lunes, 26 de enero de 2015

El hijo de la Seño



Por algún motivo, edité esta entrada y el blog le ha cambiado la fecha, así que aparece como entrada nueva... Pero claro, este texto no es de 2015, sino de 2011... Muchas cosas han pasado desde entonces y los estudiantes de esta foto han corrido diversas aventuras por el mundo. Es bonito, de todos modos, que la web haya decidido literalmente actualizar esta entrada. Es una señal. Algunas cosas de ella deben ser presente todavía. Lo más importante es no olvidar las conclusiones a las que llegaba en los párrafos finales. Que, pase lo que pase, la ilusión por dar clase, por convertir cada curso y cada relación con cada grupo en especiales, no se pierda.

Y que los estudiantes nuevos no sufran las consecuencias de las decepciones del pasado, que en realidad no vinieron de las aulas sino de los despachos: de esas veces que sentimos que todo el esfuerzo puesto en las clases no sirvió para nada. Porque en realidad, sí sirvió. Y estos días, con las muestras de afecto que he recibido por parte de antiguos estudiantes, se me ha vuelto a hacer evidente.

Les sirvió a ellos. Me sirvió a mí. En realidad no hace falta más.

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Hace ya un par de semanas acabé la lectura de La ciudad desplazada, de José María Conget (Pre-Textos, 2010). Es un excelente libro de cuentos, una lectura muy recomendable. Por muchos motivos, pero sobre todo porque está muy bien escrito. Es una verdadera delicia deslizarse por su prosa, elegante, fluida, irónica por momentos, con referencias culturales pero sin pedantería. Además, es un libro lleno de sabiduría sobre la vida, y sobre el tiempo y la memoria. Sobre libros también. Lo devoré estas vacaciones. Y me quedé con ganas de más.
Reúne ocho cuentos, de temas y tonos muy diversos. Me gustaron todos, pero me quedo sobre todo con cuatro de ellos, cuatro pequeñas obras maestras.
“Despedida” es la historia de un hombre que sufre un infarto y es internado en la UCI del hospital de su ciudad de origen, en la que está de visita, y en la que ya no conserva ninguna relación personal. En las largas horas de convalecencia, mientras espera la muerte, aquilata la magnitud de su soledad, y comprende, demasiado tarde, que se equivocó siempre en las pocas decisiones verdaderamente importantes de su vida.
“El cazador de libros” es la crónica en primera persona, irónica, inteligente y divertida, de una obsesión bibliográfica, con un guiño final al viejo recurso del manuscrito encontrado.
“Fútbol antiguo” nos recuerda que hablar de fútbol es siempre hablar de otra cosa. Por ejemplo, de la infancia y de la juventud perdida. Por ejemplo, de la relación con el padre, como en este texto, forofo del Real Zaragoza toda su vida. Me conmovieron mucho las líneas finales. En efecto, nos empezamos a morir cuando perdemos la gran pasión que dio sentido y continuidad a nuestras vidas.
Y “Quillomamona” con su título enigmático, me encantó. Es mi preferido absolutamente. Esta historia de un viejo profesor de instituto al que asignan una clase de apoyo formada por adolescentes conflictivos, “la escoria del instituto”, me divirtió, me hizo reír a carcajadas por momentos, y finalmente, su inteligentísimo desenlace me conmovió muchísimo. Porque al final es un cuento sobre la figura del profesor, y sobre la relación que se establece con los estudiantes. Lo que significa para uno y para los otros. Y, por cosas de la vida, en las semanas posteriores a la lectura, he estado pensando bastante en eso.
Mis estudiantes desde luego no son conflictivos ni de instituto. Son diversos, eso sí, porque diversos son los lugares donde doy clase. El viernes pasado, tuve una experiencia de esas que la cultura española permite y que serían impensables en los Estados Unidos, de donde viene la otra parte de mis estudiantes. Compartí con mis alumnos de la Universidad de Valencia, no solo su acto de Graduación, sino la fiesta posterior. Y allí estábamos todos, verdaderos, fuera de clase. Pero ellos estudiantes al fin. Y yo, profesor. Profesor además que acababa de dar un discurso creyéndose mucho su papel e intentando darles respuestas. Tampoco contarles milongas, claro. No es fácil acabar hoy y aquí, en esta Valencia postgrandes eventos, la carrera de Filología. Pero sí intentando darle a todo esto una pizca de sentido, un poquito de razón de ser. Eso es lo que hacemos al final los profesores. Y más los de literatura. Planteamos preguntas y amagamos respuestas. O decimos, para eso no hay respuesta, o yo no la tengo, pero compartimos la perplejidad y eso sólo es ya un atisbo de sentido.
Aquella noche recordé que amo ser profesor, que me llena y que muchas veces da sentido a mi vida. Que soy, sobre todo, el hijo de Josefa Llorca Ferrer, la directora del Colegio Luís Vives, de Manises, profesora de EGB de las de antes. La “seño” de tantos durante tantos años. Y que ser profesor debe incluir una relación humana con esos estudiantes que te creen, que te miran con escepticismo a veces, que te admiran otras. Ser profesor debe ser un ejercicio cotidiano de amor y de confianza en el género humano, en la juventud, en la vida. Hay que recordar que eres importante para tus estudiantes, tú, que les hablas a ellos, que se preparan para salir al mundo laboral, desde ese afuera de su juventud, desde ese lugar inhóspito, inquietante, amenazante, ajeno, que es la vida adulta, la vida después de que estalle la burbuja de la Universidad, llena de seres afines.
Y eso implica sobre todo defender ese vínculo de las otras cosas alrededor. Por ejemplo, de las tediosas –y a veces otros adjetivos- políticas universitarias. Por ejemplo, de los concursos, acreditaciones y demás burocracias deshumanizadoras. Porque los estudiantes no pueden ser sólo un mérito para un concurso. Pero también hay que proteger ese vínculo del narcisismo propio, que es al final lo que no puede evitar el protagonista del cuento de Conget.
Y también hay que defender esa relación de este sentimiento que a veces nos entra en soledad, cuando se nos cae el personaje. Si ellos supieran cuánta fragilidad, cuanta precariedad hay al otro lado del telón. Si ellos supieran que el mundo no sólo es tan inhóspito como imaginan sino mucho más, y que la vida es un desgaste en el que muchas veces el sentido, tan nítido en los discursos épico-líricos, se pierde. Si ellos supieran que al final los profesores son como los padres, y que siempre se caen, y que al otro lado sólo está la infinitud del cielo azul, hermoso, cruel y vacío. Si supieran que al otro lado de la puerta que acaban de pasar está el lugar del padre y del profesor, y entonces la consciencia de la intemperie sobre la cabeza...
Y lo sabrán. Porque serán profesores y serán padres. Todo a su tiempo. Sin prisa.
De eso, del desaliento, del desgaste personal, hay que proteger la relación del profesor con los estudiantes. Porque para los estudiantes, nuevos cada vez, el mundo es siempre un lugar por estrenar. Porque ellos, su juventud, la posibilidad de hablarles, de comunicarse, de escucharlos, de entenderlos y de hacerles notar que los entiendes, siempre, pase lo que pase es, al final, lo que tiene sentido en este trabajo, lo que lo hace hermoso y por lo que nos gusta.
Los estudiantes no deben ser nunca un medio, sino el fin.
La fotografía, de Silvia Cámara, procede de www.facebook.com