miércoles, 6 de abril de 2011

Ejercicios prácticos de nueva taxidermia


Una de las razones por las cuales me decidí a leer La nueva taxidermia (Mondadori, 2011) es que su autora, Mercedes Cebrián, nació el mismo año que yo. Buscaba guiños y complicidades generacionales, y alguna encontré. No sólo porque los personajes protagonistas fueron jóvenes más o menos en los mismos años que yo, sino porque el imaginario del libro, las preocupaciones que le dan sentido, no me resultan en absoluto ajenas.


De hecho, mientras leía era inevitable pensar en sesiones de taxidermia contemporánea paralelas a las que el libro propone. Está compuesto de dos relatos. El primero “Qué inmortal he sido”, está protagonizado por una supuesta decoradora dedicada a recomponer arqueológicamente en su casa los espacios del recuerdo, algunos lugares en los que fue feliz: la habitación de su primer novio, o un apartamento muy de moda a cuya inauguración asistió unos años atrás y que parecía ser la cifra perfecta del triunfo.


Y claro, uno piensa inmediatamente en qué espacios le gustaría recrear: por ejemplo, una habitación de niño, cuidadosamente desordenada, con, entre otras cosas, una pegatina con el anagrama del transbordador espacial Challenger, optimistamente ignorante del futuro, que habían regalado con una de las revistas insospechadas que leía mi madre, y un calendario alargado de tela del año 1982 que mi padre clavó con una chincheta en la puerta del armario y que le sobrevivió varios meses. Me recuerdo a mí mismo mirando ese calendario desde la cama y pensando que la persona que lo había colgado ya no estaba, y que yo nunca sería capaz de descolgarlo aunque acabara el año. Por supuesto, un día, no recuerdo cuál ni cómo, se cayó al suelo. La habitación recreada incluiría ese calendario fuertemente fijado.


En el segundo relato del volumen “Voz de decir malas noticias”, la protagonista, cansada de no decir nunca lo que realmente piensa, de no poder expresar sus verdaderos deseos, decide fabricarse tres grandes muñecos hiperrealistas, que maneja como un ventrílocuo y que representan las personalidades acaso deseadas y que ella nunca pudo tener. Hablan por ella a la clientela de su tienda, en el banco, incluso a sus padres. Puede esconderse tras ellos, y dejarlos hablar, ser brillantes, insolentes, protestar, insultar incluso. Y, claro, uno puede pensar en qué muñeco nos permitiría decir eso que siempre quisimos decir y nunca dijimos del todo, o no dijimos en absoluto, la sensación de impunidad en los espacios públicos, ser el que se piensa que se es en soledad y que en realidad nadie conoce y que por ello tal vez en realidad no es. Yo, por ejemplo, muy a gusto me llevaría uno –o dos diferentes- a los Consejos de Departamento.


Es verdad que por momentos, durante la lectura, pensaba que este libro estaba pidiendo a gritos ser el objeto de una comunicación en un congreso sobre literatura postmoderna. Y no estoy demasiado seguro de que eso sea una cualidad. Sin embargo, es un texto que recoge bien algo de lo que se llamaba el aire de época, y que por eso nos interpela, como lo hace ese pedazo de chocolate a medio comer encontrado en un bolsillo de un viejo abrigo escolar que encuentra la primera protagonista. Interpela, y provoca, y después nos corta la retirada.


Porque al final los espacios recreados nos acabarían expulsando al hacer evidente que son sólo eso, una recreación escénica fuera del tiempo habitada por un extraño. La materialidad de los objetos que copian necesariamente tiene una textura distinta a la del recuerdo. El hecho de que el calendario de tela no pueda caerse es la prueba más evidente de que no lo clavó en la puerta la misma mano que el original, perdido para siempre.


Y, además, porque los muñecos que hablan por nosotros, no serían en realidad nosotros. La transferencia es entonces una suplantación, la multiplicación de los portavoces convierte al sujeto en un lugar vacío, y constituye una forma de huida, como la que emprende la protagonista del segundo cuento a través de la puerta de emergencia de un restaurante cool. Sería una identidad por catálogo, profundamente insatisfactoria, en la que el último gesto del sujeto es la elección de las máscaras tras las que desaparecer.


(La fotografía de doña Rogelia procede de riosil-laciana.blogspot.com)


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