martes, 15 de diciembre de 2009

Aurora Venturini y Ana María Matute


Las primas, de Aurora Venturini (Caballo de Troya, 2009) es una novela gamberra. El personaje narrador, esta chica con un cierto retraso mental y una gran intuición para la pintura, tiene una voz muy personal, una inocencia irónica que a veces uno no sabe hasta qué punto es verdadera inocencia, y qué tiene de fingida. En cualquier caso, no deja títere con cabeza. La familia de la que procede es toda una galería de freaks, desde la madre, “maestra de puntero”, como es presentada en la primera frase, y la deforme Bettina y sus “cuetes”, al profesor de dibujo que se les agrega (llamado José Camaleón) o a su amigo Abalorio de los Santos Apóstoles, y su novia Anita del Porte.

Todo el texto tiene un punto carnavalesco muy divertido. Por momentos, me ha recordado a Silvina Ocampo, en lo malvada y mordaz que puede ser esta narradora. Claro, la novela viene precedida de toda la anécdota del jurado del Premio de Nueva Novela del 2007, que, al abrir la plica y descubrir que la ganadora tenía 85 años creyó que era una broma Pero no, los tenía, y muy bien llevados, con una actitud de estar de vuelta de todo, y de reírse de todo y de todos. Algo de broma tiene la novela, pero de broma inteligente y contagiosa, de broma por el puro gusto de gastarla. Y le contagia al lector ese tono de divertimento políticamente incorrecto, incómodo alguna vez, divertido siempre. Yo me la leí de un tirón en el famoso puente. Y me lo pasé muy bien.

El hecho de que la narradora sea una jovencita que va modificando su tono a medida que escribe (gracias por cierto a abundantes consultas al diccionario, de las que deja testimonio) y que la escritora sea una inteligente abuelita, me recordó a otra novela deliciosa, de tono muy distinto, escrita por otra adorable abuelita de escritura muy potente, Paraíso inhabitado, de Ana María Matute (Destino, 2008), que, de pronto, nos devolvía al universo –y a los tonos- de sus primeras novelas, con una narración aparentemente ligera (trabajadamente ligera) pero en el fondo devastadora sobre la irreversible pérdida del paraíso de la infancia, el paraíso inhabitado del título.

Amo a estas dos abuelitas. A una me la imagino difícil y mordaz, con una chispa de ironía permanente en sus ojos vivarachos, un punto cascarrabias, un punto burlona, pero adorable y divertida; a la otra me la imagino afable y cariñosa, paciente y dulce, a la que el desengaño sobre el mundo ha llevado a un sereno amor compasivo por las personas que lo habitan. A las dos, las veo elegantes y cultas, sabias, escépticas. Las dos me parecen como maestras alternativas y complementarias. Las dos son en un mundo basado en la juventud como valor en sí mismo, un emblema de una ancianidad posible, sabia, activa intelectualmente, capaz de compartir con la sociedad el bagaje de toda una vida, la perspectiva reposada y profunda o socarrona y carcajeante que da el haber percibido el mecanismo del tiempo, de haber podido comprobar lo melancólica o lo grotesca que puede resultar la sucesión infinita de las generaciones.

(La fotografía de Aurora Venturini procede de www.publico.es)

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