jueves, 1 de septiembre de 2011

De autoficciones y arqueologías

Ya hace tiempo que no os cuento cosas sobre libros que he leído, y esa era realmente la función original de este blog. Así que después del arrebato autoficcional que fue el post anterior, hoy me apetece señalar algunos libros que he leído en los últimos meses y que, de un modo u otro, se relacionan con esas cosas tan amenas sobre las que disertaba con fruición. Y que, claro, por avatares biográficos y aritméticos, me han tenido bastante entretenido.

Hablando de autoficción, un texto que he leído este verano es El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron (Mondadori, 2011). De este autor ya había leído El comienzo de la primavera (Mondadori, 2008), y entonces me había parecido uno de esos escritores latinoamericanos de las últimas promociones que hacen del cosmopolitismo cultural su señal de identidad. Por eso, me ha parecido muy interesante esta indagación sobre el propio pasado familiar, sobre las motivaciones de los padres. Porque esa pregunta realmente es muy saludable –e inquietante- hacérsela alguna vez. ¿Quiénes son –quiénes eran- nuestros padres? La novela me ha gustado, por su sinceridad, y por su impecable prosa. Sin embargo, caray, a veces me parece que el narrador parece realmente volver a la Argentina no desde Alemania, sino desde Marte o el espacio exterior. Será cosa de la pérdida de memoria y de las pastillas que se toma, pero creo que exagera la dosis de extrañamiento ante los avatares paternos. Es verdad que el mundo se ha movido mucho en los últimos 30 años, y que la historia le ha pasado por encima a aquellos sueños de revolución, pero tratar los años 70 como si se estuviera leyendo escritura cuneiforme o algo así me parece un poco excesivo. Pero claro, escribir la dificultad del viaje de regreso no deja de ser una manera de enfatizar la distancia desde la que se inició.

Por otro lado, me ha resultado bastante divertido darme cuenta de que algunos de los libros que he leído últimamente son regresos más o menos nostálgicos a la niñez y la adolescencia. Es la lógica subyacente a estas listas de lectura en apariencia aleatoria que me confecciono. Me gustó mucho Los lemmings y otros, de Fabián Casas (Alpha Decay, 2011). Por su tratamiento de la oralidad, por el efecto de inmediatez de esta prosa aparentemente repentizada, y por la autenticidad del ambiente de barrio recreado. Y en él, por ejemplo, esa pandilla de chavales que enmudecen al escuchar la historia de los lemmings, “unos animalitos parecidos a las nutrias […], que vivían en las madrigueras en el Ártico y que, de golpe, y sin motivo, se tiraban de cabeza por los acantilados, suicidándose” (p. 29).

Todo un símbolo generacional para aquellos chavales cuya adolescencia concluyó de golpe a mediados de los setenta. “La dictadura fue la música disco”, se lee en el inicio del cuento que da título al volumen. Y después, sintéticamente: “El tano Fuzzaro, el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen, los chicos del pasaje Pérez, los hermanos Dulce... Muchos borrados antes de tiempo con el liquid paper del Proceso, las Malvinas y el sida...”. Vaya, parece que después de todo los años 70 no son escritura cuneiforme. Todo es ponerse. Y bajarse del todo del avión.

Por cierto que en este mismo volumen de cuentos puede leerse esta demoledora definición de un adulto: “Alguien que comprende que la vida es un infierno y que no hay ninguna posibilidad de buen final”. En resumen, un hermoso libro triste, verdadero y muy bien escrito. Una prueba más de que muchas veces la profundidad (la verdad) viene de la mano de la sencillez.

Otra prueba de ello, pero en este caso inversa, es Rosas, restos de alas, del español Pablo Gutiérrez (Lengua de Trapo, 2011), que reconstruye otra adolescencia, en este caso como genealogía explícita de los problemas conyugales presentes del narrador. Me ha parecido un libro bien escrito, pero a menudo disperso en una especie de artificio retórico de verborrea pirotécnica. Y no lo esperaba así, después de las críticas tan entusiastas que habia leído.

El narrador se toma muy en serio, está siempre convencido de la gran importancia existencial de su avatar personal. “Milenios de causalidad se han ido al cuerno después de la demolición de las verdades viejas. En consecuencia, evito los porque, los ya que, los entonces, sabiendo que no hay líneas de fuga y que es azar cada cosa”, dice por ejemplo sin menear ni una ceja. Tanta enfática banalidad porque su mujer –por algo será- lo ha echado de casa. “Yo, nadificado, nidificado en la nada”, concluye rotundo páginas después.

Sin embargo, no parece reservar idéntica empatía para otros personajes de su pasado, especialmente las jovencitas de su barrio: “Como ella había muchas en el barrio igual de asquerosas y feas, y a pesar de ello tenían novios que se seguían poniendo camisa los domingos […]. De lunes a viernes iban hechas un asco pero cuando llegaba el fin de semana y especialmente la feria o la Semana Santa, se calzaban tacones de plástico, apretaban sus piernotas dentro de medias de redecilla, y sin rubor paseaban esa pinta grotesca y necia que las hacía tan deseables de ser raptadas, ultrajadas, sacudidas contra el salpicadero de un coche mientras su cadenita de la virgen de nosécuantos hacía tin-tin, tin-tin”, explica sexista y condescendiente.

La novela así, tan existencial ella, parece deslizarse a un costumbrismo de las clases populares al estilo de la serie de televisión Aída. Sin duda, el narrador, consiguió escapar de tanta fealdad a través de la retórica. De hecho, yo creo que ese es el verdadero tema de esta novela: el ascenso social a través del lenguaje. Por eso habla tan pomposo. Es la marca de status del narrador respecto a los cutres vecinos de su infancia. La segunda novela de este autor lleva por título Nada es crucial. Se veía venir.

La fotografía de escritura cuneiforme procede de la página web www.historiadiseno.es

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