domingo, 27 de diciembre de 2009

Esto no es el silencio


A veces encontrar un libro es como enamorarse. De pronto, una cadena inesperada de pequeños acontecimientos, de causas y efectos, nos lleva a encontrarnos. Lo hojeamos, y sentimos que estaba ahí para nosotros, que nos ha estado aguardando en el anaquel de la librería, para que nosotros lo escogiéramos entre todos, lo abriéramos distraídamente, y nos reconociéramos a nosotros mismos en sus páginas.

Porque esas cosas pasan raramente, y porque ayer sucedió, hoy necesito recomendar uno de esos libros. No glosarlo, ni reseñarlo. Recomendarlo. En todo caso, compartir el momento de la lectura, una vez, y otra vez, con el mundo suspendido en torno, la magia de la palabra, de reconocer en la voz de otro, -de otra- algo muy íntimo, que nos pertenece: un pliegue, una fisura, los términos precisos que aciertan a nombrar, a rodear, un hueco, un espacio vacío.

Así leí ayer el libro de poesía Esto no es el silencio, de Ada Salas (Hiperión, 2008). Desde la pasión del reconocimiento, lo recomiendo.

Porque, por ejemplo, en la página 40, se lee

“CUARENTA DÍAS y cuarenta noches y cuarenta

años

para que yo entendiera

que el filo que acechaba como un puñal

la nuca

-a veces sólo un roce

y a veces una hoja

hundida hasta el origen

del dolor-

es el vértice

sur

-tan ciego

y para mí

desde tu ombligo-

el más aquilatado

de tu amor

un legado tan hondo que yo

desconocía

y me hace fuerte ahora y para siempre

ahora

que puedo descansar sobre mi nuca

madre

inmensa soledad donde duerme la mía”

Leche, cacao, avellanas y azúcar



Cuando leí la reseña crítica de Nocilla lab, la tercera novela del traido y llevado Proyecto Nocilla, de Agustín Fernández Mallo, decidí rellenar ese imperdonable hueco en mis lecturas empezando por el principio, así que me hice con un ejemplar de Nocilla dream (Candaya, 2008), la primera de las tres novelas. Y, en el famoso puente de la Inmaculada Concepción de María (sin pecado concebida) que tanto dio de sí en cuanto a lecturas, me di un auténtico atracón de Nocilla.

Lo primero que me hizo bastante gracia fue el alborozo con el que se saluda la aparición de una novela en forma de rizoma, algo que me parece estupendo por otra parte. Me acordé entonces de mi amiga Eleonora Cróquer, que fue quien me dejó un ejemplar de Mil mesetas, de Gilles Deleuze y Felix Guattari, hace como diez años, en épocas heroicas en las que, entre otras cosas reseñables, todos éramos más jóvenes,

Lo segundo que me llamó la atención es que la novela revolucionaria y rizomática era bastante ligerita de lectura, lo cual también me parece estupendo. Por algún motivo recordé la frase cargada de veneno que alguien me dedicó también hace más de diez años. La prueba de que dio en el blanco es que tanto tiempo después todavía la recuerdo. Si yo, como decía ese alguien, había traducido a Josefina Ludmer al cocoliche, Fernández Mallo había traducido a Deleuze –y a Borges, y a Cortázar, entre muchos otros- a algo, pero así, de pronto, no se me ocurrió a qué.

Dicho lo cual, también he de decir que disfruté la lectura. Que por momentos me interesó, incluso me fascinó, toda esa red de personajes hilados en torno a esos zapatos colgados en un árbol en el medio del desierto de Nevada, habitantes excéntricos todos ellos de sus propios desiertos: el internauta danés que “pinta” cuadros con chicles masticados, los diversos habitantes de micronaciones, los ancianos surfistas, el constructor de un borgiano monumento a Borges... Me gustaron muchas de las referencias intertextuales, la propia idea de la red de textos que la novela teje y de la que forma parte. Me gustó el cruce con el registro científico, y, de pronto, aquí y allá, frases rotundas y magníficas: “Dentro de cada uno de nosotros existe otra ciudad si cabe aún más compleja; el sistema de venas, vasos y arterias por las que circula el torrente sanguíneo. […] Un desierto que no avanza, un tiempo mineralizado y detenido llevamos dentro. De ahí que el ‘yo’ consista en una hipótesis inamovible que al nacer se nos asigna y que hasta el final sin éxito intentamos demostrar”.

Todo iba entonces más o menos bien, cuando, de repente, al llegar a la página 167, me encuentro con lo siguiente. El protagonista no es otro que un anciano llamado Ernesto Che Guevara:

“A sus 78 años Ernesto ya no estaba para esos trotes. Ya había tenido bastante con haber salido a los 18 años de Argentina en moto, haber abanderado una revolución en Cuba, y haber sobrevivido a 3 intentos de asesinato antes de calcular finalmente con precisión relojera la simulación de su muerte en Bolivia para irse a Las Vegas a dedicarse al juego y al lujo bajo el sobrenombre de J.J. Wilson. No obstante, contra su voluntad, cediendo a las presiones de su joven novia, Betty, se plantaron allí. Visitaron los lugares típicos budistas entre la multitud, pero al cuarto templo Ernesto se cansó y cambió a Betty por una puta vietnamita. Con los días se fue acostumbrando al modus operandi del típico turista, e incluso participó en los regateos que ella entablaba con los vendedores de los mercadillos nocturnos. […]. Le hizo gracia ver que una sola camiseta se repetía allí como en todo el planeta, la de su rostro con boina. 7 pm, hace calor, es de noche y llueve en el mercado. Él empieza a calentarse y compra unas gafas imitadas Ray Ban de espejo azul, una camiseta rosa en la que pone Play Boy bajo el dibujo del conejito serigrafiado, y se deja incluso fotografiar por la puta con la camiseta, las gafas y un puro entre los dientes”.

Así que la gran revolución novelesca era esto: la iconoclastia gratuita, inmotivada, la inversión por la inversión, con notas gruesas, incluso, zafias, con un narrador (el que habla de “una puta vietnamita”) convertido en una especie de españolito nuevorrico, machista y etnocéntrico (por no decir racista), de viaje de turismo sexual por el exótico Oriente (nada menos que Vietnam, ahí, ahí duro con los mitos de la izquierda trasnochada, parece ser entonces el gesto). Así que rizoma significaba simplemente batiburrillo, como los innumerables pares de zapatos en el desierto de Nevada, cuando no celebración hueca y tardía, rancia y añeja, del fin de la historia.

Y de pronto lo entendí: la estructura es la del gag que funciona por acumulación de absurdos inmotivados más allá de las posibilidades ofrecidas por la situación de partida. Agustín Fernández Mallo ha conseguido traducir a Deleuze al lenguaje de los Morancos. Todo un hito postmoderno.

La foto que ilustra el post procede de www.leadingbrandsofspain.com

martes, 15 de diciembre de 2009

Aurora Venturini y Ana María Matute


Las primas, de Aurora Venturini (Caballo de Troya, 2009) es una novela gamberra. El personaje narrador, esta chica con un cierto retraso mental y una gran intuición para la pintura, tiene una voz muy personal, una inocencia irónica que a veces uno no sabe hasta qué punto es verdadera inocencia, y qué tiene de fingida. En cualquier caso, no deja títere con cabeza. La familia de la que procede es toda una galería de freaks, desde la madre, “maestra de puntero”, como es presentada en la primera frase, y la deforme Bettina y sus “cuetes”, al profesor de dibujo que se les agrega (llamado José Camaleón) o a su amigo Abalorio de los Santos Apóstoles, y su novia Anita del Porte.

Todo el texto tiene un punto carnavalesco muy divertido. Por momentos, me ha recordado a Silvina Ocampo, en lo malvada y mordaz que puede ser esta narradora. Claro, la novela viene precedida de toda la anécdota del jurado del Premio de Nueva Novela del 2007, que, al abrir la plica y descubrir que la ganadora tenía 85 años creyó que era una broma Pero no, los tenía, y muy bien llevados, con una actitud de estar de vuelta de todo, y de reírse de todo y de todos. Algo de broma tiene la novela, pero de broma inteligente y contagiosa, de broma por el puro gusto de gastarla. Y le contagia al lector ese tono de divertimento políticamente incorrecto, incómodo alguna vez, divertido siempre. Yo me la leí de un tirón en el famoso puente. Y me lo pasé muy bien.

El hecho de que la narradora sea una jovencita que va modificando su tono a medida que escribe (gracias por cierto a abundantes consultas al diccionario, de las que deja testimonio) y que la escritora sea una inteligente abuelita, me recordó a otra novela deliciosa, de tono muy distinto, escrita por otra adorable abuelita de escritura muy potente, Paraíso inhabitado, de Ana María Matute (Destino, 2008), que, de pronto, nos devolvía al universo –y a los tonos- de sus primeras novelas, con una narración aparentemente ligera (trabajadamente ligera) pero en el fondo devastadora sobre la irreversible pérdida del paraíso de la infancia, el paraíso inhabitado del título.

Amo a estas dos abuelitas. A una me la imagino difícil y mordaz, con una chispa de ironía permanente en sus ojos vivarachos, un punto cascarrabias, un punto burlona, pero adorable y divertida; a la otra me la imagino afable y cariñosa, paciente y dulce, a la que el desengaño sobre el mundo ha llevado a un sereno amor compasivo por las personas que lo habitan. A las dos, las veo elegantes y cultas, sabias, escépticas. Las dos me parecen como maestras alternativas y complementarias. Las dos son en un mundo basado en la juventud como valor en sí mismo, un emblema de una ancianidad posible, sabia, activa intelectualmente, capaz de compartir con la sociedad el bagaje de toda una vida, la perspectiva reposada y profunda o socarrona y carcajeante que da el haber percibido el mecanismo del tiempo, de haber podido comprobar lo melancólica o lo grotesca que puede resultar la sucesión infinita de las generaciones.

(La fotografía de Aurora Venturini procede de www.publico.es)

sábado, 12 de diciembre de 2009

Señales que precederán al fin del mundo


Aunque creo que un hecho tan problemático -y fútil- como que la Virgen María naciera sin pecado original (algo que por cierto tendría consecuencias bastante incómodas para el bueno de San José) no debería justificar un día festivo en un estado supuestamente laico, lo cierto es que no le hice ascos al puente, y que leí bastante.

Uno de los libros que leí fue Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera (Periférica, 2009), una breve relato de tono mítico sobre un viaje a través de la frontera entre México y los Estados Unidos. Y, bueno, éste sí. Éste definitivamente sí.

Se trata de un texto muy pequeñito, muy concentrado, sintético, y suficiente, sobre la emigración, sobre la frontera, sobre la pérdida de la identidad. Y el narrador, focalizado en la protagonista, alcanza el tono justo, la distancia adecuada, entre el tono mítico, entre su papel de cronista y el lenguaje de los personajes.

Especialmente hermosos son los títulos de los capítulos, que aluden a las diferentes etapas del relato mítico: “El lugar donde son comidos los corazones de la gente”, por ejemplo, se titula el capítulo en el que Makina encontrará a su hermano, emigrado al norte, convertido en soldado y con otro nombre. “El cerro de obsidiana” se titula otro, en el que la protagonista llega a la ciudad del norte, que es descrita de manera muy certera: “La ciudad era un arreglo nervioso de partículas de cemento y pintura amarilla. Carteles de prohibición hormigueaban calle a calle inspirando a los nacionales a verse siempre protegidos, seguros, amables, inocentes, soberbios, intermitentemente azorados, livianos y desbordantes; sal de la única tierra que vale la pena conocer. Florecían en los supermercados, vergel donde se podía tener más que los demás, o algo diferente, o una marca más nueva o un pan menos chico que el de los demás” (p. 64).

Y es que esta novela tiene pasajes muy poderosos. Por ejemplo, en el capítulo titulado “La serpiente que aguarda”, Makina, junto a otros inmigrantes ilegales es puesta de rodillas por la policía. Uno de los detenidos lleva un libro, y el policía le humilla obligándole a escribir. Tiene la mano tan temblorosa que no lo consigue. Makina lo hará en su lugar. Y esto es exactamente lo que escribe: “Nosotros somos los culpables de esta destrucción, los que no hablamos su lengua ni sabemos estar en silencio. Los que no llegamos en barco, los que ensuciamos de polvo sus portales, los que rompemos sus alambradas. Los que venimos a quitarles el trabajo, los que aspiramos a limpiar su mierda, los que anhelamos trabajar a deshoras. Los que llenamos de olor a comida sus calles tan limpias, los que les trajimos violencia que no conocían, los que transportamos sus remedios, los que merecemos ser amarrados del cuello y de los pies; nosotros, a los que no nos importa morir por ustedes, ¿cómo podría ser de otro modo? Los que quién sabe qué aguardamos. Nosotros los oscuros, los chaparros, los grasientos, los mustios, los obesos, los anémicos. Nosotros, los bárbaros”.

En resumen, un texto poderoso, rotundo, hermoso, que nos interpela directamente.

(La fotografía procede de muyinteresante.com.mx)

martes, 8 de diciembre de 2009

Un tratado sobre la soledad


En la página 251 de La vida infidel d’un arlequí, de Joan Oleza (Pagès editors, 2009), podemos leer: “La vida ens espenta sempre en la mateixa direcció, la de ser els altres dels altres, els altres d’algú, ens espenta cap a una soledat ineludible. Clar que també ens enganya i ens fa creure que és possible tornar a allò que vàrem ser durant la infància, a formar part d’un altre o d’uns altres, amb una lleialtat sense incerteses. Aqueix és el més miserable dels miratges”.

Quien habla es la tía Diana, una sofisticada, excéntrica y desengañada mujer, que en general parece bastante fiable en su escepticismo.

Y realmente, todo en la novela parece confirmar este juicio contundente. Esta narración, aunque es verdad que recorre la historia de España desde el escándalo Matesa a la llegada del PP al poder, aunque desfilan una gran cantidad de nombres ilustres, aunque incluye toda una reflexión sobre los hilos ocultos de intereses económicos y grupos de poder que trazan el argumento superficial de la historia, aunque incluye referencias interculturales, y algunas alusiones traviesas (me ha encantado especialmente la semblanza que se realiza del personaje de un profesor de literatura llamado Joan Oleza), es sobre todo una novela sobre la soledad.

Todos los personajes están abocados. Los protagonistas, desde luego: Estrela, ensimismada en su enfermedad mental, el padre y la hija condenados a cargar con todo el peso de su pasado, y a no poder encontrarse jamás. Pero prácticamente todos los personajes –protagonistas o episódicos, positivos o negativos- de la novela aparecen marcados por idéntico signo: el padre de Descós fotografiado muerto en vida, la enfermera para todo Elisa, recluida en la mansión junto a su paciente, la propia Tía Diana, teórica de la sofisticada misantropía, el patético Ricard, condenado a arrastrar en vano su resentimiento hasta su muerte, tan hortera como él lo fue en vida, o incluso el malvadísimo Fernando Sila, abandonado por todos a medida que pierde poder.

Pero sin duda, el gran solitario es el protagonista, Descós, que al final de la novela aparece moviendo él ahora los hilos de otros personajes, pero recluido en una cámara secreta, convertido en el nan ballador de la leyenda que asustaba a su hija. Es verdad que la soledad puede parecer el corolario de la vida infiel de arlequín a que alude el título. Pero también es verdad que cuando el arlequín infiel consagró su vida a una mujer, Estela, fue la muerte y el destino, el malefici de ponent, los que se lo impidieron. La soledad, parece ser entonces, para todos y cada uno de los personajes, como anunció implacable la tía Diana, una inexorable fatalidad.

(La fotografía de la encina procede de foroantiguo.infojardin.com)

viernes, 4 de diciembre de 2009

Marta, la que no cupo por el excusado


Hace algunas semanas leí Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia (RBA, 2009), recién publicada en España. Y ya era hora, porque la novela, ciertamente importante, es de 1977.

Como me pasa a veces, la empecé a leer con mucha ilusión, y eso resultó un poco contraproducente. Porque, bueno, esta vez voy a decirlo claro: la verdad es que no me gustó nada. Y me sabe un poco mal, pero qué le vamos a hacer.

La novela está bien escrita. Desde luego que sí. Es irónica y punzante. Desde luego que sí. Pero creo que me llega tarde. Me pasa al revés que con Señas de identidad, de la que hablaba en otro post. Si la hubiera leído cuando era jovencito, tal vez me hubiera gustado. Hubiera saboreado su mirada exótica de las clases populares de los pueblos mexicanos. Entonces, hubiera podido compartir la perspectiva con el narrador sin problematizarlo demasiado. Y hubiera disfrutado de la lectura.

Pero ahora. No sé. O sí que sé. Demasiadas prostitutas que mueren ridículamente, demasiadas madrotas sin corazón, demasiados militares brutales por palurdos, demasiados horneros primarios. Y sobre todo, demasiada sonrisa condescendiente del narrador que, creo, los expulsa, los convierte en otros. Todo es tan grotesco, que hasta la posible denuncia de la corrupción queda neutralizada, en ese ambiente animalizado. Da la sensación de que todos los personajes populares son primarios, brutales, arbitrarios, inconstantes en sus afectos, egoístas, violentos. Y eso, por cierto, amortigua sus sentimientos. El narrador los mira condescendiente desde arriba y sonríe todo el tiempo. Y hay cosas que, vaya, no acaban de tener gracia. O por lo menos no me la hacen. Y es que creo que a los pobres también les duele cuando les pegan. Yo no digo que el narrador no lo sepa. Pero a veces, da la sensación de que se le olvida.

Y eso sin contar con que uno puede sospechar que esta mirada desde arriba no sólo es de clase, sino también de género. Las muertas son mujeres prostitutas, y sus muertes son ridículas. Y el narrador se recrea. Sólo un ejemplo. En la página 173 encontramos una fotografía de las protagonistas, con las caras en blanco, eso sí. Pues bien, el pie de foto identifica a las personas que aparecen. La que está señalada con el número 8 es “Marta”, y para que recordemos cuál es el episodio más destacado que protagoniza en la novela, entre paréntesis, se señala: “no cupo por el excusado”.

Esto, en general, ya no tendría demasiada gracia. Pero si tenemos en cuenta que se supone que esta novela está basada en un proceso judicial real, pues, la verdad, todavía tiene menos. Como lector, no podía evitar rescatar el sufrimiento real, la desigualdad real, la explotación sexual real que esta ficción risueña viene a ocultar. No sé. Tal vez haya sido culpa mía, que no he sabido leer. Pero a mitad lectura, el narrador empezó a caerme gordísimo. Y entonces, el libro, se me cayó de las manos. Y eché de menos a Juan Rulfo.

La fotografía de Guanajuato procede de www.paraconocer.com