstrucción de la peripecia histórica de este bailador flamenco es deliciosa, y una excelente muestra del mejor periodismo que se haya escrito en España. Al protagonista, la Gran Guerra le sorprende en Turquía en 1914, y no tiene mejor idea que marcharse a Rusia porque está lejos del frente, con lo cual vivirá también la Revolución de 1917 y la posterior guerra civil. Es un texto delicioso, por momentos terrible, que nos ofrece una perspectiva periférica y desideologizada, pero también desprejuiciada, la de un hombre que quería básicamente sobrevivir, y que siempre estaba en el lugar equivocado, en el epicentro del terremoto de la historia. Y confieso que empecé a leerlo un poco escamado por culpa del prólogo de Andrés Trapiello, ocupado siempre en tratar de llevar el agua a su molino. Creo, para bien, que el texto no es exactamente lo que él dice que es. Manuel Chaves Nogales es un buen escritor, y una perspectiva lúcida y personal, importante para entender la España de los años 20 y 30, la que se acercaba ella misma de manera inexorable al cataclismo.

Continué con El miedo, de Gabriel Chevalier (Acantilado, 2009), otra ficción autobiográfica, aunque muy diferente en tono. Con ella me encontré de pronto en las trincheras de la Gran Guerra, esperando a que dieran la señal para cargar a la bayoneta a los enemigos atrincherados, bajo las bombas y los gases. Es un acercamiento a pie de obra a la experiencia individual de la guerra, al estupor que produce, al miedo, a la sordidez, a su carácter inexpresable, y exento de gloria y demás aditamentos de la propaganda y el recuerdo. Magnífica novela, muy recomendable.

Después. Goetz y Meyer, de David Albahari (Funambulista, 2008). Y con ella la primera decepción. Llevo una temporada leyendo magníficas novelas sobre la Segunda Guerra Mundial, renovando esa gigantesca interrogación por el sentido y por la condición humana que plantea. Por ejemplo: Los hundidos, de Daniel Mendelsohn, Las benévolas, de Jonathan Littell, Dora Bruder, de Patrick Modiano, y sobre todo el estremecedor diario de Hélène Berr, que me acompaña todo el tiempo desde que lo leí. Por eso, Goetz y Meyer, me pareció en exceso circular, reiterativa, y con una presencia excesiva del escritor ficcionalizado, excesivamente narcisista. Creo que en realidad es porque es una novela muy basada en la textualidad. Por ello, creo, que habría que ser capaz de leer el original y saborear su materialidad lingüística para opinar plenamente. Lo que puedo confesar es que a veces me estremecí –sobre todo al principio-, pero otras veces me aburrí. Afortunadamente es breve. Es como si una vez planteado el estupor (otra vez esta palabra), la ausencia de sentido que provoca el rutinario trabajo de dos tipos que consiste en conducir un camión modificado para ser cámara de gas, no pudiera más que ser reiterado una y otra vez. Con todo, el libro me permitió pensar un poco en la sociedad serbia, en la genealogía de la violencia étnica, de los genocidios, que volverían a tener lugar en los años 90.

La siguiente fue El camino de la oca, de Jokin Muñoz (Alberdania, 2009). La leí con mucho placer, casi de un tirón, y eso es un valor en sí mismo. Ofrece además una perspectiva interesante sobre la violencia en Euskadi, y sobre los motivos que pueden llevar a un joven idealista a convertirse en un asesino. La descripción de la actual Donosti es muy interesante y vivida, con personajes verosímiles y convincentes. Sin embargo, el paralelismo con la violencia durante la guerra civil que se propone, aunque es muy interesante, creo que tiene tantas aristas, es decir, se descompone en tantos paralelismos diversos, que al final se desdibuja un poco, y cualquier violencia puede ser genealogía de cualquier violencia. En resumen, una novela agradable de leer, bien construida, bien escrita, y cuyos elementos más discutibles invitan a un diálogo posterior.

Después de las novelas anteriores, necesité un respiro, un poco de diversión pura. Escogí para ello El club de los pirómanos para incendiar casas de escritores, de Brock Clarke (Duomo, 2009). Lo pasé bien. Creí que sería más metaliteraria, pero es divertida, y entretenida, y con un narrador metepatas, a mitad de camino entre El guardián entre el centeno y La conjura de los necios. Sin embargo, en ese medio tiempo, a veces me resultaba irritante. Personalmente, cuando el narrador intentaba ponerse transcendente, y hacer observaciones generalizables sobre la vida y la sociedad, la novela se me caía de las manos.

Pues, por ahora esto... Pero aún me falta algún libro más. En la próxima entrega continúo.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Un pan de huerta de 1969

Estoy releyendo La gallina ciega. Diario español, de Max Aub (Alba editorial, 1995), y de pronto, me encuentro: "Panes enormes -de huerta decimos en Valencia- morenos..." (p. 115), y me conmueve esa primera persona del plural. Max Aub eligió ser valenciano, con tanto en contra, decidió ser de esa Valencia que lo ignoraba en 1969, cuando escribió este diario, que lo sigue ignorando ahora, a través del exilio y la distancia, de la derrota y la extrañeza. Max Aub se seguía considerando valenciano en 1969. Eso me conmueve siempre. Pero ahora, en estos días de trajes regalados por mafiosos, de Gürtel, de mayorías aplastantes, de populismo desmemoriado feroz y clientelista, de arrogante ignorancia, ahora, cuando hay tantas razones por las que resulta difícil sentirse orgulloso de formar parte de la sociedad de este rinconcito del mundo, me produce además una gran melancolía. Y es que me parece hoy que si otra Valencia fue posible, se perdió para siempre en una vía muerta de la historia.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Segundo intento


Este es uno de los resultados de mi verano, en concreto de los largos paseos matinales desde Almudaina. Volver a intentar un blog: sin tanta ambición como la primera vez, sin tanto ímpetu en el arranque, pero buscando esta vez continuidad. La intención de partida es la misma: escribir esas cosas que a veces tengo ganas de escribir, de compartir con alguien o de dejarme escritas para dejar una huella de un instante, de una impresión fugaz, de una lectura. Pero que sean las cosas las que pidan ser escritas, en lugar de esforzarme por buscarlas. Simplemente.